Trataré de explicarme como profesional curtido. Quien tiene por oficio velar por la salud de otros quizá deba ser lo menos emotivo posible, porque tomar decisiones sanitarias con objetividad implica, de algún modo, la adopción de una aptitud estoica. Ello no impide la fervorosa entrega vocacional en el trabajo diario, desempeñando de buen grado la profesión más altruista. Un individuo puede ser frío y calculador, o aparentarlo, sin renunciar a poner pasión en lo que hace, entendiéndola como gusto o satisfacción plena. Y en el tiempo que me envolvía,
el ejercicio de la medicina en un pueblo requería una especial entrega; no era como en la ciudad, ni tampoco la vida se desarrollaba de igual modo en uno y otro lugar, de manera que las diferencias se plasmaban prácticamente en todo. Toguiñal era la pequeña población, aislada y envejecida, que me había tocado en suerte; unas tres mil almas a mi cargo, con un alto porcentaje de ancianos achacosos, muy dispersas en el extenso territorio municipal. Es cierto que contaba con la ayuda de Jesús, el practicante, más que nada para poner inyectables y realizar curas, que yo mismo realizaba muchas veces, pero fuera de eso no solía requerir su servicio.
Como otro día cualquiera me levanté aquella mañana invernal a las siete y media. Procuraba mantener una forma física aceptable y, como de costumbre, me di una carrerilla por los alrededores de la casa, realicé unos ligeros ejercicios gimnásticos y partí hacia la consulta. Lo hacía a primera hora ya que, casi con seguridad, no tendría oportunidad en otro momento. Educaba el cuerpo para mi lógico provecho y, de paso, procuraba dar ejemplo, exhortando calladamente a los demás.
“¡Buenos días, don Julio!... ¡Hola, doctor Rial…”, escuché con agrado los saludos cotidianos al atravesar la abarrotada sala de espera.
Comencé mi rutinaria consulta a las oche y media, en el hogar-consultorio o “casa del médico”, que el municipio proporcionaba en ausencia de otro recinto sanitario público. Nada de especial, algunos procesos banales y los pacientes habituales que requerían revisión periódica. El señor Elisardo, hombre inteligente y responsable, que siguiendo las pertinentes recomendaciones había evitado que su bronquitis crónica le supusiera un problema insuperable. La señora Flora, que por fin había aprendido a inyectarse por sí misma la insulina y, con hondo sacrifico, había hecho más llevadera su diabetes al bajar peso, rehuyendo pasteles y otras delicias que la obcecaban. Doña Elvira, que después de mucho porfiar se iba dando cuenta de que la vejez no es una enfermedad y que devorar fármacos sin freno no la beneficiaba en nada. Y otros, que sin ánimo de cansar me excuso de referir.
Finalicé pasadas las tres de la tarde, sin incidencias dignas de mención, y cerré el consultorio, sin que por ello hubiese concluido mi jornada.
Vivía solo y no tenía quien me preparase la comida (por favor, no me imaginéis machista), de modo que, dándose muy mal el andar entre pucheros, tenía que degustar lo que mis pocas cualidades gastronómicas hacían florecer en las perolas. He de decir que muchas veces desistía de las laboriosas tareas culinarias y me acercaba al mesón de Isidro; no podía eludir los aromas que desprendían sus fogones. Pero ese día me enfrentaba yo con la sartén cuando aconteció lo habitual: la llamada sonora e imprevisible. Apenas medio filete engullido y, ¡oh infortunio!, a dejarlo para más tarde; si no estuviese acostumbrado pondría el grito en el cielo.
Un vecino traía un recado que cabía interpretar como urgencia médica.
Se trataba de Alberto Sione, un hombre joven de unos treinta y cinco años, víctima de uno de los
ataques epilépticos que sufría con regularidad. Era un sujeto extraño y voluble, de trato difícil, más arisco si cabe desde la muerte de su mujer tres años atrás. Sólo quienes con asiduidad se relacionaban con él conseguían, y no siempre, franquear su carácter receloso y distante. Salí en mi vetusto y abollado automóvil, un Citroën 2CV de segunda mano (ni el Estado ni el ayuntamiento proporcionaban medio de transporte), imaginándome el pasado no lejano a lomos de un caballo. Cuando llegué ya había superado la crisis, desencadenada por el abandono de su medicación. Traté de convencerlo de que siguiese las pautas que le había marcado, y creo que esta vez Alberto se quedó convencido.
