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jueves, 24 de noviembre de 2022

El digno oficio

   
La implicación activa en una buena causa nos realiza... y a veces nos destruye.

[Relato]

    El día que cambió su vida no llovía. Bueno, ya había cambiado hacía tiempo, desde el momento en que Aurora se marchó de casa. Alumbraba el sol con benevolencia y un rayo de felicidad se le coló por los poros. Sentía a flor de piel una calma infinita; ese placentero estado que uno no puede describir, esa embriagadora paz que se experimenta en contadas ocasiones. Algo semejante a lo que, sin duda alguna vez, habréis sentido cualquiera de vosotros al entornar los ojos mientras la brisa os acariciaba, al escuchar una melodía celestial o al contemplar un arrebolado horizonte o una verde y serena lejanía. Así se hallaba él, dichoso en la desgracia, sosegado tras los inquietantes avatares, luminoso como el aire tras un chaparrón cinéreo. Vizana hermoseaba como pocas veces, y por su sensibilidad de artista no consumado sabía complacerse con la naturaleza rebosante (no con la artificialidad de las edificaciones monstruosas que ajaban el rostro de la insulsa ciudad). En Vizana, el mar y las colinas circundantes se empeñaban en contrarrestar cualquier aberración. Por eso las comisuras de sus labios se elevaban gozosas y su mente flotaba, libre ya de preocupaciones, pensando en el tiempo que tendría para tocar la guitarra y entonar sus canciones predilectas. Dolorosamente, David Quiroga se quedaba sin empleo, sin perspectivas, sin futuro. El hombre anónimo que acaso pudo ser ilustre, cautivo al no dejarse doblegar, por mor de su innata tozudez. Y, sin embargo, paradójicamente, quedaba desde entonces liberado. Para siempre liberado... 

El juez dejó sentir, con voz grave y rotunda, su sentencia inapelable: 

–Demostrado el incumplimiento de la normativa, deberá ser apartado del ejercicio de sus funciones. La legislación es clara: ¡la falta muy grave! Ya no podrá ejercer su digno oficio. Nunca más... ¡Nunca! 

Lo normal hubiese sido el hundimiento anímico; o adoptar una actitud violenta, hacia los demás o hacia sí mismo. La figura del togado era un buen objetivo; su boca exhalaba otros improcedentes venablos que zaherían al probo vizanés, que se preguntaba si el sañudo representante de la ley estaría descargando un rencor inconfesable. Por un instante la idea de matar golpeó las sienes de Quiroga (primitivo impulso de quien se siente agraviado), pero enseguida asomó la conciencia moralizadora. Nadie se dio cuenta de su malsana intención; ni siquiera su hija Paula, que sin pestañear clavaba sus grandes ojos verdes sobre el rostro del galeno provinciano (acaso para el juez un simple matasanos), atenta a cualquier emergencia emocional, dispuesta a socorrer a quien había dedicado su existencia a auxiliar a los demás, casi olvidado de vivir. Veintidós años de femenina hermosura, en la esencia bien igual a su padre, voluble y pasional como él, pero alejada de su senda profesional; las letras llamaran a su puerta con más intensidad y su reciente licenciatura no merecía tan desalentador acontecimiento. ¡Qué diferente carácter al de su madre, tan segura y decidida! Ausente, separada de David desde hacía un lustro, a poco de cumplir los cuarenta, pensó que seguía estando de buen ver y que merecía más alicientes que los que su sufrido esposo le podía proporcionar. Podría esperarse cualquier reacción de aquel hombre todavía enamorado de una mujer posiblemente no merecedora de su cariño, excepto la serena indiferencia que no sólo aparentaba, sino que por dentro lo llenaba. Hombre expresivo, apasionado, se mantenía firme; se diría incluso que acrecentado, victorioso ante las ingratas circunstancias. Cruzó una fugaz mirada con Paula y su pensamiento voló a un pretérito imborrable: cogido de la mano de Aurora y enternecido con el fondo rumoroso de las olas. Se desvaneció la dulce visión y regresó al presente. ¡Y de qué forma! Nadie en sus cabales sonreiría por recibir tan fuerte varapalo ni se frotaría las manos por sufrir esa inequívoca derrota. Quizás condescendía con su irregular y deslustrado sino. Sin Aurora, sin destino, seguro que muy pronto distanciado de su Paula del alma, un fuego alegre chispeaba en sus pupilas. Otro en su lugar lloraría, enrabietado e impotente. Pero él no comulgaba con la vulgaridad. No es que se desternillase o aplaudiese, su orgullo y su entereza le permitían mantener una compostura digna del mayor respeto. Hacía suyo un dicho paradigmático de la flema: si tus problemas tienen solución, ¿para qué preocuparse?, y si no la tienen, ¿para qué preocuparse igualmente? 

