martes, 29 de noviembre de 2022

Aleksandr Pushkin, padre de la literatura rusa

Aleksandr Pushkin
[Instituto Ruso Pushkin]

Feliz aquel que fue joven en su juventud,
feliz aquel que supo madurar a tiempo. Alexander Pushkin 

SOBRE ALEJANDRO PUSHKIN (1799-1837)
Aleksandr Sergeyevich Pushkin, narrador, poeta y dramaturgo, considerado el mejor poeta ruso y máximo representante del romanticismo en Rusia. Nacido en Moscú, en el seno de una familia noble*, fue educado en francés**, idioma que aprendió antes que el ruso. Estudió en el Liceo Imperial*** de Tsárskoye Seló [Villa de los zares], cerca de San Petersburgo, y su educación estuvo fuertemente influenciada por enseñanzas liberales y el pensamiento de la Ilustración francesa, particularmente de Diderot y Voltaire. En su graduación, Pushkin recitó su controvertida Oda a la libertad****. En 1820, publicó su primer poema largo, Ruslan y Ludmila*****, también controvertido por su tema y estilo. 

Estos y otros poemas, así como su compromiso con la reforma social y su posición literaria radical, enfurecieron al gobierno y fue exiliado de la capital. Estuvo en el Cáucaso y Crimea; luego en Kamianka y Chișinău, en Moldavia, hasta 1823, donde escribió dos poemas románticos: El cautivo del Cáucaso y La fuente de Bakhchisaray. Después se mudó a Odessa, donde se enfrentó de nuevo con el gobierno, que lo exilió en la finca rural de su madre, en Mikhailovskoye. Allí vivió desde 1824 hasta 1826. Bajo la estricta vigilancia de la policía política del zar, Pushkin escribió la obra de teatro Boris Godunov****, en 1825, que fue publicada en 1831. En Mikhailovskoye también empezó a escribir su novela en verso Eugene Onegin****, serializada entre 1825 y 1832 y publicada en 1833.

Después del levantamiento decembrista (1825)*****, Pushkin se reunió con el zar Nicolás I, y obtuvo su liberación del exilio, bajo el control estricto de todo lo que publicara y no pudiendo viajar sin permiso. Entonces empezó a trabajar como Consejero Titular de los Archivos Nacionales. En 1829 viajó a través del Cáucaso hasta Erzurum para visitar a amigos que luchaban en el ejército ruso durante la Guerra Ruso-Turca. En 1831 conoció a Nikolai Gógol y se casó en Moscú con Natalia Goncharova. El matrimonio tuvo cuatro hijos. En 1836 fundó la revista El Contemporáneo, donde publicó algunos de los cuentos más famosos de Gógol. En 1837, endeudado y con rumores de que su esposa le era infiel, desafió a un duelo a Georges d’Anthès (militar conocido como Dantes-Gekkern). El duelo tuvo lugar en el río Negro; D'Anthès disparó primero y la bala penetró en el abdomen de Pushkin. Dos días después, éste murió de peritonitis. Apenas tenía 37 años. [Pushkin murió en duelo como su personaje Lensky de Eugenio Oneguin.]

NOTAS
*Tenía como ascendiente a un príncipe africano: Abram Gannibal, su bisabuelo, posiblemente etíope o camerunés. [Monumento a Pushkin (Etiopía)]
**Solía ser habitual entre la aristocracia rusa de principios del siglo XIX adoptar la cultura francesa. [Aleksandr Pushkin. Biografías y Vidas]
***El Liceo Imperial habría de llamarse posteriormente Liceo Puskhin.
****El amor a la libertad, junto con la influencia de Lord Byron (¡qué temperamentos parecidos!), fue una constante a lo largo de su obra inmediatamente posterior. [epdlp]
****.Ruslan y Ludmila, Boris Godunov y Eugenio Oneguin inspiraron las óperas homónimas de Glinka, Mussorgski y Tchaikovski. Por otra parte, Eugenio Oneguin está escrito casi por entero en versos de tetrámetros yámbicos con un esquema de rima inusual: «aBaBccDDeFFeGG», donde las letras minúsculas representan rimas femeninas  y las letras mayúsculas  rimas masculinas: «estrofa oneguiana» o «soneto de Pushkin». [10 datos curiosos sobre «Eugenio Oneguin»
–Además, otras obras de Pushkin también fueron musicadas: el drama en verso Mozart y Salieri (basado en la leyenda de que el segundo había envenenado al primero por celos de su capacidad creadora) inspiró la ópera homónima de Rimski-Korsakov, y el cuento La dama de picas –Wiki–, la ópera homónima de Tchaikovsky; ambas obras también fueron llevadas al cine.
*****Sublevación militar contra la Rusia Imperial durante el reinado del zar Alejandro I, que fallecería en diciembre de ese año, sucediéndole Nicolás I. [v. Alejandro I de Rusia y Napoleón Bonaparte]

Pushkin en Mikhailovsky, Pyotr Konchalovsky

MÁS DE PUSHKIN
Fundador de la literatura rusa moderna, Aleksandr Pushkin, influyó notablemente en posteriores figuras literarias, como Dostoyevski, Gógol, Tiútchev y Tolstói.

En su infancia leyó en la biblioteca familiar autores ingleses (Byron, Shakespeare, Sterne) y franceses (Molière, Voltaire). En materia política, Pushkin era liberal pero no revolucionario. Pero en 1820 sus poemas fueron juzgados sediciosos y fue condenado al exilio por el zar. En un primer momento fue enviado a Ucrania, pero pronto obtuvo permiso para viajar al Cáucaso y a Crimea, donde siguió llevando una vida desordenada, entregado a conquistas amorosas, fiestas y juego, viéndose incluso envuelto en varios duelos [escribió un cuento con el título de El duelo], de los que salió indemne. De vuelta a Rusia y recluido en su propiedad de Mijailovskoie, en un aislamiento casi total, se dedicó a leer y escribir y a escuchar las leyendas populares eslavas que le contaba su aya. Son seis años de exilio esenciales para su inspiración poética, los de sus primeras grandes obras, todavía muy marcadas por la influencia romántica de Lord Byron. 

