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martes, 18 de octubre de 2022

Sobrevolando la consulta interminable


A veces la realidad puede parecer exagerada.

[Relato]

    Al veterano Rodrigo Gamboa lo persiguen pensamientos capitales. Cree que la felicidad se encierra en la plenitud de un instante, en esos trozos efímeros de existencia despojados del yugo de la conciencia, libres los hombros de toda pesada carga. El alpinista que corona la cumbre, el atleta vencedor, el amante satisfecho o, sin más, quien se detiene a contemplar la belleza del crepúsculo, escucha el rumor del mar o aspira un penetrante aroma, experimenta esa inefable sensación del placer infinito que ha de fugarse, sin remedio, cuando lo cotidiano y vulgar se encargue de devolver a la cruda realidad al inocente soñador, que aguardará, locamente esperanzado, el retorno de otro soplo irrepetible. Convencido está de ello. Casado, dos hijos con independencia, mujer de costumbres ajena a su sensibilidad de artista irrealizado, vislumbrara hermosos campos de futuro y, llegado el tiempo de hollarlos, no pudo impedir que sus pies se hundieran en el cieno más ingrato. Cercenadas las alas, condenado a la monotonía burocrática, solo ante el peligro de la asistencia masificada, como un Campeador frente al desencanto y la resignación, es capaz de sonreír. Tanto había proyectado, tanta belleza soñado, que trocó su alegre sentir en pesimismo de fondo; en cualquier caso, ha impedido, felizmente, que se marchitase el ramillete humorístico que corona a todo hombre bueno. Y con espíritu entreverado, gozoso-taciturno, acude cada mañana al consultorio, o mejor, claustrofóbico edificio que el sistema sanitario público le brinda. 

–¡Buenos días! –saluda repetidamente con voz grave al atravesar, atento y parsimonioso, la macrosala atestada de impacientes pacientes.

–¡¡¡Buenos días!!! –asienten los concurrentes, en repetitivo contrapunto, aunque la lluvia los contradiga con sonoridad tras los cristales. 

Son personas diversas, hombres y mujeres, jóvenes, adultos y, sobre todo, viejos.

Al traspasar el umbral del consultorio, el doctor Gamboa deja tras de sí un general murmullo, un familiar zumbido que nunca ha podido desentrañar. Piensa: «¿Qué dirán?». Y se responde: «¡Qué más da!». Sin dilación, ordena papeles, cambia americana gris por bata blanca, respira hondo el viciado aire del entorno, se transmuta y, resignado, se dispone a capear los ochenta y cinco casos que le aguardan. Sintiéndose un profesional honesto y capaz, comprometido y prudente, se reafirma pesaroso: «Sin orden asistencial, imposible controlar la demanda».

–¡El primero! –ordena don Rodrigo.

–¡No está! –suena una voz, tras una breve pausa de expectación, con explosiva rotundidad–. Voy a entrar yo, que tengo el número dos.

–Bien, entonces ¡pase usted! –él consiente, sin dejar de rastrear con la mirada para cerciorarse de que el primero no hace acto de presencia; no quiere reclamaciones. 

–¡Buenas, doctor! Yo venía por varias cosas… Por un dolor que tengo en el brazo derecho, por un picor en la pierna izquierda, por unas molestias en este lado de la cabeza –señala la sien con el dedo índice–, para que me dé un volante para el ginecólogo y, de paso, para que me haga estas cinco recetitas.

Gamboa está acostumbrado a que pacientes como la señora Manuela Polime le vengan con múltiples cuestiones en una misma sesión. Después de tantos años de actividad profesional, aún no ha conseguido la capacidad de evasión de otros colegas. Por su mente pasan turbias imágenes, ideas que no llegan a concretarse e inconfesables intenciones. Centra su intelecto y afronta con valentía la situación.

–Así que le duele el brazo derecho… –reafirma lo dicho por la paciente, al tiempo que va cubriendo el volante solicitado (a la manera clásica, preinformática), para ganar eso mismo y escribiendo las recetas, que son nueve y no cinco–. Ya le he explicado que el dolor del brazo deriva de su problema de cervicales y que el picor de la pierna se debe a las varices. Con respecto a la cefalea... 