«¡Ya no podrá ejercer su digno oficio!».

El ingrato eco seguía martilleando sus oídos. ¿Por qué?, se preguntaba con serenidad. En su madurez no llegaba a entender lo que en el fondo esperaba; peor aún, comprendía menos que cuando era un joven estudiante. Pero el conflicto azuzaba la clarividencia, y asumió por fin, con rapidez de hombre avezado, la inteligente respuesta: la estupidez es inseparable de la condición humana. Reina en cualquier ámbito, sin importar cultura, sociedad, nación, raza, espacio o tiempo. Con variantes y proporciones diferentes, permanece por doquier, circunda el planeta por todo paralelo y meridiano definiendo un mundo necio. 

Sin más que aguardar, se disponía a abandonar la sala con el rostro altivo, el orgullo intacto y el innecesario consuelo de unas palmaditas en el dorso de un abogado cabizbajo. Cogido del brazo por su adorada hija, aspiraba una fragancia paradójicamente victoriosa. Ni siquiera se alteró un ápice al constatar que no se presentaran los esperados amigos. Restó importancia al hecho: tendrían sus obligaciones... En verdad la comprensión se había encarnado en el doctor Quiroga. ¿O ex doctor? No, no suena bien ni es justo. Era merecedor de honra, aun habiendo sido privado de la legitimidad para ejercer su digno oficio. Su pasado justificaba la perpetuación del respeto. Además, la injusta justicia cometía otra barbaridad. Otro dislate –consideraba él– para emporcarla más y seguir desnivelando la balanza. Su raudo pensamiento no armonizaba con su paso lento; Paula, a su vera, se dejaba llevar por el digno representante de Esculapio. Justo al salir, creyó reconocer el dorso de una mujer que se alejaba haciendo oscilar su hermosa melena roja. Y pasó veloz, ante sus ojos abismados, un hermoso recuerdo. 

Su señoría, concentrada e impertérrita, daba paso a la siguiente causa, rienda suelta a una perfecta y bien engrasada máquina judicial. 

Todo había sido fruto de recientes acontecimientos. Cuatro años atrás, más o menos al año de que Aurora abandonara el hogar, comenzó a entregarse a una actividad novedosa para él, reconocida y denostada, eficaz e inoperante, variable y no por ello innecesaria. Y desde entonces se había dado por entero a ella; en la acción sindical ocupaba buena parte de su tiempo, tal vez para no obsesionarse con malos pensamientos, quizás para resolver cuestiones perpetuadas, o puede que por ambas razones. Decidió implicarse y complicarse con asuntos que le parecía necesario afrontar. Debían ser extirpados los males endémicos que atenazaban a una sanidad pública lastrada por la incompetencia. De ello había hablado largo y tendido con Saladino Barreiros, un viejo enfermero retirado, que fuera gran amigo de su abuelo Emilio y que tenía un enorme bagaje a sus espaldas. Se había forjado en refulgentes quirófanos y en oscuros pabellones psiquiátricos. Para sus jóvenes convecinos era don Saladino, o don Dino, y para los de su quinta simplemente Dino. Múltiples consejos útiles y orientaciones impagables le había proporcionado en sus frecuentes e intensivos encuentros. Incluso lo adiestró para afrontar la muerte ineludible sin temor, con una última demostración práctica al llegar su noche decisiva, plácida y calladamente. Un ejemplo a imitar. Aunque Barreiros no le incitó expresamente al activismo, siempre le desaconsejó la estólida indiferencia, la pusilánime postura de permanecer cruzado de brazos ante escarnios y atropellos. Sin aspavientos, pero sin resignación, era su lema; una variante de: cortesía sin dejar la valentía. 