Este alejamiento de la corte hace que, muerto el zar Alejandro I, Pushkin no se vea involucrado en la revuelta decembrista de 1825 contra su sucesor, el absolutista Nicolás I, en la que participan muchos de sus amigos. El nuevo emperador hace regresar al poeta a Moscú y le propone ser su censor personal para que pueda seguir escribiendo. Pero debe dar cuenta de sus desplazamientos a las autoridades y su actividad literaria es estrechamente controlada por el poder, de manera que llega a ser considerado un colaborador del despotismo a ojos de los liberales. En la corte, Pushkin recupera primero su vida ociosa y disoluta, pero pronto cambia de actitud y se casa, en 1831. En plena madurez literaria, comienza su obra en prosa.

Los últimos años de la vida de Pushkin son problemáticos. Surgen los problemas financieros porque su mujer, Natalia, le exige mucho dinero para mantener su alto nivel de vida y sus relaciones sociales. Al mismo tiempo, la relación de ella con un oficial francés da lugar a rumores que le obligan a retar a su rival a un duelo. En ese duelo, enero de 1837, recibe una bala en el vientre y muere dos días más tarde. Las circunstancias de su muerte lo convierten en una auténtica leyenda.

Hoy en día, Pushkin sigue contando con una enorme popularidad en Rusia. Pushkin llevó a su culminación los esfuerzos del siglo anterior por hacer del ruso hablado una lengua literaria culta. Gracias a él, Rusia se puso a la altura del resto de las grandes regiones europeas, haciendo posible que tras su muerte los escritores rusos llegaran a colocarse en la vanguardia de la evolución literaria europea.

Respecto a su estilo, siempre se le ha reconocido su simplicidad, su precisión y una elegancia extrema. Su escritura es la de un escritor clásico viviendo en la era romántica, cuya influencia no se dejó sentir más que en sus primeros poemas.

200 años después de su nacimiento los rusos convierten en símbolo nacional al poeta romántico.

Pushkin quedó atrapado por arquetipos españoles como Don Quijote y Don Juan. 

7 motivos para leer a Pushkin
***
No hay felicidad en este mundo, solo paz y libertad. A. P.

POEMAS DE PUSHKIN [Selección AQUÍ]
Libertad (Oda a la libertad)

Estoy entre rejas en húmeda celda.
Criada en cautiverio, un águila joven,
mi triste compaña, batiendo sus alas,
junto a la ventana su pitanza pica.

La pica, la arroja, mira la ventana,
como si pensara lo mismo que yo.
Sus ojos me llaman y su griterío,
y proferir quiere: ¡Alcemos el vuelo!

¡Tú y yo somos libres como el viento, hermana!
Huyamos, es hora, do blanquea entre nubes
la montaña y brilla de azul la marina,
donde paseemos sólo el viento... ¡y yo!

A. P., El prisionero
[Versión de Eduardo Alonso Duengo]

domingo, 27 de noviembre de 2022

Todo en el mundo es burla


La burla y el ridículo son, entre todas las injurias, las que menos se perdonan.
Platón

Cada nación se burla de las otras y todas tienen razón.
Arthur Schopenhauer

Burla, broma, mofa, engaño...

Si reparamos en los pícaros humildes y en los tramposos de toda condición, concluiremos que en este mundo impera la burla, ya como broma inocente –sin intención de hacer daño– o como engaño malicioso –con intención de ridiculizar–. En la gran música hay composiciones de broma y de burla. De broma es significativa Una broma musical, divertimento de Mozart, cuya escritura es intencionadamente divertida (algunos pasajes podrían pasar por música experimental o de vangardia). Y de burla en general, ‘‘Todo el mundo es burla’’ (Tutto nel mondo è burla), de la ópera Falstaff, de Verdi. 

Una burla musical, Wolfgang Amadeus Mozart

Tutto nel mondo è burla, Giuseppe Verdi

jueves, 24 de noviembre de 2022

El digno oficio

   
La implicación activa en una buena causa nos realiza... y a veces nos destruye.

[Relato]

    El día que cambió su vida no llovía. Bueno, ya había cambiado hacía tiempo, desde el momento en que Aurora se marchó de casa. Alumbraba el sol con benevolencia y un rayo de felicidad se le coló por los poros. Sentía a flor de piel una calma infinita; ese placentero estado que uno no puede describir, esa embriagadora paz que se experimenta en contadas ocasiones. Algo semejante a lo que, sin duda alguna vez, habréis sentido cualquiera de vosotros al entornar los ojos mientras la brisa os acariciaba, al escuchar una melodía celestial o al contemplar un arrebolado horizonte o una verde y serena lejanía. Así se hallaba él, dichoso en la desgracia, sosegado tras los inquietantes avatares, luminoso como el aire tras un chaparrón cinéreo. Vizana hermoseaba como pocas veces, y por su sensibilidad de artista no consumado sabía complacerse con la naturaleza rebosante (no con la artificialidad de las edificaciones monstruosas que ajaban el rostro de la insulsa ciudad). En Vizana, el mar y las colinas circundantes se empeñaban en contrarrestar cualquier aberración. Por eso las comisuras de sus labios se elevaban gozosas y su mente flotaba, libre ya de preocupaciones, pensando en el tiempo que tendría para tocar la guitarra y entonar sus canciones predilectas. Dolorosamente, David Quiroga se quedaba sin empleo, sin perspectivas, sin futuro. El hombre anónimo que acaso pudo ser ilustre, cautivo al no dejarse doblegar, por mor de su innata tozudez. Y, sin embargo, paradójicamente, quedaba desde entonces liberado. Para siempre liberado... 

El juez dejó sentir, con voz grave y rotunda, su sentencia inapelable: 

–Demostrado el incumplimiento de la normativa, deberá ser apartado del ejercicio de sus funciones. La legislación es clara: ¡la falta muy grave! Ya no podrá ejercer su digno oficio. Nunca más... ¡Nunca! 