Aquí, la señora Polime enarca el entrecejo y pregunta con estupor:

–¿Que qué? ¿Cefaaalea?

–Me refiero a su dolor de cabeza, a su jaqueca, a su migraña. Su problema es crónico y debe afrontarlo como tal. También le he comunicado, de palabra y por escrito, las medidas adecuadas para aliviar el dolor, los alimentos que debe evitar y los analgésicos más eficaces. ¿O ya no se acuerda?

–No recuerdo nada de eso –dice la «enferma» recalcitrante con gesto de ofuscación y un tono singular, mezcla de despiste, insolencia, reproche y mezquindad, alcanzando un sistema auditivo que de nada se sorprende.

A estas alturas, el interlocutor prefiere callar para no enturbiar la relación con la sexagenaria y asidua paciente, portadora de infinidad de síntomas psicosomáticos. Procura escuchar con atención y ser empático, pero las circunstancias lo superan. Siente un gran alivio cuando por fin se va la mujer, sin haber asimilado, como de costumbre, las argumentaciones del doctor Gamboa. Marchando con un porte de suficiencia, los oídos de la señora Polime son ajenos a las exclamaciones de protesta que emiten los de afuera por la tardanza. 

Es el turno del tercero, que avanza lento por mor de una evidente cojera.

–¡Aquí vengo yo, doctor Gamboa! Tiene que perdonar, pero es que no puedo ir más aprisa. Le ruego que tenga paciencia con este viejo carcamal.

–No se preocupe. ¡Permítame que le ayude! 

El médico coge de la axila al anciano y logra, no sin dificultad, que tome asiento. Ninguno de los presentes está para echar una mano. 

–Bien, pues ¡usted dirá, señor Mariano! 

–Tendría que decirle tantas cosas, don Rodrigo, que no sabría por dónde empezar. Son tantos los achaques que me han enviado desde lo alto...

–Si no le importa, señor Mariano, ¡vaya al grano! Debe darse cuenta de que hay más de ochenta personas aguardando –al decir la cifra, Gamboa casi se marea–. A ver, dígame, ¿cuál es la cuestión que le ha traído hoy aquí? 

–La cuestión es... ¿Cómo decirle?... ¡Voy a hablarle de hombre a hombre! Yo, hasta hace dos semanas cumplía todos los días con el deber del matrimonio, pero... ¡no sé que ha podido pasar! Ahora la cosa no funciona igual que antes. 

–Pero ¿qué edad tiene usted, Mariano? 

–Para abril, Dios mediante, los setenta y nueve. 

–¿Y no cree que no está ya para mucho trote? 

–¡Oiga! ¿Acaso me está llamando viejo? 

–¡No, no! Si viejo, viejo, no es.

–¡Ah, bueno! Pues deme algo que me resuelva este problema. 

Estupefacto, el doctor Gamboa vacila sin saber qué darle a este buen hombre, a este carcamal que se quita años, que va camino de los ochenta y dos, según puede comprobar en su documentación, apesadumbrado por la mengua de su virilidad. Sabe que no existe nada eficaz (nos hallamos en época previa a la de decisivos logros en el tratamiento de la disfunción eréctil), pero no ignora que la fe mueve montañas, que el poder de la mente puede obrar milagros. De modo que accede a los ruegos de Mariano y, de forma compasiva, le prescribe un reconstituyente. 

–¿Y cree que esto será suficiente, don Rodrigo?

–Bueno... Ponga algo de su parte –lo anima Gamboa sin mucho convencimiento– y tal vez acabe sintiéndose como hace veinte años. ¡Qué digo!, como hace cuarenta o cincuenta. Y cómase unas ostras o una langosta; se asombrará de los resultados. 

El galeno ayuda al joven anciano a abandonar la estancia y, después de un profundo suspiro, avisa al siguiente de la interminable lista.


La lluvia continúa tamborileando en los sufridos cristales... 

