Golpearon a la puerta; eran las tres de la madrugada. Los toques de llamada se hacían cada vez más intensos, y el doctor Eive se despertó sobresaltado. Si algo grato estaba soñando, desapareció sin dejar huella. Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó enseguida, se puso la bata de casa, miró en silencio a su mujer y bajó con rapidez. Su abnegada vocación asumía la molestia que supone la interrupción del sueño nocturno. Al abrir, y tras recibir una ráfaga de frío aire invernal, reconoció a Antonio y Luisa, dos jóvenes vecinos del pueblo. Traían a alguien que parecía estar semiinconsciente, agarrándolo ambos de cada lado y soportando su ligera anatomía. Ligera por la delgadez de su cuerpo, que por otro lado era bastante alargado. Estaba vestido con una túnica y con la cabeza cubierta por una capucha, todo de color negro, de arriba abajo. E iba descalzo, dando así con sus pies la única muestra de desnudez.
–¡Buenas noches! ¿Qué ha sucedido? –preguntó con voz ronca.
–¡Buenas noches, don Matías! –respondió Antonio con evidente nerviosismo. Encontramos a este hombre en el monte, echado boca arriba bajo un castaño. No dice nada, aunque parece que respira. No lo conocemos.
Con cara de preocupación, el doctor Eive les indicó dirigirse hacia el consultorio, al que conducía un corto pasillo desde el recibidor de la casa. Era la típica casa del médico rural, que servía de vivienda y de lugar de consulta. Con la ayuda de los jóvenes, el galeno echó al paciente sobre la camilla para proceder a su exploración. Se trataba de un individuo muy alto y en extremo delgado, todo huesos, casi esquelético; y bajo la luz artificial, impactaba el tono verdoso de su piel.
–¿Podemos irnos, don Matías? –dijo Luisa. A esas horas su familia andaría preocupada; acaso como la de Antonio, su novio. Se habían tropezado por casualidad con aquel hombre oscuro ya sobrepasada la medianoche, después de reír y gozar. Se retrasaron tratando de reanimarlo. Y aún se demoraron arrastrando su cuerpo hasta el coche, un pequeño utilitario, en el que se habían desplazado hasta esa zona despoblada para tener un poco de intimidad y entregarse al juego amoroso que cualquiera puede suponer.
–No os preocupéis, marcharos; ya me ocupo yo de este hombre. Voy a avisar a Carmelo, el practicante, para que me eche una mano; y, si es preciso, avisaré también a la Guardia Civil, por si hay que incoar algún trámite judicial. Es lo que se suele hacer cuando se sospechan signos de violencia. Vosotros id tranquilos. Pero antes, sacadme de una duda. ¿Estaba solo? ¿No visteis a nadie más por allí?
Los dos jóvenes cruzaron sus miradas y Antonio acabó por responder:
–Escuchamos crujidos, como pasos de gente sobre la hierba. O de animales, porque estaba todo tan oscuro que no se podía ver nada. La verdad, tampoco fuimos a comprobar. No sé si por descuido o… por miedo.
–Por un momento –dijo Luisa–, yo pensé que eran personas marchando en dos filas, como en esas comitivas de las que hablan los viejos. Ya sabe, supersticiones.
La pareja de enamorados se despidió, y el doctor Eive continuó con su exploración física. El paciente respiraba y su corazón latía, aunque con ritmo demasiado lento. La auscultación revelaba un corazón debilitado y unos bronquios reacios a la entrada de aire. Su rostro, cetrino y arrugado, recordaba a las momias egipcias. Sin embargo, también se asemejaba al del viejo Tiburcio, fumador empedernido, que falleciera consumido por un cáncer de pulmón un año antes. Eso podía casar con los signos auscultatorios típicos de un bronquítico crónico. No respondía a estímulos, y las pupilas dilatadas –bajo párpados coriáceos– eran anuncio de exitus. Necesitaba oxígeno. Tal vez ya no valiese ninguna medida reanimadora, física o química; precisaba la ayuda de Asclepio y Panacea.
Matías Eive estaba desconcertado. Iba a llamar a Carmelo y reparó en las últimas palabras de Luisa. Siendo hombre de ciencia, negador de todo lo que girase en torno al ocultismo, pasaron por su cabeza imágenes de la mítica Santa Compaña, la legendaria comitiva de almas en pena vagando en una noche fría y brumosa, como la de ese invierno, anunciando un próximo óbito. Creía incluso escuchar una música lenta y solemne, en tono menor, a modo de marcha fúnebre. Su abuela materna, una verdadera cuentacuentos, le aseguraba de niño que su existencia era cierta.
No podía ser… ¿O sí? El experimentado médico rural tenía sus dudas.
Y al comenzar a marcar el número telefónico, comprobó que aquel cuerpo humano que yacía sobre la camilla de exploración, en decúbito supino, comenzaba a diluirse en su limitado espacio. Le parecía estar contemplando un espectro. Dejó el teléfono y llevó sus manos hacia el paciente; la izquierda sobre el pecho y la derecha sobre el abdomen. Pero, por un tris, no llegó a tiempo de palpar de nuevo al extraño y, a la vez, familiar ser. Solo se encontró con la sábana blanca que cubría la camilla.
Parecía una broma o un truco de prestidigitador.
La habitual incertidumbre médica se convertía ahora en absoluta confusión.
Sus manos, temblorosas y húmedas por un sudor frío, se juntaron como en una súplica. «¡Que no sea yo!», rogaba en silencio. Era la actitud de quien no cree en meigas, pero por si acaso. Y como su rechazo no conseguía aplacar su temor, su pensamiento se extendió hacia la joven pareja. Sí, también estaba implicada, y supuestamente más que su propia persona; ellos habían sido los primeros en toparse con el desconocido, que tanto se parecía a Tiburcio. A éste lo había tratado, le recomendara tratamientos y lo animara a dejar de fumar, por desgracia sin éxito. No podía asegurar la satisfacción del doliente, pero siempre le había aplicado lo mejor de su conocimiento y su buena voluntad. Si ahora era un miembro de la procesión de la muerte, él podía ser su víctima propiciatoria. Pensándolo bien, los jóvenes enamorados no eran merecedores de una condena prematura; en su relativa inocencia, tenían toda una vida por delante. Se enternecía con esta idea. Aunque si tuviese que elegir, su natural generosidad se vería muy debilitada.
