Nota introductoria.- Este relato, que editamos en dos partes, está inspirado en la celebración de la Reconquista de Vigo y gira en torno a la figura de Julio Verne, sin que falten los ingredientes definidores de este blog: la medicina y la música. Es un pequeño homenaje a mi ciudad y espero que entretenga a quienes lo lean.
Bajo
un cielo esplendoroso se produjo nuestro mágico reencuentro. En el aeropuerto de Peinador solo faltaban fuegos de artificio para festejar tan resplandeciente
día. Igual de radiante se pronosticaba el siguiente, sábado, señalado por la
celebración del bicentenario de la Reconquista de Vigo. El 28 de marzo de 1809 se
lograra expulsar a las tropas de Napoleón de la entonces pequeña villa marinera,
que tras su liberación sería elevada de categoría poblacional. Y doscientos
años después, Sabela y yo íbamos a disfrutar juntos en la ciudad cuyo mar cantara
Martín Códax, su egregio trovador.
–He
leído en el avión la increíble noticia –me dijo ella después de besarnos.
–¿Qué
noticia, Sabela? –le pregunté extrañado.
–La
desaparición de la estatua de Julio Verne. ¿No estás enterado, Roi?
–¡Ah,
sí! Nadie en la ciudad se lo explica.
No
manifesté demasiada sorpresa; me preocupaban más otros asuntos. Pero en efecto,
la prensa hablaba del suceso. En el Faro de Vigo podía leerse: «La noche pasada
desapareció misteriosamente la escultura del autor de Veinte mil leguas de viaje submarino. La policía investiga…». Situado
en el puerto de la Ciudad Olívica, el monumento a Julio Verne había sido inaugurado
en 2005, como homenaje al escritor en el centenario de su muerte, pues en un
capítulo de la mentada obra, titulado «La bahía de Vigo», refiere un hecho
histórico acaecido en el estrecho de la ría viguesa: la batalla de Rande. Ahora
quedaba el pedestal de piedra y la representación del calamar gigante, sin el
creador de los Viajes extraordinarios
que, broncíneo, coronaba la escultórica obra.
Sabela había llegado con la Orchestre de Paris,
de la que formaba parte como instrumentista de violonchelo, para unirse a los
fastos conmemorativos. ¡Qué paradoja! Una agrupación sinfónica francesa venía a
celebrar la expulsión de sus compatriotas. Nada sorprendente en 2009; sus miembros
eran músicos profesionales sin reparos. En cambio, había vigueses que,
enfrentados a los más patriotas, se lamentaban de no haber permanecido bajo su
bandera. Y aunque yo me alegraba de que mi novia tuviese la fortuna de ser titular
de tan importante conjunto sinfónico, me dolía del obligado alejamiento.
Desearía ser también músico y viajar a su lado. Pero mis obligaciones
profesionales estaban en Vigo, no en París.
La
víspera del día grande fue de recíproca entrega. Éramos una pareja enamorada. Me
tomé el viernes libre para dedicárselo a Sabela, y ella se olvidó del cuerpo de
su violonchelo para abrazar el mío. Nos echábamos en falta. Llevábamos más de
cinco meses sin vernos, desde principios del pasado octubre, en pleno otoño
parisino amarillo y ocre, que hermoseaba más si cabe la Ciudad de la Luz. En la
urbe galaica del sur no teníamos el bello Sena ni la magnífica Torre Eiffel,
pero la esplendorosa ría y las majestuosas Islas Cíes compensaban esas
carencias, satisfaciendo plenamente nuestras retinas. Y sin secretos por
descubrir en el lugar que nos vio nacer, decidimos alejarnos de distracciones
naturales o urbanísticas.
Nos
bastaba el nido de amor para colmar las urgentes ansias...
–Fotos del autor del blog–
Ciudad de Vigo
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