–Yo es la primera vez que vengo a su consulta –le dice la madura y pintarrajeada mujer–. Mi nombre es Lucinda Linares del Pomodoro. Me han hablado muy bien de usted, por eso he cambiado de facultativo. Antes me pertenecía el doctor Navizo, pero no nos entendíamos. Quiero decir que no comprendía mis conflictos internos.

Al llegar a este punto, don Rodrigo siente en pleno mes de febrero el sopor de una calurosa tarde de verano; en medio de un páramo desierto, sudoroso y sediento, camina desnortado sin alcanzar una sombra. Delira por la mañanita que se le está viniendo encima, mientras soporta con firmeza el flagelante relato de la dama.

–Le diré que sufro con frecuencia crisis de angustia, siempre acompañadas de depresión, y no puedo conciliar el sueño ni con las pastillas más fuertes. He probado los ansiolíticos D, O y L, los antidepresivos T, P y F y los hipnóticos H, S y Z, además de las infusiones de tojo, tamarindo y calabacín. Pero nada... Ya no sabía qué hacer, cuando mi amiga Luzdivina Robles me aconsejó: «¡Cámbiate para mi médico, el doctor Gamboa, que es una joya! Es tan humano y comprensivo que se diría que es un santo». 

«Un santo no, ¡un tonto!», se dice el admirado al recibir esta perorata, capaz de aniquilar al psiquiatra de más aguante. Claro que, como le confesó un avezado profesional de la mente a un discípulo, medio en broma, medio en serio, después de escuchar ambos un relato aplastante tras el cual el maestro mantenía la entereza y el pupilo quedaba derrumbado, «para sobrevivir al estruendo de la tormenta hay que taparse de vez en cuando los oídos.» Y Gamboa sabe aplicarse la recomendación.

–Señora Linares del…, se va a tomar un comprimido de estos con el desayuno y otro con la cena –le recomienda con tono complaciente, al tiempo que anota el nombre de un complejo vitamínico, agotado ya el arsenal terapéutico del campo en cuestión y confiando en el efecto placebo–. Después de unos días se sentirá de maravilla. 

–¿Y no tiene efectos secundarios ni contraindicaciones? –indaga con aire expectante y de preocupación la altanera mujer, que de manera milagrosa ha sobrevivido hasta el momento a todo el abecedario farmacológico.

–Aunque parezca mentira, ¡ninguno! –proclama Gamboa con contundencia, con suprema asertividad, reforzando la sanitaria autoridad que le otorga Esculapio. 

–¡Qué razón tenía mi amiga! ¡Es usted una joya!... ¡Hasta la vista, doctor! 

«¡Hasta nunca!», exclama en sus adentros el médico, avergonzado al mismo tiempo por los siniestros pensamientos que, como es de esperar de un fiel cumplidor del código deontológico, se desvanecen conforme se aleja la paciente para dar paso a otros más nobles de conmiseración, en un esfuerzo de represión ética. 

Por fortuna, los diez siguientes vienen apenas como usuarios a resolver ciertos trámites burocráticos. Unos sencillos y otros plúmbeos, desquiciantes. Informes, certificados, partes de incapacidad laboral, infinitos formularios... Un sinsentido que le hace meditar: «¿Por qué tengo que estar sometido a esta cruel labor de escribanía? ¿Acaso el desarrollo tecnológico no puede liberarme de tal esclavitud? ¿Sacrifiqué años al estudio para emborronar papeles, encorvado tras una mesa?». Incapaz de asumirlo, le perturba tener que admitir una realidad que nadie parece dispuesto a cambiar. Piensa que si, además de tener que rellenar cientos de impresos diferentes, todos inútiles, le obligan a renovar cada medicamento, uno por uno, en receta individual, no es descabellado plantearse que existan ilegítimos beneficiarios de la dilapidación de celulosa (nótese que estamos en un tiempo anterior a la informatización de las consultas). Y se ahoga por momentos, ahora por aguas torrenciales que lo inundan. Sin embargo, próximo a la jubilación, intenta convencerse de que todo habrá de mejorar.