Lo normal hubiese sido el hundimiento anímico; o adoptar una actitud violenta, hacia los demás o hacia sí mismo. La figura del togado era un buen objetivo; su boca exhalaba otros improcedentes venablos que zaherían al probo vizanés, que se preguntaba si el sañudo representante de la ley estaría descargando un rencor inconfesable. Por un instante la idea de matar golpeó las sienes de Quiroga (primitivo impulso de quien se siente agraviado), pero enseguida asomó la conciencia moralizadora. Nadie se dio cuenta de su malsana intención; ni siquiera su hija Paula, que sin pestañear clavaba sus grandes ojos verdes sobre el rostro del galeno provinciano (acaso para el juez un simple matasanos), atenta a cualquier emergencia emocional, dispuesta a socorrer a quien había dedicado su existencia a auxiliar a los demás, casi olvidado de vivir. Veintidós años de femenina hermosura, en la esencia bien igual a su padre, voluble y pasional como él, pero alejada de su senda profesional; las letras llamaran a su puerta con más intensidad y su reciente licenciatura no merecía tan desalentador acontecimiento. ¡Qué diferente carácter al de su madre, tan segura y decidida! Ausente, separada de David desde hacía un lustro, a poco de cumplir los cuarenta, pensó que seguía estando de buen ver y que merecía más alicientes que los que su sufrido esposo le podía proporcionar. Podría esperarse cualquier reacción de aquel hombre todavía enamorado de una mujer posiblemente no merecedora de su cariño, excepto la serena indiferencia que no sólo aparentaba, sino que por dentro lo llenaba. Hombre expresivo, apasionado, se mantenía firme; se diría incluso que acrecentado, victorioso ante las ingratas circunstancias. Cruzó una fugaz mirada con Paula y su pensamiento voló a un pretérito imborrable: cogido de la mano de Aurora y enternecido con el fondo rumoroso de las olas. Se desvaneció la dulce visión y regresó al presente. ¡Y de qué forma! Nadie en sus cabales sonreiría por recibir tan fuerte varapalo ni se frotaría las manos por sufrir esa inequívoca derrota. Quizás condescendía con su irregular y deslustrado sino. Sin Aurora, sin destino, seguro que muy pronto distanciado de su Paula del alma, un fuego alegre chispeaba en sus pupilas. Otro en su lugar lloraría, enrabietado e impotente. Pero él no comulgaba con la vulgaridad. No es que se desternillase o aplaudiese, su orgullo y su entereza le permitían mantener una compostura digna del mayor respeto. Hacía suyo un dicho paradigmático de la flema: si tus problemas tienen solución, ¿para qué preocuparse?, y si no la tienen, ¿para qué preocuparse igualmente? 

«¡Ya no podrá ejercer su digno oficio!».

El ingrato eco seguía martilleando sus oídos. ¿Por qué?, se preguntaba con serenidad. En su madurez no llegaba a entender lo que en el fondo esperaba; peor aún, comprendía menos que cuando era un joven estudiante. Pero el conflicto azuzaba la clarividencia, y asumió por fin, con rapidez de hombre avezado, la inteligente respuesta: la estupidez es inseparable de la condición humana. Reina en cualquier ámbito, sin importar cultura, sociedad, nación, raza, espacio o tiempo. Con variantes y proporciones diferentes, permanece por doquier, circunda el planeta por todo paralelo y meridiano definiendo un mundo necio. 

Sin más que aguardar, se disponía a abandonar la sala con el rostro altivo, el orgullo intacto y el innecesario consuelo de unas palmaditas en el dorso de un abogado cabizbajo. Cogido del brazo por su adorada hija, aspiraba una fragancia paradójicamente victoriosa. Ni siquiera se alteró un ápice al constatar que no se presentaran los esperados amigos. Restó importancia al hecho: tendrían sus obligaciones... En verdad la comprensión se había encarnado en el doctor Quiroga. ¿O ex doctor? No, no suena bien ni es justo. Era merecedor de honra, aun habiendo sido privado de la legitimidad para ejercer su digno oficio. Su pasado justificaba la perpetuación del respeto. Además, la injusta justicia cometía otra barbaridad. Otro dislate –consideraba él– para emporcarla más y seguir desnivelando la balanza. Su raudo pensamiento no armonizaba con su paso lento; Paula, a su vera, se dejaba llevar por el digno representante de Esculapio. Justo al salir, creyó reconocer el dorso de una mujer que se alejaba haciendo oscilar su hermosa melena roja. Y pasó veloz, ante sus ojos abismados, un hermoso recuerdo. 

Su señoría, concentrada e impertérrita, daba paso a la siguiente causa, rienda suelta a una perfecta y bien engrasada máquina judicial. 

Todo había sido fruto de recientes acontecimientos. Cuatro años atrás, más o menos al año de que Aurora abandonara el hogar, comenzó a entregarse a una actividad novedosa para él, reconocida y denostada, eficaz e inoperante, variable y no por ello innecesaria. Y desde entonces se había dado por entero a ella; en la acción sindical ocupaba buena parte de su tiempo, tal vez para no obsesionarse con malos pensamientos, quizás para resolver cuestiones perpetuadas, o puede que por ambas razones. Decidió implicarse y complicarse con asuntos que le parecía necesario afrontar. Debían ser extirpados los males endémicos que atenazaban a una sanidad pública lastrada por la incompetencia. De ello había hablado largo y tendido con Saladino Barreiros, un viejo enfermero retirado, que fuera gran amigo de su abuelo Emilio y que tenía un enorme bagaje a sus espaldas. Se había forjado en refulgentes quirófanos y en oscuros pabellones psiquiátricos. Para sus jóvenes convecinos era don Saladino, o don Dino, y para los de su quinta simplemente Dino. Múltiples consejos útiles y orientaciones impagables le había proporcionado en sus frecuentes e intensivos encuentros. Incluso lo adiestró para afrontar la muerte ineludible sin temor, con una última demostración práctica al llegar su noche decisiva, plácida y calladamente. Un ejemplo a imitar. Aunque Barreiros no le incitó expresamente al activismo, siempre le desaconsejó la estólida indiferencia, la pusilánime postura de permanecer cruzado de brazos ante escarnios y atropellos. Sin aspavientos, pero sin resignación, era su lema; una variante de: cortesía sin dejar la valentía. 

Una conversación habitual podía ser esta: 

–Si usted supiera, don Saladino, qué desencantado estoy de mi profesión. Me llamó desde muy joven esta excelsa tarea y, pese a todo, sigo sintiendo su inefable atracción. Al principio, la ilusión de un comienzo; la asimilación de las normas y la obediencia ciega a directores y gerentes; la asistencia a cursos de formación teórica con poca o nula aplicación práctica, a costa de ocio y dinero. Y como premio: más papeleo para robarle tiempo a la ciencia... Mire usted que disponía de una ayudante para las tareas burocráticas y me la retiraron de la noche a la mañana, sin previo aviso. Imagíneme ahora en la consulta, solo, haciéndome cargo de todo lo que supone la actividad médica de un sistema público en extremo masificado. ¡Degradante! Sí, don Saladino, no le miento; nuestra Administración sanitaria raya el cinismo. Créame que desearía dedicarme a otra cosa o, simple y llanamente, descansar por tiempo indefinido; me siento fracasado. Soy médico de profesión, y no hace mucho lo fui de vocación. 