De pronto, comenzó a reír como un loco y a negar de modo repetitivo.
¡Qué enorme desconsuelo!
La lucha del doctor Eive continuó durante unos minutos (parecía un martirio autoimpuesto), mientras su mujer dormía, ajena a su desventura. Hasta quedarse igualmente dormido, en un largo y profundo sueño, libre de ensoñaciones.
Un médico de familia expresaba su sorpresa en un foro por una cuestión laboral que repercutía en la seguridad de los pacientes. No podía entender que se enviase personal sanitario a un puesto de trabajo (en el sistema público de salud), cuyo funcionamiento desconocía, sin preparación previa. Y salían a relucir dos aspectos: la responsabilidad de la empresa –contratador– y el interés del trabajador.
El asunto me hizo llevar la mirada muy atrás... La primera vez que me enfrentaba a una consulta de medicina general, me cargaron de talonarios de recetas, P10 (antiguos volantes de interconsulta) y demás papeles, y me dijeron sin más: «¡Hala!, ya puedes empezar». Y me fui al lugar de destino cariacontecido. Por cierto, maletín, fonendo, tensiómetro y demás material por cuenta propia.
En fin, una dejadez habitual, tradicional, histórica, que se compensa –o se trata de compensar– con la buena voluntad del profesional, sea médico, enfermero o auxiliar sanitario, quien tratará días antes de que otros compañeros le informen de todo. Así ha sido ido siempre y así sigue siendo. This is Spain!
El sacrificio (de La consagración de la primavera), Stravinsky
Estaba viéndolo y me negaba a creerlo. Cientos de individuos acudían a diario a la cita que les brindaba el sofisticado entramado sanitario
establecido en la sociedad ultramoderna. Mujeres y hombres, con sus miserias, entraban en cada una de
las salas que albergaba el complejo edificio y, en breve, salían libres de las cargas con
que habían llegado. «¡Qué alivio! Es un doctor un poco serio, pero diligente»,
pronunciaba satisfecho un anónimo mortal cualquiera. «¡El siguiente!», ordenaba la voz inherente al
formidable androide. Y las gentes con sus achaques abrían tímidamente la puerta de la salita donde nacía
el metálico sonido, haciendo un uso forzado de los obligados ademanes de cortesía, según
procediera, en inequívoca actitud sumisa. «¡Buenos/as días/tardes/noches!», invitaba el fabuloso logro de
la ciencia a tomar asiento a su cliente, y éste refería el motivo de salud que lo había llevado allí. «Pues
yo, con su permiso, venía porque...», contaba su problema el afectado por cualquier dolencia. Tras el
primer contacto, ya iniciada la entrevista clínica, hombres y mujeres variaban la
expresión de sus rostros. Manifestaban su estado anímico, incluso con emotivos aspavientos,
olvidándose de la inhumanidad del artefacto electromecánico, su impasible interlocutor. Trataban de motivarlo con alternancia de gestos y variada entonación, pero el
singular médico –llamémoslo así por aproximación– sólo registraba la significación científica del
lenguaje vulgar que cada uno le transfería. Aunque podía ordenar frases entrecortadas, mal hilvanabas o
confusas, el tono y el énfasis que se pusiera al hablar le eran ajenos. Nadie se daba cuenta de la realidad;
o más bien, todos preferían negar lo evidente. Ávidos de consuelo, no advertían la inhumanidad del
robot y se apasionaban.
«El dolor es insoportable, no me deja dormir. ¡Si usted supiera...!»
«Desde que tuve el tercer hijo las varices van a más. ¡Qué pesadez de piernas! ¡Y qué hinchadas
están! Parecen como las de ese animal extinguido…, el elefante.»
«Tengo el cuello muy inflamado. ¡Toque, toque usted y compruébelo!»
Todos relataban su sintomatología de manera emocionada, de forma humana, en un ambiente de corrección. Nada de malos modos.
Cuarenta años atrás, las facultades y centros de formación sanitaria se habían clausurado,
considerándose innecesarios desde el momento en que eficaces artilugios venían a resolver el problema
del error humano. Emitían diagnósticos infalibles y, además, al no dejarse influir por el sufrimiento,
eludían el pernicioso efecto de la sensiblería. Las peculiares máquinas imponían su rigor inexorable y su
absoluta eficiencia. En los quirófanos eran soberbias: ni un movimiento de más o de menos, ni una falsa
maniobra, ni el más mínimo desperdicio de material. Contar con los suficientes recursos médicos-
máquina suponía un gran desembolso económico, que el Estado Integral había previsto amortizar
ahorrando gastos de personal (bastaba el mínimo para mantenimiento) e imponiendo la obligatoriedad de
pago por cada servicio. En breve se hicieron patentes las ventajas, al menos para los promotores de tal
revolución sanitaria, empresarios que tomaron un indecoroso cauce político y consiguieron el mando. Hallaron el modo de evitar conflictos laborales y de llenarse los bolsillos. Las voces discrepantes fueron acalladas y al vulgo, confiado y manipulable, le hicieron
creer que el cambio les favorecía.
¡Qué maravilla! Ciencia ficción hecha realidad. Una simple recopilación de datos que el paciente
suministraba, seguida de una exploración rápida y nada molesta. No manos frías ni calientes. Ni sucio contacto. Ni groserías. El galeno modernísimo empleaba elementos accesorios controlados, ¡cómo
no!, por ordenador. Pero no por un ordenador corriente, sino por el ultimísimo superordenador de ese tiempo futuro, con una funcionalidad
inimaginable. Si el cerebro cibernético lo consideraba preciso, se procedía a ulteriores investigaciones
más profundas, realizadas por otros módulos. Todo el procedimiento en el mismo lugar, sin necesidad de
molestos desplazamientos. Se evitaban trámites y se ahorraba tiempo. Y lo más importante: no se
cometían errores. Elaborado su raudo diagnóstico, el Dr. X (en concreto una combinación de letras y
números) se lo hacía saber al interesado sin circunloquios, sin piedad: «¡Infarto de
miocardio!» «¡Leucemia!» «¡Cáncer de laringe!»…
Si el paciente lo sabía encajar, se resignaba. De lo contrario, desbordado su ánimo, se fraguaban
en el interior los conflictos de antaño: irritabilidad, insomnio, angustia, depresión, silencioso clamor...
