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viernes, 27 de febrero de 2009

Admiración


Siempre admiré a los hombres que saben dominar sus impulsos y evitar comportamientos viscerales.

Viendo en ellos el poder del que nunca desespera, acuden a mí las figuras opuestas de los dos ancianos protagonistas de una película con contenido. El uno, antiguo luchador por el utópico logro de un mundo nuevo, decía que la respuesta a la infamia es la indignación. El otro, contrariamente a lo que opinaba su compañero de andanzas, era partidario de la complacencia, de regocijarse en lo que había de bueno entre la perversidad que los rodeaba. En el parque donde a diario los dos amigos se reunían, confrontaban sus respectivas percepciones del mundo: apocalíptica y confiada, gruñona y conformista, iracunda y serena. Inequívocamente, desalentadora la del primero, reconfortante la del segundo (sin entrar a considerar las dos formas de evasión referidas por Erich Fromm: la destructividad y la conformidad).

Siempre admiré a los hombres que son libres, dueños de sí mismos, que huyen de la pasividad, que viven entregados a una causa…


ADMIRACIÓN

Siempre admiré a los hombres
cuyo pisar es firme,
que como útiles ríos
hacia su meta siguen,
decididos, valientes,
con la mirada libre,
solamente entornada
en los momentos tristes
de enfermedad, de duelo,
en situaciones límite.

Siempre envidié a los hombres
con la virtud que sigue:
nobleza manifiesta
que fácil los distingue;
sinceros, generosos,
esquivos de molicie,
capaces de entregarse
a un ideal, que viven
sin esperar el premio
ni que los feliciten.

Siempre quise ser otro;
como el que se decide
sin dudar y culmina
aquello que persigue,
o el que sabe mostrar
el don que le define,
la verdad con franqueza,
sin nubes que la entinten.
Los veo frente a mí
y me pregunto: ¿Existen?

[Canción, oct. 1997]

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