–Ten la seguridad de que no eres un fracasado; sólo fracasamos cuando nos malogramos como personas. Yo que trabajé durante mucho tiempo en el terreno de la psique lo sé bien. Y aun teniendo constancia de tu fortaleza, desearía que me transmitieses tus inquietudes, en confianza, aunque sólo sea como desahogo. Sabes que fui amigo íntimo de tu abuelo Emilio; le debo mucho y me duele verte desazonado. Mis libros de enfermería, de sueros, de inyectables, de vendajes, y los de psiquiatría, son tuyos. Mi casa es tuya. Mi experiencia te la brindo. ¡Cuenta siempre conmigo! ¡Y confía en ti mismo! No te rindas jamás, querido David. No hay que tirar la toalla, la victoria es posible. Nos enfrentamos a un Goliat, enorme de cuerpo pero de enana inteligencia. Debes luchar por tus derechos y por tu dignidad, pero sin excesos, sin dejar de reír, que nada en este mundo merece la total entrega. 

David tomó buena nota, asimiló los sabios consejos del viejo. El ánimo que le infundía era impagable, su vetusta luz disipaba juveniles sombras. Y así un buen día decidió comprometerse a fondo y permitió que su nombre fuese en la lista del Sindicato Profesional, en un discreto séptimo lugar. Ese año lograron una decena de representantes, los suficientes para acceder a negociaciones capitales. Los problemas eran muchos: masificación de los consultorios, burocracia desmedida, deficiente organización interna, falta de personal de apoyo, imprecisa delimitación de funciones...; males que se habían enquistado tanto que parecían insalvables para el sistema imperante. Las voces oficiosas no eran oídas, las representativas se acallaban; situaciones dramáticas se ignoraban, toda queja se desatendía. No obstante, como decía don Saladino, no había que resignarse. Ya iba siendo hora de comenzar a trabajar, con alegría y entusiasmo, por el bien de los profesionales y de la sanidad. Y, desde luego, por su propio beneficio, sin egoísmo reductor. 

Paula le aconsejaba no buscarse complicaciones. Tenía un puesto privilegiado, con sus inconvenientes pero bien ubicado, en un distrito costero, con la ventaja de disponer de placenteras panorámicas para amortiguar las desazones del espíritu. Si no lo llenaba de satisfacciones, si no le permitía realizarse plenamente, si no le proporcionaba la dicha de quien trabaja a gusto, disponía al menos de un aceptable sueldo a fin de mes, una estabilidad en el presente y una garantía de futuro. Y podía compatibilizar ejercicio público con actividad privada. Razones poco convincentes para el doctor Quiroga, cuya conciencia no se dejaba aquietar con deleitosos argumentos sostenidos en el mero cotejo; además, consideraba que su ocupación pública le hurtaba las horas suficientes. Por comparación no iba malparado, en lo substancial sí. Durante años se había lamentado en silencio y mediante la pluma, enviando escritos a la prensa general y especializada. Poco más; participara en alguna concentración de protesta, manifestación reivindicativa o comisión profesional, sumándose así al discreto clamor de un irrecuperable pasado. En adelante había que plantearse la acción efectiva, y ni Paula ni nadie deberían impedírselo. Era una necesaria añadidura a su currículum vitae.

El primer año no hubo grandes sobresaltos; podríamos decir que le sirvió de rodaje. Puesta al día en la legislación pertinente, receptor de problemas y puntos de vista de los compañeros, mediador en la resolución de algunos trámites, asistencia a juntas... En fin, no un período de quietud sino de movimiento poco acelerado. El segundo prometía mayor dinamismo, con la perspectiva de plantearse algún conflicto que no llegó a concretarse. No se inició ninguna lucha reivindicativa, pero acaeció un evento estimulante: Raquel. Pelirroja, escultural, ciertamente atractiva, no pasaba desapercibida ante las miradas masculinas. Acudió al Sindicato para asesorarse y escuchó casualmente las excusas que le daba la secretaria; el asesor jurídico no estaba esa tarde de viernes y la citaba para el lunes. David se prestó con amabilidad a asesorarla en lo que pudiese, sin constatar previamente la belleza de la joven médica. Al hacerlo creyó que se le alteraba el metabolismo. Desde que Aurora eligiera su propia senda, había llevado una vida casi monacal, con esporádicas salidas nocturnas limitadas al palique con amigos, moderada ingesta etílica y recreaciones fantasiosas, sin exceso alguno y por supuesto sin carnales desenfrenos. Por eso se sentía tan azorado, falto de práctica y torpe en el trato con el sexo «débil». Si fuese otra, quizás la tratase con seguridad, como a una colega; siendo como era un bombón exquisito, le costaba verla como tal y, de hecho, la consideró al instante objeto de deseo. Repentino machista, espontáneo sátiro, a quien una metamorfosis de erotismo transformaba súbitamente. El sindicalista no pudo solucionar la cuestión que Raquel planteaba, pero, sin que él mismo supiese bien cómo, logró una cita con ella para esa misma noche. Tal vez con la excusa de recabar información y poder asesorarla cuanto antes. Bueno, especulaciones aparte, ese viernes cenaron juntos, conversaron, se fueron a bailar y siguieron hablando de temas profesionales. Con discreción por ambas partes, fueron por otros derroteros: lugar de residencia, inquietudes, entorno, familia, vida pasada... Quedaron para el sábado. Se siguieron viendo casi a diario, rieron juntos, intimaron, llegaron a lo que tenían que llegar, creyeron enamorarse, decidieron llevar una vida en común y, como se suele decir, fracasaron. Sin que merezca la pena entrar en más detalles, a los cinco meses se dijeron adiós y permanecieron como amigos, si es que pueden permanecer como tales quienes se entregaron. Baste decir que la decisión fue de la bella pelirroja y que, por su parte, David, poco dado a ir de flor en flor, pese a su temperamento pasional, hubiese continuado la convivencia. Estaba a gusto, cumplía como compañero y como amante, pero a ella le faltaba algo. Quizás algo inefable y connatural con la condición humana. 