Incluso surgían intenciones suicidas que, como otras debilidades humanas, se creían superadas. Parece
razonable que ante problemas banales se infieran soluciones triviales, pero cuestiones trascendentales
tratadas a la ligera, con la extrema contundencia y frialdad con que lo hacían los médicos sin alma,
tenían que abocar en consecuencias fatales. Las implacables palabras vertidas por los
armazones de metal y plástico llegaban de vez en cuando como dardos mortíferos a los infortunados, sin
que tales eventualidades fuesen valoradas. ¿Acaso los beneficios que reportaban no compensaban con
creces unos pocos casos de insatisfacción, desavenencia o tirantez en la relación máquina-enfermo? Las
máquinas demostraban su eficacia, no fallaban salvo avería, estaban preparadas para no decir una
palabra de más y si su lenguaje metálico carecía de escrúpulos era lo de menos. Por otra parte, no eran
todas iguales. Según la categoría del centro hospitalario –si merece tal denominación un establecimiento mecanizado en su totalidad– y la relevancia de la ciudad en la que se ubicaban, diferían en refinamiento.
Unas desempeñaban una función exclusiva en un campo concreto de la medicina, como máquinas
«especialistas», entre las que había unas cuantas ultraespecializadas que afinaban al máximo. Otras
almacenaban todo conocimiento médico básico, como máquinas «de cabecera». Las había lentas en sus
procedimientos, adecuadas para individuos sin prisas, y más diligentes, requeridas por los más ocupados.
Sin embargo, coincidían en su esencia: ignoraban el ámbito de la esfera psíquica.
El revolucionario método, uno de los principales logros del Estado Integral, parecía marchar bien
hasta que, contraviniendo lo dispuesto, acabó por imponerse una mayoría de rostros sin sonrisa.
Comenzaba a pagarse un patético tributo a aquella rigidez impuesta. Las comisuras labiales, que
descendían oblicuas, definían el semblante del ciudadano medio, dibujaban inequívocamente su
estado de aflicción extrema. Ya sólo sonreían los promotores del invento, y en estos no había regocijo
sino mueca. Por un rigor de pensamiento que no admitía desviaciones de la pura lógica, se negaba que
prevaleciesen individuos aquejados de males psicosomáticos sobre los dolientes de patologías orgánicas
concretas, y los indiferentes armatostes no entraban en debates (no estaban programadas para
polemizar). Cuando la máquina no vislumbraba trastorno corporal (depresión o ansiedad eran conceptos
no computados; las cuestiones inherentes al sexo se descartaban por la subjetividad insalvable), emitía
una conclusión lacónica: «¡Nada!». Entonces el consultante languidecía y, desmoronado en su fuero
interno, se iba turbado, pensando que había hecho el idiota. «Si dice que no hay enfermedad, no ha de
haberla», manifestaba cualquier individuo de la mayoría convencida de la infalibilidad de la técnica.
«Pero yo me encuentro mal...», decía cualquier víctima de esa mayoría o de la minoría escéptica cuando
sufría sin recibir consuelo. Se daba por hecho que los monstruos electrónicos no erraban, y si concluían
que nada había, nada cabía aplicar como terapia ni existía motivo para sentirse víctima de una mala
atención. ¡Impensable en el automatizado y bien programado sistema! Nadie podía –ni debía– dar explicación a quienes creían tener un padecimiento y las máquinas eludían. Habrían de resignarse o,
como mucho, desahogarse con familiares o amigos comunicándoles su desconcierto. Ellos, como
ciudadanos ejemplares, se encargarían de reconducirlos al buen camino.
«¡Ánimo! ¡Que el Dr. BF21 es un cielo! Lo que dice es irrefutable», alentaba uno cualquiera de esos crédulos, libre hasta la fecha de padecimientos.
Podría decirse otro tanto de la «atractiva» Dra. RW69. Los sanitarios androides estaban en apariencia sexuados, y más de un humano, varón o fémina, se había enamorado estúpidamente de las rectas y los
ángulos de alguno de ellos. Que el amor ciego llegase a esos extremos suponía una peligrosa desviación del
adecuado rumbo. El engañoso progreso avanzaba hacia una absurda simbiosis hombres-máquinas.
Siendo inconcebible que elementos inorgánicos pudiesen sacar provecho de tan extravagante asociación,
casi llegaron a tomar ventaja sobre sus racionales creadores, cuyas áreas cerebrales vinculadas al espíritu
tendían a atrofiarse. Casi. Porque todo despropósito siempre ha de toparse con el límite que lo
ridiculice…
***
Oportunamente, la campanilla me sustrajo del dramatismo del folletín futurista. ¡Menos mal!
Restregué los ojos, distendí los músculos, acaricié las sienes y desemboté el entendimiento. Encendí la
radio y, desde el momento en que por la radio sonaban los primeros acordes de la Quinta Sinfonía de
Beethoven, esos golpes del destino tan conocidos, comencé a construir un final conveniente.
Continuó
girando la imparable rueda del tiempo, se reconciliaron intelecto y sentimientos, se advirtieron los
dislates, se disiparon algunas dudas terrenas, se impuso el menos común de los sentidos y la humildad
coronó los superiores cerebros. Los dirigentes, dejándose aconsejar por las mentes más despiertas,
trataron de encontrar el justo medio. Y el mundo se fue acercando al apaciguador equilibrio sólo con
distanciarse de pretéritos preceptos.