Tras la serie burocrática, y cuando se dispone a entrar el número quince, aparece el primero, que se había confundido de sala y esperado en vano a la puerta de otro facultativo. El decimoquinto no tiene inconveniente en cederle el turno, pero una señora de mediana edad arremete desde el fondo de la sala de espera. 

–¡Ese señor debe esperar al final! Llegó tarde y perdió su turno. ¡Faltaría más! 

–¡Eso, eso! ¡Que se ponga de último! –se le une un hombre escuchimizado, calvo y de bigote, que está a su vera, no dispuesto tampoco a hacer concesiones.

–Claro, es muy cómodo irse a tomar el cafecito mientras los demás aguardan al pie del cañón –remata con potente voz de soprano otra señora enorme y gruesa, que ocupa dos asientos y acude en condición de usuaria desplazada.

El que intentaba infiltrarse no tiene más remedio que recular, sonrojado por esta humillación. Para colmo, algunos ríen veladamente la escena y el avergonzado se siente aún más zaherido por la hilaridad. Por su parte, el que le cedía el turno generoso se encoge de hombros y procede a entrar en la consulta. Ya dentro, le comunica su malestar al doctor Gamboa, quien desde el otro lado de la puerta ha asistido impasible a un desarrollo escénico al que está acostumbrado. 

–¡Hola, don Rodrigo! No puedo comprender por qué hay gente tan mala. ¿Es que uno no se puede equivocar? Debiéramos ser amables; hoy por ti y mañana por mí. Pero no, aquí nos hemos olvidado hace mucho de la cortesía. En fin... 

–Prefiero no entrometerme y que estas minucias las resuelvan los interesados. Estoy escarmentado. He intervenido en varias ocasiones y me ha pesado. Salvo que estime conveniente darle prioridad a alguien, dejo que la gente se arregle.

–Comprendo... Pero usted no debe perder su tiempo con zarandajas. Yo venía sólo a que me diera algo para la psoriasis, que se me ha agravado últimamente.

–Pues, ha llegado a punto, Santiago. Acaba de salir un nuevo preparado que supone un gran avance en el tratamiento de la enfermedad. Una crema muy eficaz y segura. Deje que le extiendo la receta... ¡Tenga! Debe aplicarla dos veces al día.

–¡Muchas gracias, doctor!

–¡No hay de qué, Santiago! Y si no mejora en dos semanas vuelva por aquí. 

El doctor Gamboa hincha su pecho, gozoso por el agradecimiento que muestran algunos pacientes. El verde de sus ojos se ilumina. Se llena de satisfacción, no de vanidad. Individuos como Santiago Buenadicha le compensan de otros sinsabores. 


El lluvioso día se ve acaparado por la tristeza de los grises más sombríos... 

Van entrando otros pacientes. Entre maduros y vetustos, dos adolescentes: una chica anoréxica y un muchacho hiperactivo. Nuevos trastornos con el mudar de los tiempos, colmados de envejecimiento y de demencia. Al senil vigesimoquinto, aquejado de sordera severa, el médico tiene que hablarle alto, apoyándose con gestos, a fin de hacerse comprender. Incluso decide emplear la comunicación escrita. Como médico de cabecera, todavía preserva la paciencia y no ha perdido el entusiasmo. Hace esfuerzos sobrehumanos para que entienda la forma correcta de inhalar el broncodilatador que le está recetando y lo despide no muy convencido de que haya asimilado sus explicaciones. 

«Seguro que lo utiliza como purificador de aliento», piensa. 

El treinta y siete y el cuarenta y dos presentan un ganglión en la muñeca izquierda. El cincuenta y uno y el sesenta y cuatro sufren un herpes zóster, si bien de distinta localización. El doctor Gamboa advirtió desde los inicios de su práctica médica que, curiosamente, muchas dolencias o anomalías llegan «a pares» en una misma jornada. No hay explicación y prefiere no rebasar el umbral de lo esotérico. 

Setenta, setenta y uno... No parece posible... Ya va quedando menos.