El abatimiento tuvo doblegado a Quiroga cuatro o cinco meses; parecía condenado a una soledad no deseada. Pero no; aunque largo, era un bajón transitorio. Como en otras ocasiones, se repuso plenamente y consiguió liberarse de las amorosas cuitas para centrarse nuevamente en sus quehaceres. Volvía a sonreír en la consulta en pro de la buena comunicación con sus pacientes y a pesar de las dificultades a las que día a día se enfrentaba, y retomaba su labor sindical con más fuerza si cabe. Se adentraba en el tercer año de sindicalismo, dispuesto a llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias... 

–Ya es hora de que asumas mayores responsabilidades –le dijo Demetrio, el secretario general del Sindicato–. Ocuparás la presidencia de tu sección. Luciano nos abandona; ayer me presentó su renuncia. Cuestiones personales.

Parecía agrandarse el orgullo en el holgado pecho de Quiroga. Se le presentaba una oportunidad única. Tendría más actividad, más responsabilidad, más poder de decisión. En definitiva, más posibilidades para introducir su estilo.

Mientras caminaba por el larguísimo pasillo del juzgado vizanés se proyectaba en el interior de su mente un vertiginoso filme. ¿Qué estúpido impulso lo había llevado a complicarse? Admitiendo los inconvenientes, puede que hubiese dramatizado sobre su vida laboral, sobre su digno oficio. Entraba cada mañana en su consultorio, realizaba el cotidiano papeleo, despachaba a los usuarios (casi siempre los mismos), incluso se solazaba con alguno de los que acudían menos, y se marchaba para casa, a comer, a una hora prudente, sin ataduras extras. Realmente, era un privilegiado. Otros, menos afortunados, tenían que ampliar la jornada, por necesidad o por imposición. ¡No! ¡No! ¡No! Luchaba su mente contra intromisiones inmorales. Debía pelear por los demás, olvidar todo egoísmo. Con todo, lo hacía en su propio beneficio; si el prójimo está bien, uno mismo se beneficia. ¡Tantas conversaciones para nada! ¡Tantos encuentros inútiles!... Y llamadas a deshora, y escritos baldíos, y mentiras enmascaradas. Atrás quedaban inconvenientes: alteraciones del humor, crispación, irritabilidad, insomnio, palpitaciones, arritmias, generalizado malestar, cansancio psicológico, ¡un sin vivir! Rostros abotargados, aspavientos amenazadores, respiraciones ruidosas, puñetazos en la mesa, malos modos, para que el mundo siguiese girando de la misma manera estúpida. Pensó que desvariaba. Monstruos humanizados –o humanos monstruos– le acechaban como a los alcohólicos que sufren el terrible delirio. Él no bebía como para llegar a eso.

El tercer año fue duro, muy duro, pero no lo suficientemente traumático para visionar enormes bocas con cientos de afilados dientes. Se tornaba de rojo hasta el aire. Hubiese deseado un azul celeste, o un violeta, o un verde esmeralda. Cualquier color relajante le convenía, o tan siquiera un ocre tolerable. Y en cambio todo parecía salpicado de sangre. ¿Por qué? Él no había matado, aunque más de una vez estuvo tentado. Ni siquiera engañado. No se había dejado sobornar, no era un corrupto. Más bien era un ingenuo. Incluso bueno. ¡Sí! Su conciencia estaba limpia. Era hombre honesto y no merecedor de ningún tormento. Así que debía mantener la calma y el orgullo... Y dignamente llegó al umbral del aire libre.

–¿Qué tal estás papá? –le preguntó Paula con ternura.

–¡Bien, hija! ¡Bien! –respondió él con escasa convicción–. No debes preocuparte, saldré adelante. Ya me buscaré la vida como sea.

Con un gesto entremezclado de preocupación y confianza, Paula se sumió en un inteligente silencio, impidiendo que se precipitasen las palabras que fluían tranquilas por el cauce interno. La joven tomó el puesto de conducción de su automóvil, abismada en el propio pensamiento; a la derecha iba David asido al hilo del suyo, camino de un hogar al que, en el fondo, no desearía llegar nunca... Tenía cinco años, y ya a tan tierna edad sintiera la atracción extraña. Posiblemente vio en el médico de Colindia, el pueblo de su madre, un ejemplo a seguir; tan seguro, tan respetado, tan importante. Era el menor de tres hermanos, el único varón (¡mucho le hubiese gustado haber tenido un hijo! Paula era una buena hija, pero...), y su niñez corrió dichosa. Sólo la esporádica intromisión de monstruos, como los que se le acababan de aparecer en el juzgado, anubló la adolescencia, antes de dar paso a cristalinos días de juventud. Su vocación surgió espontánea; sus padres, cariñosos y discretos, jamás lo condicionaron; bastante hicieron en su modestia con financiarle los estudios. Llegó el amanecer con el encuentro de Aurora, la misma que después lo volvería a meter en nubes borrascosas. Paula, su actual apoyo, era un arco iris de nueva luz. Don Dino, el viejo consejero, a quien echaba de menos en este trance, merecía salir a escena. Dio un salto hasta el pretérito reciente y tropezó con su último amor: Luisa. Apareció como un ángel, cuando más lo necesitaba. Ya había olvidado a Raquel, ¡qué remedio! Morena, delgada, profundos ojos negros, de belleza más serena. Le devolvía la seguridad y la energía que necesitaba. Desde entonces, con fuerza renovada, puso todavía más ahínco en su labor sindical. La amó cuanto se puede amar y alcanzó la dicha más inmensa. La dicha efímera... Fue precisamente en Colindia, en ese aparente paraíso de sosiego, donde la magia se truncó. Iba a presentársela a su madre cuando aquel loco motorizado la privó para siempre del aliento. Los ojos de David se humedecían al evocarla, testificando que, por haches o por bes, todo tiene su fin. Pero la vida tenía que seguir, y ese último obstáculo también hubo de superarlo... ¿Y ahora, sin trabajo? Le daba igual; el futuro debía ganarlo a pulso, por propia iniciativa, sin intermediarios, sin depender de terceros, confiando en uno mismo.