Después de este arreglo, sorbí lo último del café matutino y
permanecí un rato recostado en el sofá del comedor. ¡Qué relax! Hasta me alegraba de la turbia
realidad, sin duda mejor que la imaginada. Dirigí la atención a las manecillas giratorias y comprobé que
debía erguir, sin dilación, mi perezosa anatomía. La cotidiana consulta me aguardaba. Sería mi voz, la
humana voz del doctor Lorenzo Abré la que se fundiera con otras voces semejantes. Aunque me exponía
a la incertidumbre y al inevitable error, también había lugar para las vivificantes emociones. Salí con los
primeros rayos del alba, cargado de alegría y entusiasmo. Llegué a mi puesto de trabajo y encendí el
ordenador para dar comienzo a la actividad asistencial de la jornada. Pero, para mi sorpresa, no podía
acceder a mi agenda de pacientes; un bloqueo informático me lo impedía. Pensé que soñaba otra vez: ¡no
podía creer lo que leía! Un mensaje urgente, que llenaba la pantalla en un rojo destellante,
cambiaba mi fortuna y desmoronaba mi ideario en un segundo.
–––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––
Dr. Abré:
Ha sido cesado. Su puesto será ocupado por la Dra. ZW04. Cuando quiera puede pasar a
cobrar su finiquito. Le deseamos suerte.
Traigo el escrito de despedida de Juan Manuel Jiménez Muñoz a Jesús Candel «Spiriman», el homenaje de un médico vivo a otro que acaba de fallecer.
Por mi parte, he añadido este breve comentario:
Hombre apasionado, polémico y sencillamente humano. Quiso despertar conciencias que todavía siguen dormidas. Con sus excesos y errores, ha sido ejemplo de lucha sanitaria.
Siento su muerte. D. E. P.
Al veterano Rodrigo Gamboa lo persiguen pensamientos capitales. Cree que la felicidad se encierra en la
plenitud de un instante, en esos trozos efímeros de existencia despojados del yugo de la conciencia,
libres los hombros de toda pesada carga. El alpinista que corona la cumbre, el atleta vencedor, el amante satisfecho o,
sin más, quien se detiene a contemplar la belleza del crepúsculo, escucha el rumor del mar o aspira
un penetrante aroma, experimenta esa inefable sensación del placer infinito que ha de fugarse, sin
remedio, cuando lo cotidiano y vulgar se encargue de devolver a la cruda realidad al inocente soñador,
que aguardará, locamente esperanzado, el retorno de otro soplo irrepetible. Convencido está de ello.
Casado, dos hijos con independencia, mujer de costumbres ajena a su sensibilidad de artista irrealizado,
vislumbrara hermosos campos de futuro y, llegado el tiempo de hollarlos, no pudo impedir que sus pies
se hundieran en el cieno más ingrato. Cercenadas las alas, condenado a la monotonía
burocrática, solo ante el peligro de la asistencia masificada, como un Campeador frente al desencanto y
la resignación, es capaz de sonreír. Tanto había proyectado, tanta belleza soñado, que trocó su alegre
sentir en pesimismo de fondo; en cualquier caso, ha impedido, felizmente, que se marchitase el ramillete
humorístico que corona a todo hombre bueno. Y con espíritu entreverado, gozoso-taciturno, acude cada mañana al
consultorio, o mejor, claustrofóbico edificio que el sistema sanitario público le brinda.
–¡Buenos días! –saluda repetidamente con voz grave al atravesar, atento y parsimonioso, la macrosala
atestada de impacientes pacientes.
–¡¡¡Buenos días!!! –asienten los concurrentes, en repetitivo contrapunto, aunque la lluvia los
contradiga con sonoridad tras los cristales.
Son personas diversas, hombres y mujeres, jóvenes, adultos y, sobre todo, viejos.
Al traspasar el umbral del consultorio, el doctor Gamboa deja tras de sí un general murmullo, un
familiar zumbido que nunca ha podido desentrañar. Piensa: «¿Qué dirán?». Y se responde: «¡Qué más
da!». Sin dilación, ordena papeles, cambia americana gris por bata blanca, respira hondo el viciado aire del entorno, se transmuta y, resignado, se dispone a capear los ochenta y cinco casos
que le aguardan. Sintiéndose un profesional honesto y capaz, comprometido y prudente, se reafirma
pesaroso: «Sin orden asistencial, imposible controlar la demanda».
–¡El primero! –ordena don Rodrigo.
–¡No está! –suena una voz, tras una breve pausa de expectación, con explosiva rotundidad–. Voy a
entrar yo, que tengo el número dos.
–Bien, entonces ¡pase usted! –él consiente, sin dejar de rastrear con la mirada para cerciorarse de que
el primero no hace acto de presencia; no quiere reclamaciones.
–¡Buenas, doctor! Yo venía por varias cosas… Por un dolor que tengo en el brazo derecho, por un
picor en la pierna izquierda, por unas molestias en este lado de la cabeza –señala la sien con el dedo
índice–, para que me dé un volante para el ginecólogo y, de paso, para que me haga estas cinco recetitas.
Gamboa está acostumbrado a que pacientes como la señora Manuela Polime le vengan
con múltiples cuestiones en una misma sesión. Después de tantos años de actividad profesional, aún no
ha conseguido la capacidad de evasión de otros colegas. Por su mente pasan turbias imágenes, ideas que
no llegan a concretarse e inconfesables intenciones. Centra su intelecto y afronta con valentía la
situación.
–Así que le duele el brazo derecho… –reafirma lo dicho por la paciente, al tiempo que va cubriendo
el volante solicitado (a la manera clásica, preinformática), para ganar eso mismo y escribiendo las
recetas, que son nueve y no cinco–. Ya le he explicado que el dolor del brazo deriva de su
problema de cervicales y que el picor de la pierna se debe a las varices. Con respecto a la cefalea...
Aquí, la señora Polime enarca el entrecejo y pregunta con estupor:
–¿Que qué? ¿Cefaaalea?
–Me refiero a su dolor de cabeza, a su jaqueca, a su migraña. Su problema es crónico y debe afrontarlo como tal. También le he comunicado, de palabra y por escrito, las
medidas adecuadas para aliviar el dolor, los alimentos que debe evitar y los analgésicos más eficaces. ¿O
ya no se acuerda?