Una conversación habitual podía ser esta: 

–Si usted supiera, don Saladino, qué desencantado estoy de mi profesión. Me llamó desde muy joven esta excelsa tarea y, pese a todo, sigo sintiendo su inefable atracción. Al principio, la ilusión de un comienzo; la asimilación de las normas y la obediencia ciega a directores y gerentes; la asistencia a cursos de formación teórica con poca o nula aplicación práctica, a costa de ocio y dinero. Y como premio: más papeleo para robarle tiempo a la ciencia... Mire usted que disponía de una ayudante para las tareas burocráticas y me la retiraron de la noche a la mañana, sin previo aviso. Imagíneme ahora en la consulta, solo, haciéndome cargo de todo lo que supone la actividad médica de un sistema público en extremo masificado. ¡Degradante! Sí, don Saladino, no le miento; nuestra Administración sanitaria raya el cinismo. Créame que desearía dedicarme a otra cosa o, simple y llanamente, descansar por tiempo indefinido; me siento fracasado. Soy médico de profesión, y no hace mucho lo fui de vocación. 

–Ten la seguridad de que no eres un fracasado; sólo fracasamos cuando nos malogramos como personas. Yo que trabajé durante mucho tiempo en el terreno de la psique lo sé bien. Y aun teniendo constancia de tu fortaleza, desearía que me transmitieses tus inquietudes, en confianza, aunque sólo sea como desahogo. Sabes que fui amigo íntimo de tu abuelo Emilio; le debo mucho y me duele verte desazonado. Mis libros de enfermería, de sueros, de inyectables, de vendajes, y los de psiquiatría, son tuyos. Mi casa es tuya. Mi experiencia te la brindo. ¡Cuenta siempre conmigo! ¡Y confía en ti mismo! No te rindas jamás, querido David. No hay que tirar la toalla, la victoria es posible. Nos enfrentamos a un Goliat, enorme de cuerpo pero de enana inteligencia. Debes luchar por tus derechos y por tu dignidad, pero sin excesos, sin dejar de reír, que nada en este mundo merece la total entrega. 

David tomó buena nota, asimiló los sabios consejos del viejo. El ánimo que le infundía era impagable, su vetusta luz disipaba juveniles sombras. Y así un buen día decidió comprometerse a fondo y permitió que su nombre fuese en la lista del Sindicato Profesional, en un discreto séptimo lugar. Ese año lograron una decena de representantes, los suficientes para acceder a negociaciones capitales. Los problemas eran muchos: masificación de los consultorios, burocracia desmedida, deficiente organización interna, falta de personal de apoyo, imprecisa delimitación de funciones...; males que se habían enquistado tanto que parecían insalvables para el sistema imperante. Las voces oficiosas no eran oídas, las representativas se acallaban; situaciones dramáticas se ignoraban, toda queja se desatendía. No obstante, como decía don Saladino, no había que resignarse. Ya iba siendo hora de comenzar a trabajar, con alegría y entusiasmo, por el bien de los profesionales y de la sanidad. Y, desde luego, por su propio beneficio, sin egoísmo reductor. 

Paula le aconsejaba no buscarse complicaciones. Tenía un puesto privilegiado, con sus inconvenientes pero bien ubicado, en un distrito costero, con la ventaja de disponer de placenteras panorámicas para amortiguar las desazones del espíritu. Si no lo llenaba de satisfacciones, si no le permitía realizarse plenamente, si no le proporcionaba la dicha de quien trabaja a gusto, disponía al menos de un aceptable sueldo a fin de mes, una estabilidad en el presente y una garantía de futuro. Y podía compatibilizar ejercicio público con actividad privada. Razones poco convincentes para el doctor Quiroga, cuya conciencia no se dejaba aquietar con deleitosos argumentos sostenidos en el mero cotejo; además, consideraba que su ocupación pública le hurtaba las horas suficientes. Por comparación no iba malparado, en lo substancial sí. Durante años se había lamentado en silencio y mediante la pluma, enviando escritos a la prensa general y especializada. Poco más; participara en alguna concentración de protesta, manifestación reivindicativa o comisión profesional, sumándose así al discreto clamor de un irrecuperable pasado. En adelante había que plantearse la acción efectiva, y ni Paula ni nadie deberían impedírselo. Era una necesaria añadidura a su currículum vitae.