Ya en casa, cesó la atropellada rememoración. Volvió a ver monstruos en las paredes, de crestas imponentes, colas poderosas, ojos de fuego y bocas insaciables, enormes como cráteres. Casi estaba dispuesto a dejarse devorar, consciente de que sería inútil huir hacia ninguna parte. Enseguida recuperó la entereza, sacó fuerzas y se dispuso a comer algo para no perderlas; comer o ser comido, he ahí la cuestión. Y siguió remembrando la causa decisiva de sus negras circunstancias... ¿Cómo que las autoridades eran intocables? ¿Cómo que nadie podía oponerse a sus propósitos? ¿En una democracia? ¡Vamos! Él fue el principal instigador, a salvaguarda de amenazas, al amparo de intrigas, libre de temores. Convenció a los compañeros del Sindicato Profesional para declarar la huelga. El descontento era generalizado, el malestar creciente, la situación límite. Sólo bastaba mover un dedo y la movilización sería masiva. Con el éxito por descontado, la victoria aguardaba a la vuelta de la esquina. Llegó el momento, la hora decisiva... E incomprensiblemente pocos acudieron a la cita. ¡No es posible!, se dijo y se dijeron los compañeros. ¡Indecencia! ¡Cobardía! ¡Traición!... ¡Putada! Las autoridades aprovecharon la coyuntura para reclamar la ilegalidad de la convocatoria, basándose en intrincadas cuestiones técnicas (en contra de lo que aseguraba el juez, la legislación era descaradamente opaca). Quedaban unos pocos corderos, miserables, a merced de lobos sin entrañas, y, medrosos, presentaron sus excusas más rastreras, suplicando clemencia a los devoradores. A la postre, obtendrían el perdón condicionado. Un pequeño castigo, una multa asumible, una merma de derechos que no fuese excesiva, era admisible por todos. Por todos... excepto por él. El doctor Quiroga no daría su brazo a torcer, ni se dejaría subyugar sin más. ¡Antes la muerte!, aunque parezca exageración. No fue el patíbulo, pero en cierto modo fue su ejecución; la imposibilidad de ganarse el pan, la muerte en vida. ¿Qué podría hacer? ¿Echarse a la calle con su guitarra, rasguearla y canturrear como los bohemios ambulantes? ¿Solicitar ayuda a cualquier organización independiente y caritativa? ¿Implorar misericordia a la Iglesia? ¿Pedir sin vergüenza? ¿Robar con atrevimiento? Para desesperar, hundirse o estallar. Bastaba ponerse la soga al cuello, echarse al vacío o, lo más fácil en su caso, una inyección letal. O, por el contrario, tomar un apropiado cuchillo, hacerse con una pistola o una bomba de mano y llevarse por delante a cualquier dignatario. Resignarse o, vengativo, desahogarse. Al final se impuso el sabio consejo de don Dino: nada merece la total entrega.

En el crepúsculo, Vizana seguía hermoseando. El dorado fulgor del horizonte, en ese bello extremo occidental, proporcionaba tal encanto y misterio a las colinas (¡lomos de dinosaurios dormidos!, dijo alguien) que rodean la lujuriante bahía, que afloraban los mejores pensamientos. No era un día propicio para actos de violencia, aunque ésta, caprichosa, suela desentenderse de la meteorología; dormían los monstruos, plácidamente. Lo era, en cambio, para entornar los ojos, dejar sentir la brisa acariciante y escuchar el murmullo aquietante de las olas. Para refugiarse en los adentros, recrearse en la belleza y soñar con otro sol. Para seguir soñando sin su digno oficio.

[2004, abr. Lejos del desaliento]

Una vida de héroe, Richard Strauss
(IV. Campo de batalla del héroe y V. Las obras de paz del héroe)

martes, 22 de noviembre de 2022

Pensamientos médicos


Las cuestiones de salud y del ámbito sanitario son tan importantes –y preocupantes– que escribir sobre ellas es una tarea interminable. Y condensarlas en breves pensamientos es a la vez una labor lúdica y (casi) filosófica. Lo intentamos hace casi una década, considerándolos como «impromptus médicos». Ahora, se nos ocurren unos cuantos que englobamos bajo el epígrafe «pensamientos médicos».

[Advertencia.– Algunos pensamientos y ciertos impromptus pueden tener similitudes; para no repetirnos, recurrimos a variantes de una misma reflexión.]

  • Si lo más importante  –o lo que más preocupa– es la salud, el principal ministerio de un gobierno tendría que ser el de sanidad.
  • La sanidad universal es un logro que sin regulación puede perderse.
  • La sanidad pública no es gratuita, por más que se repita que lo es.
  • En sanidad, la cantidad está reñida con la calidad. 
  • La sanidad convertida en bien de consumo es una auténtica aberración.
  • Tener mejor accesibilidad a la sanidad no significa que ésta sea mejor.
  • Así como la justicia lenta no es justicia, la sanidad de larga espera no es sanidad.
  • El paternalismo médico es tan indeseable como el empoderamiento desmedido del paciente.
  • Debería contemplarse la «adaptación» del puesto de trabajo sanitario por cuestión de edad.
  • Las agresiones a sanitarios son expresión de una enfermedad social.
  • Buscar rentabilidad política con la sanidad, sin pretender mejorarla, es burlarse de una buena política sanitaria.
  • Se dice que la sanidad es la joya de la corona, en presente; esperamos y deseamos que no se hable de ella en pasado.*
*Este último pensamiento podemos relacionarlo con la emigración de médicos (por diferentes motivos: carga laboral, nivel de exigencia..., ¿malas remuneraciones?), pues una sanidad sin sus recursos humanos es una sanidad muerta.

Queremos confiar en una buena sanidad, al amparo de los dioses y con alegría...

Mozart – Sinfonía n.º 41 ˝Júpiter˝: Molto Allegro

sábado, 19 de noviembre de 2022

Haikus de ciudades

Con gran asombro
sobrevuelo sus piedras.
Sin par Zamora.

De Salamanca:
Plaza Mayor, dorada
también de noche

En Teruel,
perfección ascendente. 
Torre mudéjar.

Gadir marina.
Gades, isla romana. 
Liberal Cádiz

Ved en Sevilla 
su altísima Giralda. 
Torre perfecta.