–No recuerdo nada de eso –dice la «enferma» recalcitrante con gesto de
ofuscación y un tono singular, mezcla de despiste, insolencia, reproche y mezquindad, alcanzando un
sistema auditivo que de nada se sorprende.
A estas alturas, el interlocutor prefiere callar para no enturbiar la relación con la sexagenaria y asidua
paciente, portadora de infinidad de síntomas psicosomáticos. Procura escuchar con atención y ser
empático, pero las circunstancias lo superan. Siente un gran alivio cuando por fin se va la mujer, sin haber asimilado, como de costumbre,
las argumentaciones del doctor Gamboa. Marchando con un porte de suficiencia, los oídos de la señora
Polime son ajenos a las exclamaciones de protesta que emiten los de afuera por la tardanza.
Es el turno del tercero, que avanza lento por mor de una evidente cojera.
–¡Aquí vengo yo, doctor Gamboa! Tiene que perdonar, pero es que no puedo ir más aprisa. Le ruego
que tenga paciencia con este viejo carcamal.
–No se preocupe. ¡Permítame que le ayude!
El médico coge de la axila al anciano y logra, no sin dificultad, que tome asiento. Ninguno de los
presentes está para echar una mano.
–Bien, pues ¡usted dirá, señor Mariano!
–Tendría que decirle tantas cosas, don Rodrigo, que no sabría por dónde empezar. Son tantos los
achaques que me han enviado desde lo alto...
–Si no le importa, señor Mariano, ¡vaya al grano! Debe darse cuenta de que hay más de ochenta
personas aguardando –al decir la cifra, Gamboa casi se marea–. A ver, dígame, ¿cuál es la cuestión que
le ha traído hoy aquí?
–La cuestión es... ¿Cómo decirle?... ¡Voy a hablarle de hombre a hombre! Yo, hasta hace dos
semanas cumplía todos los días con el deber del matrimonio, pero... ¡no sé que ha podido pasar! Ahora la
cosa no funciona igual que antes.
–Pero ¿qué edad tiene usted, Mariano?
–Para abril, Dios mediante, los setenta y nueve.
–¿Y no cree que no está ya para mucho trote?
–¡Oiga! ¿Acaso me está llamando viejo?
–¡No, no! Si viejo, viejo, no es.
–¡Ah, bueno! Pues deme algo que me resuelva este problema.
Estupefacto, el doctor Gamboa vacila sin saber qué darle a este buen hombre, a este carcamal que se
quita años, que va camino de los ochenta y dos, según puede comprobar en su documentación,
apesadumbrado por la mengua de su virilidad. Sabe que no existe nada eficaz (nos hallamos en época
previa a la de decisivos logros en el tratamiento de la disfunción eréctil), pero no ignora que la fe
mueve montañas, que el poder de la mente puede obrar milagros. De modo que accede a los
ruegos de Mariano y, de forma compasiva, le prescribe un reconstituyente.
–¿Y cree que esto será suficiente, don Rodrigo?
–Bueno... Ponga algo de su parte –lo anima Gamboa sin mucho convencimiento– y tal vez acabe
sintiéndose como hace veinte años. ¡Qué digo!, como hace cuarenta o cincuenta. Y cómase unas
ostras o una langosta; se asombrará de los resultados.
El galeno ayuda al joven anciano a abandonar la estancia y, después de un profundo suspiro,
avisa al siguiente de la interminable lista.
La lluvia continúa tamborileando en los sufridos cristales...
–Yo es la primera vez que vengo a su consulta –le dice la madura y pintarrajeada mujer–. Mi nombre
es Lucinda Linares del Pomodoro. Me han hablado muy bien de usted, por eso he cambiado de facultativo.
Antes me pertenecía el doctor Navizo, pero no nos entendíamos. Quiero decir que no comprendía mis conflictos internos.
Al llegar a este punto, don Rodrigo siente en pleno mes de febrero el sopor de una calurosa tarde de
verano; en medio de un páramo desierto, sudoroso y sediento, camina desnortado sin alcanzar una
sombra. Delira por la mañanita que se le está viniendo encima, mientras soporta con firmeza el flagelante
relato de la dama.
–Le diré que sufro con frecuencia crisis de angustia, siempre acompañadas de depresión, y no
puedo conciliar el sueño ni con las pastillas más fuertes. He probado los ansiolíticos D, O y L, los
antidepresivos T, P y F y los hipnóticos H, S y Z, además de las infusiones de tojo, tamarindo y
calabacín. Pero nada... Ya no sabía qué hacer, cuando mi amiga Luzdivina Robles me aconsejó:
«¡Cámbiate para mi médico, el doctor Gamboa, que es una joya! Es tan humano y comprensivo que se
diría que es un santo».
«Un santo no, ¡un tonto!», se dice el admirado al recibir esta perorata, capaz de aniquilar al psiquiatra
de más aguante. Claro que, como le confesó un avezado profesional de la mente a un discípulo, medio en
broma, medio en serio, después de escuchar ambos un relato aplastante tras el cual el maestro mantenía
la entereza y el pupilo quedaba derrumbado, «para sobrevivir al estruendo de la tormenta hay que taparse
de vez en cuando los oídos.» Y Gamboa sabe aplicarse la recomendación.
–Señora Linares del…, se va a tomar un comprimido de estos con el desayuno y otro con la cena –le
recomienda con tono complaciente, al tiempo que anota el nombre de un complejo vitamínico, agotado
ya el arsenal terapéutico del campo en cuestión y confiando en el efecto placebo–. Después de unos días
se sentirá de maravilla.
–¿Y no tiene efectos secundarios ni contraindicaciones? –indaga con aire expectante y de
preocupación la altanera mujer, que de manera milagrosa ha sobrevivido hasta el momento a todo el
abecedario farmacológico.
–Aunque parezca mentira, ¡ninguno! –proclama Gamboa con contundencia, con suprema asertividad,
reforzando la sanitaria autoridad que le otorga Esculapio.
