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martes, 27 de enero de 2009

La música tradicional en nuestro tiempo


Portando el espíritu de los ancestros, nuevos músicos recogen el testigo de padres y abuelos, revalorizando la música tradicional o, mejor, las músicas tradicionales, para no dejar en el olvido tanta maravilla sonora. Reproducidas en instrumentos originales, a veces con añadidos que aportan riqueza expresiva sin adulterar las bases melódicas y rítmicas, permiten deleitarnos con grandes tesoros melódicos, propios y de otras culturas, menos extrañas con el transcurrir de los tiempos. Cierto que muchos compositores de formación clásica elaboraron complejas partituras, en lo armónico y contrapuntístico, inspiradas en elementos folklóricos (pensemos en los compositores rusos del siglo XIX), pero estamos refiriéndonos a la música folklórica reproducida en estado “puro” por agrupaciones instrumentales y/o vocales tradicionales. O en todo caso, a música de raíz folklórica. No obstante, me permito la licencia de englobar en la música tradicional algunas músicas urbanas que han arraigado y adquirido la calificación de étnicas.

La denominada música celta, aun cuestionando la legitimidad del término, identifica a los países de ese ámbito: Irlanda, Escocia, Bretaña, Galicia y otros. Danzas populares como la giga o la muiñeira forman parte de una tradición genéricamente celta que, sin embargo, no se circunscribe a su territorio de origen. Esta música fue ampliamente difundida, en especial durante la década de 1990, y músicos de la otra orilla atlántica han experimentando con sus líneas esenciales. Y si no siempre las piezas interpretadas son tradicionales, el respeto por las pautas de la tradición suele ser la constante.

El flamenco tiene un espacio reconocido por su riqueza y hondura. Universalmente difundido –y mal entendido durante mucho tiempo por comunidades vecinas a su ámbito–, transmite un sentir, sencillo y hondo a un tiempo, nacido en lo popular y marginal, en una mixtura étnica de árabes, judíos, cristianos y gitanos, de los que estos últimos fueron principales difusores. Y esa música colectiva y anónima, como toda la tradicional o folklórica, se fue poco a poco individualizando y personalizando. Guitarra –o “toque”– y cante como fundamentos, y baile como exaltación estética, para erigir los diversos “palos”: soleá, seguiriya, bulerías...

¿Qué decir del fado portugués, un signo de identidad de la cultura del país vecino? Para no variar, su origen está poco esclarecido. Se le atribuye una procedencia afro-brasileira, árabe o incluso provenzal, pero posiblemente sea una síntesis de una evolución secular de todas las influencias musicales que afectaron al pueblo de Lisboa y que convergieron en esta expresión sonora nacida de la marginalidad (como el tango o el rebético griego), cuya etimología es el “fatum”. Pero, aunque la desesperanza frente al implacable destino envuelve de tristura los cantares, a veces el fado no es ni alegre ni triste.

El esplendor de la música cubana, expresión del mestizaje afro-hispano, nos ha ido llegando de la mano de viejos soneros, afortunadamente redescubiertos antes de la hora de marchar con sus ritmos hacia la misteriosa dimensión. Otros con más futuro no se duermen en los laureles y mantienen viva la llama de la “cubanía”. Son montuno, danzón, rumba, guajira, guaracha, bolero... se suceden en los temas de siempre, en un fluir inacabable.

Otra gran referencia iberoamericana es la música brasileña. En Brasil, el choro –derivado del Fado portugués– y el ritmo de samba condujeron a la Bossa-Nova, un nuevo sentir musical relativamente reciente y ya un “clásico” de lo popular que identifica una comunidad. La Bossa-Nova parece fundir el colorido tropical y el desenfreno del carnaval con la más profunda saudade, en un remanso de paz hecho de sensualidad. La música brasileira ha alcanzado un rango de universalidad bajo la denominación de Música Popular Brasileña (MPB), término que podría inducir a confusión, al ser urbana y no rural, no propiamente popular o tradicional (ver "Preludio musical: Sonoridades”).

Nuestra relación con el referido continente americano nos obliga a resaltar otras músicas, de orígenes difusos en la mistura de ritmos ibéricos con otros europeos, nativos y africanos. Por ejemplo, la cumbia, nacida en Colombia y trasladada a México, como danza bien conocida. Y por supuesto el tango rioplatense, argentino y uruguayo, de Buenos Aires y Montevideo, que además de danza es un lamento urbano nacido en los arrabales, generalmente expresado en cuidados textos arropados por guitarra y bandoneón. El tango, engendrado en las dificultades suburbiales, identifica tanto a una comunidad que, sin la condición de rural, podemos considerarlo étnico. Lo que no ha impedido su aceptación en países tan lejanos, física y culturalmente, como Finlandia, donde ha surgido un tango propio.

No nos son extrañas otras músicas tradicionales, como el rebético griego (comparable a fado y tango), la canzone napolitana, la czarda húngara o los cantos del Tirol (jodler), que guardamos mayoritariamente en la memoria a través del cine, un modo imaginario de viajar. Desde hace unos años, la música africana –si es lícito englobar bajo este epígrafe la diversidad del África negra– se ha ido introduciendo en Europa; ya se ha puesto de manifiesto su influencia en el desarrollo de la música americana. No hemos de olvidar tampoco la riqueza sonora de la música árabe. Ni la importancia de la música asiática, otra generalización vana para áreas geográficas que abruman por su inmensidad territorial, como India o China; su vastedad presagia sonoridades diversas. Exponer las peculiaridades de tantos grupos humanos y referir personalidades significativas requiere artículos específicos y autores especializados.

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