Granada en mí. 
Reír, llorar, amar...
En ti morir

Santiago de Compostela
«Rosa mística de piedra» la llamó Valle-Inclán
Con lluvia o sol, 
Santiago brilla en piedra. 
Ventana al cielo.

También habrán de tener sus haikus otras bellas ciudades: A Coruña, Ávila, Barcelona, Burgos, Cáceres, Córdoba, Gijón, Madrid, Oviedo, Palencia, Palma de Mallorca, San Sebastián, Santander, Segovia, Toledo, Valencia, Vitoria-Gasteiz...

Las 25 ciudades más bonitas de España

martes, 15 de noviembre de 2022

Recuerdos dulcísimos

terrones de azúcar


RECUERDOS DUCÍSIMOS


AZÚCAR 

¡Un nombre pronuncia bien alto en la calle!
La señora Elvira sale a su balcón,
en el tercer piso de una casa antigua;
mira desde lo alto al niño que espera,
lindo parvulito allí abajo ansioso
—las manos abiertas: palomas atentas—,
y lanza azucarillos que él recoge al vuelo
para relamerse de gusto, goloso.
Por siempre el dulzor blanco…, y la señora.

II
OBOE

El niño ha crecido y el mundo le asombra.
Su padre lo lleva por calles y parques,
le dice los nombres de muertos ilustres,
saluda a la gente que cruza a su paso;
ascienden el castro; hacia el mar descienden;
caminan en llano, ponen rumbo al puerto…;
y después de escuchar el viento y las olas,
música de banda al hijo enmudece.
Aquel dulce oboe aún suena en su mente.

[Recuerdos de infancia]

Danza del Hada de Azúcar (de El cascanueces), Tchaikovsky

Oboe

viernes, 11 de noviembre de 2022

Agridulce decisión


   La toma de decisiones médicas puede ser muy complicada.

[Relato]

        Durante el tiempo que estuve ausente no tuve noticias de su evolución clínica. Y al regresar a Valdovirio pude comprobar en su persona el humano drama que todo lo reduce al ser y no ser. Por circunstancias vitales que no viene a cuento explicar, me había desligado de mis habituales funciones profesionales, dejando de ejercer la medicina durante casi cinco años; un largo periodo para una actividad que requiere de la práctica continua, si uno no quiere perder las habilidades aprendidas y la capacidad de afrontar el sufrimiento humano. Antes del retorno, tuve que repasar algunos temas y refrescar conocimientos casi olvidados; necesitaba aquietar mi conciencia. Hube de ponerme al día con prontitud para volver a la cotidianidad que dispone al terapeuta frente al doliente, al experto bendecido por la vara de Esculapio ante el enfermo que espera lo mejor de su arte. Me pidieron que fuese a visitarlo porque había empeorado; algo esperado del progresivo mal que le aquejaba. El doctor Roberto Siles, el joven médico saliente, me había puesto al tanto de los enfermos encamados. Llegué en cuanto pude, después de una larga jornada en la que me reencontraba con pacientes que todavía me recordaban y en la que tenía el primer contacto con otros nuevos, jóvenes desconocidos que veía en una primera consulta agotadora que suponía el reinicio de mi ejercicio profesional (un desempeño que se diferencia de cualquier otro, basado en una singular relación humana que entraña un peculiar intercambio emocional). 

Y allí estaba él, el viejo Serafín.

Yacía ante mí, transido, casi inerte. Ni balbuceaba siquiera; sólo emitía breves y lastimeros gemidos. La escasa mímica era su lenguaje. Y sus ojos... Sus ojos hablaban incesantes; su candidez se clavaba suplicante, implorando ayuda sin convicción; su hondura ascendía doliente, mientras se ahogaba el clamor del sufrimiento.

—No es urgente, doctor Lintres, pero si usted pudiese...

Casi un lustro. ¡Cómo iba a negarme al ruego de su mujer! Acudí sin tardanza y la hija mayor me dio información detallada. Había estado hospitalizado tres meses por una crisis respiratoria de la que salió de milagro. En el informe que me proporcionó se concluía un diagnóstico novedoso para mí. Una parálisis idiopática hiperestésica, una enfermedad rara que debuta en la edad adulta y que afecta la actividad motora, respetando la sensibilidad. Reconocía mi ignorancia, antes de averiguar que se trataba de una afectación de la neurona motora; en esencia lo mismo que la esclerosis lateral amiotrófica pero no exactamente igual. Al pensar en enfermedades del sistema nervioso, aparecía la enfermedad de Parkinson con su inquietante temblor de manos y su característica rigidez; también venían a mi mente procesos desmielinizantes como la esclerosis múltiple, que afecta las sensaciones, la movilidad y las funciones intelectuales, y, ¡cómo no!, la demencia de Alzheimer que, cebándose con la memoria y el intelecto, hace perder las habilidades aprendidas y avanza irremisiblemente hacia la absoluta pérdida funcional, hasta contemplar al individuo que la sufre sin ver ni rastro de lo que fue. No era el caso. Serafín conservaba su capacidad cognitiva y su sensibilidad; tampoco temblaba; su mal parecía reducirse a un peculiar trastorno del movimiento. Su cuerpo, atrapado en sí mismo, desobedecía las órdenes de su cerebro.

—Está así desde hace un par de años —me dijo la primogénita—. Su estado es lamentable, ya lo ve. Se consume día a día y sus quejidos son continuos. Las últimas noches han sido interminables. Nadie descansa en esta casa; estamos agotadas, don Cándido; sobre todo mi madre… ¡Mejor sería que Dios se lo llevase!

Al decir esto se detuvo como avergonzada, o aturdida por esa peculiar ambivalencia de querer a alguien y desearle la muerte. Callaba con el piadoso deseo, bajando la mirada, en resignada actitud de suprema impotencia. Y el silencio se prolongó expectante hasta que la compungida esposa del moribundo tomó la palabra.

—Luisa habla así porque ama a su padre. Por mi pensamiento también ha pasado la idea de acabar definitivamente con su sufrimiento. Son dos años postrado en esa cama. De nada ha servido la rehabilitación, y la medicación no ha logrado mejorar su aspecto. Ahora sólo cabe el apoyo moral que nosotras le podemos dar y los analgésicos que mitigan su agonía. Fue un hombre tan activo… Usted bien lo sabe.