–¡Qué razón tenía mi amiga! ¡Es usted una joya!... ¡Hasta la vista, doctor!
«¡Hasta nunca!», exclama en sus adentros el médico, avergonzado al mismo tiempo por los siniestros
pensamientos que, como es de esperar de un fiel cumplidor del código deontológico, se desvanecen
conforme se aleja la paciente para dar paso a otros más nobles de conmiseración, en un esfuerzo de
represión ética.
Por fortuna, los diez siguientes vienen apenas como usuarios a resolver ciertos trámites
burocráticos. Unos sencillos y otros plúmbeos, desquiciantes. Informes, certificados, partes de
incapacidad laboral, infinitos formularios... Un sinsentido que le hace meditar: «¿Por qué tengo que estar
sometido a esta cruel labor de escribanía? ¿Acaso el desarrollo
tecnológico no puede liberarme de tal
esclavitud? ¿Sacrifiqué años al estudio para emborronar papeles, encorvado tras una mesa?». Incapaz de
asumirlo, le perturba tener que admitir una realidad que nadie parece dispuesto a cambiar. Piensa que si, además de tener que rellenar cientos de impresos diferentes, todos inútiles, le obligan a renovar
cada medicamento, uno por uno, en receta individual, no es descabellado plantearse que existan
ilegítimos beneficiarios de la dilapidación de celulosa (nótese que estamos en un tiempo anterior a la informatización de las consultas). Y se ahoga por momentos, ahora por aguas
torrenciales que lo inundan. Sin embargo, próximo a la jubilación, intenta convencerse de que todo habrá
de mejorar.
Tras la serie burocrática, y cuando se dispone a entrar el número quince, aparece el primero, que se
había confundido de sala y esperado en vano a la puerta de otro facultativo. El decimoquinto no tiene
inconveniente en cederle el turno, pero una señora de mediana edad arremete desde el fondo de la sala de
espera.
–¡Ese señor debe esperar al final! Llegó tarde y perdió su turno. ¡Faltaría más!
–¡Eso, eso! ¡Que se ponga de último! –se le une un hombre escuchimizado, calvo y de bigote, que
está a su vera, no dispuesto tampoco a hacer concesiones.
–Claro, es muy cómodo irse a tomar el cafecito mientras los demás aguardan al pie del cañón –remata
con potente voz de soprano otra señora enorme y gruesa, que ocupa dos asientos y acude en condición de
usuaria desplazada.
El que intentaba infiltrarse no tiene más remedio que recular, sonrojado por esta humillación. Para
colmo, algunos ríen veladamente la escena y el avergonzado se siente aún más zaherido por la hilaridad.
Por su parte, el que le cedía el turno generoso se encoge de hombros y procede a entrar en la
consulta. Ya dentro, le comunica su malestar al doctor Gamboa, quien desde el otro lado de la
puerta ha asistido impasible a un desarrollo escénico al que está acostumbrado.
–¡Hola, don Rodrigo! No puedo comprender por qué hay gente tan mala. ¿Es que uno no se puede
equivocar? Debiéramos ser amables; hoy por ti y mañana por mí. Pero no, aquí nos hemos olvidado hace
mucho de la cortesía. En fin...
–Prefiero no entrometerme y que estas minucias las resuelvan los interesados. Estoy escarmentado. He intervenido en varias ocasiones y me ha pesado. Salvo que estime conveniente darle
prioridad a alguien, dejo que la gente se arregle.
–Comprendo... Pero usted no debe perder su tiempo con zarandajas. Yo venía sólo a que me
diera algo para la psoriasis, que se me ha agravado últimamente.
–Pues, ha llegado a punto, Santiago. Acaba de salir un nuevo preparado que supone un gran avance en
el tratamiento de la enfermedad. Una crema muy eficaz y segura. Deje que le extiendo la receta...
¡Tenga! Debe aplicarla dos veces al día.
–¡Muchas gracias, doctor!
–¡No hay de qué, Santiago! Y si no mejora en dos semanas vuelva por aquí.
El doctor Gamboa hincha su pecho, gozoso por el agradecimiento que muestran algunos
pacientes. El verde de sus ojos se ilumina. Se llena de satisfacción, no de vanidad. Individuos como
Santiago Buenadicha le compensan de otros sinsabores.
El lluvioso día se ve acaparado por la tristeza de los grises más sombríos...
Van entrando otros pacientes. Entre maduros y vetustos, dos adolescentes: una chica anoréxica y un
muchacho hiperactivo. Nuevos trastornos con el mudar de los tiempos, colmados de envejecimiento y de
demencia. Al senil vigesimoquinto, aquejado de sordera severa, el médico tiene que hablarle alto,
apoyándose con gestos, a fin de hacerse comprender. Incluso decide emplear la comunicación escrita.
Como médico de cabecera, todavía preserva la paciencia y no ha perdido el entusiasmo. Hace esfuerzos sobrehumanos para que entienda la forma correcta de inhalar el broncodilatador que le está recetando y
lo despide no muy convencido de que haya asimilado sus explicaciones.
«Seguro que lo utiliza como
purificador de aliento», piensa.
El treinta y siete y el cuarenta y dos presentan un ganglión en la muñeca izquierda. El cincuenta y
uno y el sesenta y cuatro sufren un herpes zóster, si bien de distinta localización. El doctor Gamboa
advirtió desde los inicios de su práctica médica que, curiosamente, muchas dolencias o anomalías llegan
«a pares» en una misma jornada. No hay explicación y prefiere no rebasar el umbral de lo esotérico.
Setenta, setenta y uno... No parece posible... Ya va quedando menos.
En la recta final, una mujer octogenaria, muy demacrada, encorvada y abatida, trae por casualidad el
número con los guarismos de su edad: «83».
–¿Dónde dejo el papelito?
–¡Déjelo sobre la mesa, Filomena! No se preocupe.
–¡Ay, don Rodrigo! ¿Qué me va a dar para la nariz? No me para de sangrar. Ayer mismo tuvo que venir
a mi casa Cipriano, el practicante, para parar la hemorragia.