En la recta final, una mujer octogenaria, muy demacrada, encorvada y abatida, trae por casualidad el número con los guarismos de su edad: «83». 

–¿Dónde dejo el papelito? 

–¡Déjelo sobre la mesa, Filomena! No se preocupe.

–¡Ay, don Rodrigo! ¿Qué me va a dar para la nariz? No me para de sangrar. Ayer mismo tuvo que venir a mi casa Cipriano, el practicante, para parar la hemorragia.

–Vamos a ver... ¡Siéntese en esa silla!

El facultativo comprueba la elevada tensión arterial de la anciana y le aconseja las medidas a tomar. Temblorosa y taquicárdica, la viejecita evidencia un estado de inquietud. Y no por sentirse incómoda ante su doctor, en quien confía ciegamente, sino por problemas familiares que éste conoce bien. Ella añora a su difunto esposo y le duele el hijo que se fue lejos, olvidándose de la compungida madre.

–¡Y tranquilidad, Filomena! No se angustie, que siendo guapa se pone fea –la anciana hace una alegre mueca–. Ya verá cómo por Navidades viene Juan a visitarla –le dice el heredero de Hipócrates mientras le acaricia la mano. 

–Dios le oiga, don Rodrigo. Dios le oiga.

Al fin el ochenta y cinco hace acto de presencia; tan sólo desea una pomada para las hemorroides. ¡Qué alivio anímico siente el veterano galeno! No queda más que el primero, el que había sido relegado para el final mediante simiesco veredicto. Pero ya no está, se ha ido, seguramente abochornado; si venía con una dolencia, después de la vejación sufrida se le habrá pasado de modo espontáneo.

El médico comprueba los bancos vacíos de la gran sala de espera, ahora silenciosa. En cualquier caso, viéndole sometido a tanta presión asistencial y burocrática, hemos de reconocerle su mérito por mantener una adecuada comunicación, una buena relación con sus pacientes. Nos parece un santo Job.

El doctor Gamboa se acerca a la ventana, desde donde puede contemplar la calle mojada con una intensa y lenta circulación automovilística. Absorto, permanece en el consultorio observando el gotear monótono y enumerando los vehículos que van en un mismo sentido. Es un perpetuum mobile al que se le prestaría cualquiera de las piezas que Paganini, Strauss u otros músicos han compuesto con la denominación de este término musical. Pero en esos momentos, ausentes de toda carga y de todo deber, no hay en la cabeza de don Rodrigo ninguna evocación musical; se conforma con la silenciosa paz, que tiene por la mejor sonoridad. Podría quebrarse la música del silencio y comprobar, como tantas veces, que lo dulce es amargo, pero el ritmo del sosiego no cambia; permanece en el mismo estado de quietud que, dentro del oscuro y agobiante edificio destinado a centro de salud, siente como una brisa benefactora. Sólo la ondeante melena azabache de una esbelta joven desvía un momento su atención, sin que llegue a descentrarse de su cometido. Y sigue con su cuenta de vehículos. Tarda un buen rato en arribar el ochenta y cinco… Al acabar, lleva la mirada hacia lo alto y cree escuchar un himno celestial sobre el acuoso tamborileo. Cuando la baja, se le desdibuja el hermoso rostro de una mujer todavía sonriente. Deja de repente de llover. Pasan fugaces dos niños alegres, ya hechos hombres de futuro. Y el sol se abre paso amablemente, besuqueando por entre las oscuras y coquetas nubes caminantes. Remonta el vuelo sobre la atmósfera de desencanto y... ¡cree ser feliz por un instante!

[1986, 8 feb]

Una lluvia de lágrimas, Vivaldi

2 comentarios:

  1. Gracias por este precioso y preciso relato, amigo Jose Manuel , mezcla de realismo y prosa poetica, sin duda muchos compañeros hemos sentido eso que se expresa de manera tan sublime

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    1. Gracias a ti, amigo Juan, por la valoración y por tu sensibilidad. Este es uno de los relatos sobre el ámbito de la salud que tenía guardados. Iré revisando otros y los iré publicando si creo que merecen la pena.
      Un saludable abrazo.

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