El primer año no hubo grandes sobresaltos; podríamos decir que le sirvió de rodaje. Puesta al día en la legislación pertinente, receptor de problemas y puntos de vista de los compañeros, mediador en la resolución de algunos trámites, asistencia a juntas... En fin, no un período de quietud sino de movimiento poco acelerado. El segundo prometía mayor dinamismo, con la perspectiva de plantearse algún conflicto que no llegó a concretarse. No se inició ninguna lucha reivindicativa, pero acaeció un evento estimulante: Raquel. Pelirroja, escultural, ciertamente atractiva, no pasaba desapercibida ante las miradas masculinas. Acudió al Sindicato para asesorarse y escuchó casualmente las excusas que le daba la secretaria; el asesor jurídico no estaba esa tarde de viernes y la citaba para el lunes. David se prestó con amabilidad a asesorarla en lo que pudiese, sin constatar previamente la belleza de la joven médica. Al hacerlo creyó que se le alteraba el metabolismo. Desde que Aurora eligiera su propia senda, había llevado una vida casi monacal, con esporádicas salidas nocturnas limitadas al palique con amigos, moderada ingesta etílica y recreaciones fantasiosas, sin exceso alguno y por supuesto sin carnales desenfrenos. Por eso se sentía tan azorado, falto de práctica y torpe en el trato con el sexo «débil». Si fuese otra, quizás la tratase con seguridad, como a una colega; siendo como era un bombón exquisito, le costaba verla como tal y, de hecho, la consideró al instante objeto de deseo. Repentino machista, espontáneo sátiro, a quien una metamorfosis de erotismo transformaba súbitamente. El sindicalista no pudo solucionar la cuestión que Raquel planteaba, pero, sin que él mismo supiese bien cómo, logró una cita con ella para esa misma noche. Tal vez con la excusa de recabar información y poder asesorarla cuanto antes. Bueno, especulaciones aparte, ese viernes cenaron juntos, conversaron, se fueron a bailar y siguieron hablando de temas profesionales. Con discreción por ambas partes, fueron por otros derroteros: lugar de residencia, inquietudes, entorno, familia, vida pasada... Quedaron para el sábado. Se siguieron viendo casi a diario, rieron juntos, intimaron, llegaron a lo que tenían que llegar, creyeron enamorarse, decidieron llevar una vida en común y, como se suele decir, fracasaron. Sin que merezca la pena entrar en más detalles, a los cinco meses se dijeron adiós y permanecieron como amigos, si es que pueden permanecer como tales quienes se entregaron. Baste decir que la decisión fue de la bella pelirroja y que, por su parte, David, poco dado a ir de flor en flor, pese a su temperamento pasional, hubiese continuado la convivencia. Estaba a gusto, cumplía como compañero y como amante, pero a ella le faltaba algo. Quizás algo inefable y connatural con la condición humana. 

El abatimiento tuvo doblegado a Quiroga cuatro o cinco meses; parecía condenado a una soledad no deseada. Pero no; aunque largo, era un bajón transitorio. Como en otras ocasiones, se repuso plenamente y consiguió liberarse de las amorosas cuitas para centrarse nuevamente en sus quehaceres. Volvía a sonreír en la consulta en pro de la buena comunicación con sus pacientes y a pesar de las dificultades a las que día a día se enfrentaba, y retomaba su labor sindical con más fuerza si cabe. Se adentraba en el tercer año de sindicalismo, dispuesto a llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias... 

–Ya es hora de que asumas mayores responsabilidades –le dijo Demetrio, el secretario general del Sindicato–. Ocuparás la presidencia de tu sección. Luciano nos abandona; ayer me presentó su renuncia. Cuestiones personales.

Parecía agrandarse el orgullo en el holgado pecho de Quiroga. Se le presentaba una oportunidad única. Tendría más actividad, más responsabilidad, más poder de decisión. En definitiva, más posibilidades para introducir su estilo.