–Vamos a ver... ¡Siéntese en esa silla!
El facultativo comprueba la elevada tensión arterial de la anciana y le aconseja las medidas a tomar.
Temblorosa y taquicárdica, la viejecita evidencia un estado de inquietud. Y no por sentirse incómoda
ante su doctor, en quien confía ciegamente, sino por problemas familiares que éste conoce bien. Ella
añora a su difunto esposo y le duele el hijo que se fue lejos, olvidándose de la compungida madre.
–¡Y tranquilidad, Filomena! No se angustie, que siendo guapa se pone fea –la anciana hace una alegre
mueca–. Ya verá cómo por Navidades viene Juan a visitarla –le dice el heredero de Hipócrates mientras le acaricia la mano.
–Dios le oiga, don Rodrigo. Dios le oiga.
Al fin el ochenta y cinco hace acto de presencia; tan sólo desea una pomada para las hemorroides.
¡Qué alivio anímico siente el veterano galeno! No queda más que el primero, el que había sido relegado
para el final mediante simiesco veredicto. Pero ya no está, se ha ido, seguramente abochornado; si venía
con una dolencia, después de la vejación sufrida se le habrá pasado de modo espontáneo.
El médico
comprueba los bancos vacíos de la gran sala de espera, ahora silenciosa. En cualquier caso, viéndole
sometido a tanta presión asistencial y burocrática, hemos de reconocerle su mérito por mantener una
adecuada comunicación, una buena relación con sus pacientes. Nos parece un santo Job.
El doctor Gamboa se acerca a la ventana, desde donde puede contemplar la calle mojada con una
intensa y lenta circulación automovilística. Absorto, permanece en el consultorio observando el gotear
monótono y enumerando los vehículos que van en un mismo sentido. Es un perpetuum mobile al que se
le prestaría cualquiera de las piezas que Paganini, Strauss u otros músicos han compuesto con la
denominación de este término musical. Pero en esos momentos, ausentes de toda carga y de todo deber,
no hay en la cabeza de don Rodrigo ninguna evocación musical; se conforma con la silenciosa paz, que
tiene por la mejor sonoridad. Podría quebrarse la música del silencio y comprobar, como tantas veces,
que lo dulce es amargo, pero el ritmo del sosiego no cambia; permanece en el mismo estado de quietud
que, dentro del oscuro y agobiante edificio destinado a centro de salud, siente como una brisa
benefactora. Sólo la ondeante melena azabache de una esbelta joven desvía un momento su
atención, sin que llegue a descentrarse de su cometido. Y sigue con su cuenta de vehículos. Tarda un
buen rato en arribar el ochenta y cinco… Al acabar, lleva la mirada hacia lo alto y cree escuchar un
himno celestial sobre el acuoso tamborileo. Cuando la baja, se le desdibuja el hermoso rostro de una mujer
todavía sonriente. Deja de repente de llover. Pasan fugaces dos niños alegres, ya hechos hombres de
futuro. Y el sol se abre paso amablemente, besuqueando por entre las oscuras y coquetas nubes
caminantes. Remonta el vuelo sobre la atmósfera de desencanto y... ¡cree ser feliz por un instante!
Las seis emociones básicas (Asco, Miedo,Sorpresa,Enfado –Ira–, Tristeza, Alegría), a las que nos referimos al hablar sobre la necesaria fuerza emocional, nos han inspirado una impresión poética a modo de juego emocional.
EMOCIONES
Sensación de asco, disgusto o fastidio,
conmoción ingrata que enseguida dejo.
Impresión que ahoga, atemorizando,
error, miedo, espanto que, valiente, venzo.
Sorpresivo encuentro, gesto de extrañeza,
repentino pasmo que pronto supero.
Sentimiento de ira, rabia, enfado, enojo
que se acerca al odio e, indulgente, alejo.
Amarga aflicción, penosa tristeza,
desencanto incómodo que, entusiasta, sierro.
Gustosa alegría, felicidad, dicha,
disfrute, optimismo que con fuerza aferro.
—Son seis emociones —con muchos más nombres—
que expresa mi cara y sirven de juego.
[2021, 21 jun.]
Sexteto para clarinete, trompa, trío de cuerda y piano, Ernő Dohnányi
En 1817, James Parkinson, médico inglés, describió un síndrome que denominó Parálisis Agitans, el cual fue posteriormente denominado como enfermedad de Parkinson por Jean-Martin Charcot en 1861.
Entre las enfermedades neurodegenerativas: enfermedad de Alzheimer y otras demencias, enfermedad de Parkinson y las enfermedades de la neurona motora, como la esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Ya hemos hablado de la enfermedad de Alzheimer y de la ELA. Le toca el turno a la enfermedad de Parkinson.
1. La enfermedad de Parkinson (EP) es un trastorno degenerativo lentamente progresivo caracterizado por temblor de reposo, rigidez, lentitud y disminución de los movimientos (bradicinesia) y, finalmente, trastorno de la marcha y/o inestabilidad postural*. El diagnóstico es clínico. El tratamiento tiene como objetivo restaurar la función dopaminérgica en el cerebro con levodopa más carbidopa u otros fármacos (p. ej., agonistas dopaminérgicos, inhibidores de la monoaminooxidasa tipo B [MAO-B], amantadina). Para los síntomas refractarios e incapacitantes en pacientes sin demencia, la estimulación cerebral profunda estereotáctica o la cirugía lesional pueden ayudar. [MSD]
*En mi época estudiantil había una triada sintomática: acinesia, rigidez y temblor.
Fisiopatología. En la EP degeneran las neuronas pigmentadas de la sustancia nigra, el locus coeruleus y otros grupos dopaminérgicos del tronco encefálico. La pérdida de las neuronas de la sustancia nigra produce el agotamiento de la dopamina en la cara dorsal del putamen (parte de ganglios basales). La dopamina, neurotransmisor catecolaminérgico [v. Catecolaminas], participa en la regulación motora, la emotividad y la afectividad, así como en la comunicación neuroendócrina.