De vuelta, a la hora pico, hice un gran esfuerzo para acabar el resto de la carne, fría y correosa (¡ay, el mesón de Isidro!, suspiré), y me eché en el sofá, tras accionar el tocadiscos y resucitar a Mozart. Disfrutaba muchísimo –y valga lo pasado para el presente– con ciertas composiciones sinfónicas que me hacían vibrar; pero pocas veces mis audiciones no eran interrumpidas por el deber profesional. Aborrecía algunos pasajes iniciales por tanta reiteración; por eso, si una pieza quedaba cortada, prefería continuar su escucha desde el punto de su improvisado final. Y claro, para no hacer demasiadas excepciones, llegaba una nueva demanda de mis servicios. En esta ocasión era por Rogelio Ricou, y supuse que se trataría, como él solía decir, de su odiosa gota. Una de sus nietas traía el aviso; la pequeña sólo me hizo saber que su abuelo tenía fuertes dolores. No precisaba más información.
Cuando llegué a casa de Ricou éste yacía en la cama, y su semblante reflejaba el malestar que le embargaba.
–¿Lo de siempre, no es así Rogelio? –le pregunté casi aseverando.
–Ya lo ve usted, don Julio... La
odiosa gota que me trae por el camino de la amargura –respondió el enfermo, al tiempo que apartaba una bolsa de hielo de su pie para mostrarme un dedo rojo e hinchado como una salchicha.
–Supongo que ya no prueba los alimentos que tiene prohibidos, o que al menos ya no abusa de ellos, ¿no es así? –insinué con tono solapado, esperando que el gotoso alegase algún pretexto más o menos convincente.
–Bueno... llegó mi hermano Joaquín y... Ya sabe que cuando se recibe un pariente se hace algún exceso; pero ahora lo que importa es este dolor... ¡ay, ay, ay!... tan inaguantable... –hablaba y se quejaba a la vez.
–No le haga caso, doctor Rial –arremetió su mujer–. No se priva en absoluto de nada. Yo procuro que lleve una dieta adecuada; pero cuando sale fuera de casa, ¡a saber qué come! No me extrañaría que fuese precisamente de eso que le perjudica. Además, la medicación la toma cuando le parece.
Rogelio Ricou dejó entrever una maliciosa sonrisa entre los indudables gestos de dolor, mientras miraba de reojo a su mujer como diciendo: “¡Si cerraras el pico…!”.
Al llegar de nuevo al hogar-consultorio, ya estaba a la puerta un nuevo visitante. “¡Válgame Dios!”, me salió espontáneo. Cierto que las jornadas solían ser duras, si bien no tan intensas como aquella. Un joven balbuceaba, por la angustia, que su madre había enloquecido y que los familiares no eran capaces de dominarla.
–No sé qué ha podido suceder; de repente ha entrado en un
estado delirante y se ha vuelto agresiva. Nunca la había visto así de enloquecida.
–Tranquilo, muchacho, vamos para allá –determiné con prontitud, tratando de sosegar mi propia inquietud.
Nos encaminamos hacia el lugar y, en efecto, una mujer a la que no conocía (cosa extraña, porque en tres años casi todo Toguiñal había pasado por mi consulta) se movía frenética y amenazaba de palabra a los que se encontraban en aquel polvoriento descampado: próximos a ella, un niño y una niña, sus dos hijos menores, hermanos del adolescentte que me trajo el recado, y un hombre que se le parecía, hermano de la enajenada; algo alejados, manteniendo una distancia prudencial, algunos vecinos, tal vez una decena, que habían acudido alarmados por la algarabía. Allí no había policías, ni guardias civiles, ni agentes de la justicia. La mujer, empuñando un cuchillo, mostraba intención de quitarse la vida.
–¡No os acerquéis o me mato! –advertía a los presentes, en un estado de tremenda agitación nerviosa.
–Nadie quiere hacerle daño –le comuniqué con la intención de serenarla.
–¡Hazle caso al doctor Rial, Antonia! –decía una vecina, temblorosa y casi afónica.
–¡Dejadme morir y tener paz! ¡Sólo quiero paz!... –gritaba con insistencia Antonia, clavando la mirada en sus hijos y sin hacer caso de las tiernas palabras que le proferían para que no fuese más allá en su desesperación.
En un descuido se le escurrió el cuchillo entre los dedos, ocasión que aprovechamos para reducirla. No sé ni cómo lo logramos. Lo único que puedo asegurar es que su ímpetu se derrumbó en un vuelo y sus impulsos amenazadores se tornaron mansa quietud, cuando el tranquilizante que le administré fluyó por su cuerpo. En ese momento me lamenté de no haber avisado a Jesús; en situaciones semejantes, al igual que en otras de índole quirúrgico (suturar una herida, drenar un absceso) o si se precisaba hacer una reanimación cardiopulmonar, agradecía su compañía. Por suerte, pude apañármelas yo solo. A continuación, la mujer habría de ir acompañada por su hermano y el hijo mayor hasta el centro psiquiátrico de la comarca. Pude saber que había enviudado hacía dos años, que era buena la relación con sus hijos y con todo el mundo y que no tenía antecedentes de perturbación mental alguna. “¡No lo puedo creer!”, resumía el comentario general. “Acaso la falta del compañero…”, pensé. Para colmo, ¡vaya por Dios!, Antonia se apellidaba Sola.