Mientras caminaba por el larguísimo pasillo del juzgado vizanés se proyectaba en el interior de su mente un vertiginoso filme. ¿Qué estúpido impulso lo había llevado a complicarse? Admitiendo los inconvenientes, puede que hubiese dramatizado sobre su vida laboral, sobre su digno oficio. Entraba cada mañana en su consultorio, realizaba el cotidiano papeleo, despachaba a los usuarios (casi siempre los mismos), incluso se solazaba con alguno de los que acudían menos, y se marchaba para casa, a comer, a una hora prudente, sin ataduras extras. Realmente, era un privilegiado. Otros, menos afortunados, tenían que ampliar la jornada, por necesidad o por imposición. ¡No! ¡No! ¡No! Luchaba su mente contra intromisiones inmorales. Debía pelear por los demás, olvidar todo egoísmo. Con todo, lo hacía en su propio beneficio; si el prójimo está bien, uno mismo se beneficia. ¡Tantas conversaciones para nada! ¡Tantos encuentros inútiles!... Y llamadas a deshora, y escritos baldíos, y mentiras enmascaradas. Atrás quedaban inconvenientes: alteraciones del humor, crispación, irritabilidad, insomnio, palpitaciones, arritmias, generalizado malestar, cansancio psicológico, ¡un sin vivir! Rostros abotargados, aspavientos amenazadores, respiraciones ruidosas, puñetazos en la mesa, malos modos, para que el mundo siguiese girando de la misma manera estúpida. Pensó que desvariaba. Monstruos humanizados –o humanos monstruos– le acechaban como a los alcohólicos que sufren el terrible delirio. Él no bebía como para llegar a eso.

El tercer año fue duro, muy duro, pero no lo suficientemente traumático para visionar enormes bocas con cientos de afilados dientes. Se tornaba de rojo hasta el aire. Hubiese deseado un azul celeste, o un violeta, o un verde esmeralda. Cualquier color relajante le convenía, o tan siquiera un ocre tolerable. Y en cambio todo parecía salpicado de sangre. ¿Por qué? Él no había matado, aunque más de una vez estuvo tentado. Ni siquiera engañado. No se había dejado sobornar, no era un corrupto. Más bien era un ingenuo. Incluso bueno. ¡Sí! Su conciencia estaba limpia. Era hombre honesto y no merecedor de ningún tormento. Así que debía mantener la calma y el orgullo... Y dignamente llegó al umbral del aire libre.

–¿Qué tal estás papá? –le preguntó Paula con ternura.

–¡Bien, hija! ¡Bien! –respondió él con escasa convicción–. No debes preocuparte, saldré adelante. Ya me buscaré la vida como sea.

Con un gesto entremezclado de preocupación y confianza, Paula se sumió en un inteligente silencio, impidiendo que se precipitasen las palabras que fluían tranquilas por el cauce interno. La joven tomó el puesto de conducción de su automóvil, abismada en el propio pensamiento; a la derecha iba David asido al hilo del suyo, camino de un hogar al que, en el fondo, no desearía llegar nunca... Tenía cinco años, y ya a tan tierna edad sintiera la atracción extraña. Posiblemente vio en el médico de Colindia, el pueblo de su madre, un ejemplo a seguir; tan seguro, tan respetado, tan importante. Era el menor de tres hermanos, el único varón (¡mucho le hubiese gustado haber tenido un hijo! Paula era una buena hija, pero...), y su niñez corrió dichosa. Sólo la esporádica intromisión de monstruos, como los que se le acababan de aparecer en el juzgado, anubló la adolescencia, antes de dar paso a cristalinos días de juventud. Su vocación surgió espontánea; sus padres, cariñosos y discretos, jamás lo condicionaron; bastante hicieron en su modestia con financiarle los estudios. Llegó el amanecer con el encuentro de Aurora, la misma que después lo volvería a meter en nubes borrascosas. Paula, su actual apoyo, era un arco iris de nueva luz. Don Dino, el viejo consejero, a quien echaba de menos en este trance, merecía salir a escena. Dio un salto hasta el pretérito reciente y tropezó con su último amor: Luisa. Apareció como un ángel, cuando más lo necesitaba. Ya había olvidado a Raquel, ¡qué remedio! Morena, delgada, profundos ojos negros, de belleza más serena. Le devolvía la seguridad y la energía que necesitaba. Desde entonces, con fuerza renovada, puso todavía más ahínco en su labor sindical. La amó cuanto se puede amar y alcanzó la dicha más inmensa. La dicha efímera... Fue precisamente en Colindia, en ese aparente paraíso de sosiego, donde la magia se truncó. Iba a presentársela a su madre cuando aquel loco motorizado la privó para siempre del aliento. Los ojos de David se humedecían al evocarla, testificando que, por haches o por bes, todo tiene su fin. Pero la vida tenía que seguir, y ese último obstáculo también hubo de superarlo... ¿Y ahora, sin trabajo? Le daba igual; el futuro debía ganarlo a pulso, por propia iniciativa, sin intermediarios, sin depender de terceros, confiando en uno mismo.