—La EP es una sinucleinopatía (cuerpos de inclusión [de Lewy] en las neuronas y en la glia formados por agregados de proteínas de sinucleína insoluble): cuerpos de Lewy llenos de sinucleína en el sistema nigroestriatal.
2. Epidemiología. La incidencia de EP es de 1/10.000 (un nuevo caso por 10.000 habitantes año) y la prevalencia de 30/10.000 aprox. [Impacto social EP España]
3. Etiología. Es probable que exista una predisposición genética en algunos casos de EP. Alrededor del 10% de pacientes tienen antecedentes familiares de EP. Se han identificado varios genes anormales. En las formas genéticas, la edad de inicio tiende a ser más joven, pero el curso suele ser más benigno que el de la EP de inicio tardío, y presumiblemente no genética.
4. Clínica. En la mayoría de pacientes, los síntomas de EP comienzan de forma insidiosa; el temblor de reposo de una mano es muchas veces el primer signo. Es un temblor lento y grueso, máximo en reposo (disminuye durante el movimiento, ausente durante el sueño), cuya amplitud aumenta con la tensión emocional o la fatiga, afectando menudo afecta la muñeca y los dedos, a veces con el pulgar que se mueve contra el dedo índice (rodadura de píldora), como al hacen rodar una píldora o manipular un objeto pequeño. Si afecta a los pies, también suele ser de forma asimétrica. Además, puede afectar la mandíbula y la lengua; no la voz, pero el habla puede volverse hipofónica, con una disartria característica monótona o tartamuda. El temblor puede volverse menos prominente a medida que la rigidez progresa. En las formas de enfermedad de Parkinson con predominio de rigidez-acinecia, el temblor en reposo es sutil o está ausente.
La rigidez se presenta independiente del temblor en muchos pacientes. Al mover una articulación rígida, se producen sacudidas semirrítmicas, porque la intensidad de la rigidez varía, causando un efecto de trinquete (rigidez en rueda dentada). [También hay otro tipo de rigidez «en tubo de plomo.»]
Los movimientos lentos (bradicinesia) son típicos. La actividad motora repetitiva produce una disminución de la amplitud del movimiento (hipocinesia), y el movimiento se vuelve difícil de iniciar (acinesia).
La rigidez y la hipocinesia pueden contribuir con dolores musculares y sensaciones de cansancio. El rostro se vuelve similar a una máscara (hipomímico), con la boca abierta y una disminución del parpadeo [inexpresión facial]. La salivación excesiva (sialorrea) puede contribuir a la discapacidad.
La hipocinesia y el deterioro del control de los músculos distales producen micrografía (escritura en letras muy pequeñas) y dificultan cada vez más las actividades de la vida diaria.
La inestabilidad postural puede desarrollarse más adelante (si está presente al inicio, deben sospecharse diagnósticos alternativos). Los pacientes tienen dificultad para comenzar a caminar, girar y detenerse. Ellos arrastran los pies, con pasos cortos, sosteniendo sus brazos flexionados a la cintura, y moviendo sus brazos poco o nada con cada zancada. Los pasos pueden acelerarse [marcha parkinsoniana, apresurada o festinante], mientras que la longitud de zancada se acorta progresivamente (festinación); es a menudo un precursor de la congelación de la marcha o detención de forma súbita. Una tendencia a caerse hacia adelante (propulsión) o hacia atrás (retropulsión) cuando se desplaza el centro de gravedad es el resultado de la pérdida de reflejos posturales. La postura se torna inclinada.
Otros síntomas no motores: demencia, por lo general en fase tardía; trastornos del sueño: insomnio e incluso trastorno de conducta del sueño de movimientos oculares rápidos (REM);
síntomas neurológicos no relacionados con parkinsonismo: hipotensión ortostática, dismotilidad del esófago (contribuye a disfagia y riesgo de aspiración), dismotilidad del intestino grueso (contribuye a estreñimiento), estrangurria o urgencia miccional (conducen con frecuencia a incontinencia urinaria) y Anosmia (también frecuente). En ocasiones, algunos de estos síntomas aparecen antes de los síntomas motores de la EP y con frecuencia empeoran con el tiempo.
La dermatitis seborreica también es frecuente.
5. Diagnóstico. Es clínico. Se sospecha EP en pacientes que presentan temblor de reposo unilateral característico, disminución del movimiento o rigidez. Durante la prueba de coordinación dedo-nariz, el temblor desaparece (o se atenúa) en el miembro que se está evaluando. El diagnóstico es apoyado por la presencia de otros signos, como parpadeo infrecuente, falta de expresión facial y alteraciones de la marcha. La inestabilidad postural también está presente, pero si ocurre temprano en la enfermedad, hemos de considerar otros posibles diagnósticos.
—Diagnóstico diferencial. Con otro tipo de temblor y parkinsonismo secundario. El temblor de Parkinson es diferente al temblor esencial, que es de acción, principalmente postural (a veces con componente cinético) y bilateral. Para distinguir la EP del parkinsonismo secundario o atípico, a menudo se prueba la capacidad de respuesta a la levodopa: una respuesta amplia y sostenida apoya el diagnóstico de EP; otra modesta o ausente sugiere otra forma de parkinsonismo.
6. Pronóstico. En la EP suele haber una progrsión en 5 etapas, desde síntomas leves hasta muy invalidantes. Pero la evolución es variable, dependiendo de factores personales, hábitos, medicación... o complicaciones.
7. Tratamiento. La levodopa es el tratamiento farmacológico más eficaz. Pero si la EP se agrava, la respuesta terapéutica puede desaparecer y causar fluctuaciones en síntomas motores y discinesias. Por ello, en pacientes más jóvenes con discapacidad leve se puede comenzar con otros fármacos:
Inhibidores de la MAO-B (selegilina, rasagilina), Agonistas de la dopamina (pramipexol, ropinirol, rotigotina), Amantadina (mejor opción para reducir las discinesias de la dosis máxima).
Deben evitarse fármacos que producen o agravan síntomas, como antipsicóticos.
Están indicados ejercicio y medidas adaptativas.
Y en extremo, cirugía: estimulación cerebral profunda y cirugía lesional.