Regresaba en mi vetusto y abollado Citroën 2CV, satisfecho por haber logrado
evitar un suicidio y reflexionando sobre la impotencia ante sucesos semejantes. Se hacían evidentes las limitaciones de la medicina frente a muchas situaciones inauditas que, inopinadamente, el ser humano es capaz de protagonizar, y que ponen a prueba la pericia de cualquier galeno; también había que saber descifrar los conflictos que se esconden detrás de las palabras, escuchando con atención al paciente y averiguando entre sus expresiones silenciosas. Y con estos oslerianos pensamientos, me tropecé con Juan Ribeiro (¡os juro que ese es su apellido verdadero!), sumido en una de sus frecuentes borracheras. Justo antes de llegar a su altura cayó desplomado. Detuve el coche y lo trasladé con dificultad a su interior. Aquella tarde era realmente fría, y para colmo Juan cubría su tórax tan sólo con una corroída camisa.
Lo llevé a mi casa (ya sabéis, el hogar-consultorio), pues él vivía a unos quince kilómetros largos de donde lo encontrara, lo tendí en el sofá del salón y, tras cubrirlo con una gruesa manta, encendí la chimenea. Después preparé café y, dándole unas palmaditas, lo invité a que se incorporara. Juan era muy cómico bajo los efectos del alcohol. Lástima que esa engañosa comicidad estuviese supeditada a la mísera y lamentable vida de que gozaba. Su soledad, casi de anacoreta, le hacía desembocar en la
evasión destructora de la bebida.
–¿Dónde essstoooy? –murmuró Ribeiro mascullando.
–Aquí, conmigo, en mi casa –le hice saber.
–¡Ahhh!... ¡Hola don Julio!
–¿Qué te parece un cafecito, Juan?
Mientras hacía esta sugerencia se volvía a enredar el infortunio, golpeando la puerta. Era la primera llamada después de haberme topado con Juan Ribeiro. Y aún tendría dos o tres llamadas más, todas para visitas domiciliarias. En tanto acudí a despacharlas, una a una, dejé allí al
infeliz alcohólico, no sin cierta preocupación de que pudiese provocar algún destrozo no intencionado. Pero ¿qué podía hacer?; no me quedaba otro remedio que salir yo solo con mi maletín (fonendoscopio, tensiómetro, otoscopio, termómetro, linterna de exploración...), cargado con el instrumental necesario y la medicación de urgencia imprescindible, preparado para emplear el arte y la ciencia médicas de la mejor manera posible. Sin protocolos clínicos, sin compañeros de apoyo, sin medios informáticos, sin los tecnológicos recursos actuales.
Al retornar de la última visita la noche sepultaba las rústicas casas de Toguiñal y las calles empedradas estaban desiertas. Me sentía agotado de la dura jornada, una más, de modo que me acosté con prontitud, ávido de reposo y sin pensar siquiera en sensuales sueños. Quedaban descartados los acostumbrados ejercicios matutinos. Intenté dejar la mente en blanco y olvidarme de mi sacerdocio, para poder echarme en los brazos de un Morfeo consolador. Aguardaba su comprensión en una noche tan gélida y ventosa.
Pero, ¡oh desgracia suprema!, un renovado percutir quebrantó el placentero silencio. Se me negaba el descanso. Era la cruz de mi hipocrático sino.
A través de la ventana reconocí a Fernando, el hijo de Ambrosio Cercas, e imaginé que vendría motivado por los lamentos de su padre, víctima de un
terrible proceso consuntivo. En efecto, así era. No podía curar a este enfermo; tendría que conformarme con aliviar su sufrimiento, sabiendo que más temprano que tarde habría de cubrir su certificado de defunción y, después de todo, debería consolar a la viuda en su duelo. A esas horas ya no estaba para muchos razonamientos. Lo único claro era que también la noche me llamaba, exigiendo mi ubicua presencia. Así que salí sin dilación. Y mientras me alejaba, se desvanecían los estruendosos ronquidos emitidos por Juan (a quien en esos instantes envidiaba), que ni en su mayor intensidad lograban acallar los rugidos de mi vetusto y abollado Citroën 2CV. Ronquidos y rugidos tolerables cedían paso a otros sonidos menos sosegados.
Asido al volante, con los ojos entrecerrados, sentí la imperiosa necesidad de una mujer a mi lado. Se me clavaba mi propia soledad. Diferente a la de Antonia. Distinta a la de Juan. Y a fin de cuentas, la misma soledad.