Ya en casa, cesó la atropellada rememoración. Volvió a ver monstruos en las paredes, de crestas imponentes, colas poderosas, ojos de fuego y bocas insaciables, enormes como cráteres. Casi estaba dispuesto a dejarse devorar, consciente de que sería inútil huir hacia ninguna parte. Enseguida recuperó la entereza, sacó fuerzas y se dispuso a comer algo para no perderlas; comer o ser comido, he ahí la cuestión. Y siguió remembrando la causa decisiva de sus negras circunstancias... ¿Cómo que las autoridades eran intocables? ¿Cómo que nadie podía oponerse a sus propósitos? ¿En una democracia? ¡Vamos! Él fue el principal instigador, a salvaguarda de amenazas, al amparo de intrigas, libre de temores. Convenció a los compañeros del Sindicato Profesional para declarar la huelga. El descontento era generalizado, el malestar creciente, la situación límite. Sólo bastaba mover un dedo y la movilización sería masiva. Con el éxito por descontado, la victoria aguardaba a la vuelta de la esquina. Llegó el momento, la hora decisiva... E incomprensiblemente pocos acudieron a la cita. ¡No es posible!, se dijo y se dijeron los compañeros. ¡Indecencia! ¡Cobardía! ¡Traición!... ¡Putada! Las autoridades aprovecharon la coyuntura para reclamar la ilegalidad de la convocatoria, basándose en intrincadas cuestiones técnicas (en contra de lo que aseguraba el juez, la legislación era descaradamente opaca). Quedaban unos pocos corderos, miserables, a merced de lobos sin entrañas, y, medrosos, presentaron sus excusas más rastreras, suplicando clemencia a los devoradores. A la postre, obtendrían el perdón condicionado. Un pequeño castigo, una multa asumible, una merma de derechos que no fuese excesiva, era admisible por todos. Por todos... excepto por él. El doctor Quiroga no daría su brazo a torcer, ni se dejaría subyugar sin más. ¡Antes la muerte!, aunque parezca exageración. No fue el patíbulo, pero en cierto modo fue su ejecución; la imposibilidad de ganarse el pan, la muerte en vida. ¿Qué podría hacer? ¿Echarse a la calle con su guitarra, rasguearla y canturrear como los bohemios ambulantes? ¿Solicitar ayuda a cualquier organización independiente y caritativa? ¿Implorar misericordia a la Iglesia? ¿Pedir sin vergüenza? ¿Robar con atrevimiento? Para desesperar, hundirse o estallar. Bastaba ponerse la soga al cuello, echarse al vacío o, lo más fácil en su caso, una inyección letal. O, por el contrario, tomar un apropiado cuchillo, hacerse con una pistola o una bomba de mano y llevarse por delante a cualquier dignatario. Resignarse o, vengativo, desahogarse. Al final se impuso el sabio consejo de don Dino: nada merece la total entrega.

En el crepúsculo, Vizana seguía hermoseando. El dorado fulgor del horizonte, en ese bello extremo occidental, proporcionaba tal encanto y misterio a las colinas (¡lomos de dinosaurios dormidos!, dijo alguien) que rodean la lujuriante bahía, que afloraban los mejores pensamientos. No era un día propicio para actos de violencia, aunque ésta, caprichosa, suela desentenderse de la meteorología; dormían los monstruos, plácidamente. Lo era, en cambio, para entornar los ojos, dejar sentir la brisa acariciante y escuchar el murmullo aquietante de las olas. Para refugiarse en los adentros, recrearse en la belleza y soñar con otro sol. Para seguir soñando sin su digno oficio.

[2004, abr. Lejos del desaliento]

Una vida de héroe, Richard Strauss
(IV. Campo de batalla del héroe y V. Las obras de paz del héroe)

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