Fuente: pinterest

Sí, yo lo sabía. Diez años atrás le había encargado una estantería y un armario de roble, para ordenar mis muchos libros y mi poca vestimenta en la casita que tenía alquilada en el pueblo, y poco tuve que esperar, a pesar de los muchos encargos que le hacían. Era un extraordinario carpintero, jovial, cumplidor, entregado a su oficio, y además buena persona. Verlo en tal estado era contemplar el paradigma de la salud; alto, robusto, enhiesto, lozano, vital. Y observar en un ángulo de la alcoba el acordeón que tocaba en sus días saludables, olvidado de su dueño, me agrandaba su drama.

—Se fue apagando poco a poco —continuó la esposa—. Y ahora... Ahora precisamos un calmante eficaz. Los analgésicos que le prescribió el doctor Siles, su suplente, son demasiado suaves. O puede ser que Serafín no responda a ellos. Y que conste que no me quejo de don Roberto. Es un buen médico, un médico joven que hizo todo lo que estaba en su mano durante estos últimos años. Deseo que le vaya bien, allá a donde le corresponda ir. Él nos explicó que los calmantes más potentes le impedirían respirar y que convenía reservarlos para un futuro. Ha llegado ese futuro, doctor Lintres, y no queremos verlo sufrir más. ¿No cree que es hora de administrarle…?

La hija menor fue rotunda en el relevo: «¡Morfina! Sin duda la necesita». Lo habían hablado entre ellas, sabían que era lo más potente. Berta se expresaba con menos parsimonia que las otras dos mujeres; le bullía la sangre adolescente. A un tío que falleció de un cáncer óseo se la habían inyectado durante varios meses. Estaba justificado y no sería yo quien le negase al pobre Serafín la droga de Morfeo, cuyo único obstáculo eran las absurdas trabas administrativas. Para la dispensación de opiáceos en la farmacia era preciso realizar una doble prescripción. Aunque parezca incomprensible para las mentes pragmáticas, así era: había que cubrir una receta ordinaria y otra especial de estupefacientes que en ese momento no llevaba conmigo.

—Precisa ayuda para todo —refería Berta—; tenemos que asearlo y alimentarlo, hemos de velarlo de continuo y consolarlo a cada instante. Sus dolores deben ser atroces; no pronuncia palabra, pero por su mirada intuimos... Estoy segura, pide que demos fin a su padecimiento. Nosotras no sabemos cómo aliviarle, y nos sentimos tan frustradas que también nos duele. Nos duele el alma. Mamá sufre, Luisa sufre y yo..., yo me muerdo desesperada. ¿Qué podemos hacer? Se ha convertido en un vegetal, en un cadáver con un corazón que late, en un muerto en vida. ¡No es justo vivir así!

El enfermo estaba increíblemente desfigurado y la fotografía de la mesilla de noche lo confirmaba. No era antigua; estaba junto a su mujer, saludable, ufano y sonriente. Al lado, un platito de porcelana conmemorativo: «Vigésimo quinto aniversario». Y dos nombres dorados: «Mercedes y Serafín». No, su envejecimiento no era el natural; se había transformado totalmente; era un cuerpo abandonado. 

Substraído, escuché la voz de la hermana mayor, que corroboraba.

—Lo que Berta ha dicho, doctor Lintres. ¡Un muerto en vida!

Luisa volvió a insinuar la drástica posibilidad y no salió reproche de la madre, ni tampoco de mi parte. Todos desearíamos una muerte dulce y tranquila, una muerte serena, sin grandes sufrimientos; era mi reflexión mientras centraba la atención en el encamado. Su semblante inexpresivo, a pesar de los lamentos, conmovía el ánimo; estaba rígido, frío, cetrino, delgadísimo. Y aquellos ojos, hundidos por la caquexia, querían saltar desde la profundidad de sus cuencas; vertían su súplica, su anhelo. «Por favor, mitigue mi padecimiento o apláquelo para siempre», creían oír mis oídos desacostumbrados a los gemidos de los moribundos. El aire se llenaba de desconsuelo por aquella vida vegetante sin rayo de esperanza, y frente a la tétrica figura, pálida, osuda, cadavérica, yo meditaba. ¿Dónde está la crueldad? ¿En dejar que el padecimiento siga su curso o en liberar del sufrimiento? Mercedes me sacó del estupor.

—¿Qué me dice, don Cándido? Usted ya ve cómo está; es digno de compasión. Ha estado recibiendo más medicación que alimentos. ¡Mire lo que hay aquí!

Me mostró una caja de cartón con envases de diversos fármacos, algunos vacíos: analgésicos, antiinflamatorios, ansiolíticos, hipnóticos, antidepresivos, neurolépticos...; todo el arsenal terapéutico que había penetrado en el cuerpo del pobre Serafín. La atribulada mujer retiró el muestrario farmacéutico, perseverando entre sollozos.

—Le ruego que le administre una dosis compasiva de morfina.

Por mi cabeza de médico rural pasaron las recomendaciones de mis mejores maestros, el juramento tácito de todo profesional de la medicina y los principios de la ética médica. Hipócrates y Maimónides condicionaban las decisiones y los actos de su humilde discípulo. Quise ponerme en el lugar del doliente, figurarme sus particulares demandas, considerando la máxima hipocrática de que no hay enfermedades, sino enfermos. Porque cada caso merece atención diferente; alrededor de cada cual gira un mundo propio de pensamientos y emociones; cada esencia es inalienable e incomprensible a los demás. Acudió a mi mente la inconfesable dicotomía: ¿prolongar la vida o darle fin? No podía quebrantar los éticos preceptos, así que opté por las medidas lenitivas. Abrí mi maletín e hice lo que debía: exploración, reflexión, sedación, prescripción y oportunos consejos. Después me despedí sin mucha convicción.

Allí quedaban tres mujeres hermosas velando a un ajado moribundo.

Me fui convencido de que había hecho lo adecuado, dar consuelo a la familia del enfermo y aliviar a éste en la medida de lo posible. Había estado con ellas hasta la caída de la corta tarde, y la Luna ya imponía su misteriosa presencia en la noche invernal de Valdovirio. Recogí el talonario de estupefacientes y hablé con Saturnino, el boticario. Por la mañana, su mancebo habría de llevar a la casa de Serafín el pertinente mórfico. Luisa estaba entrenada para administrarlo. ¡Oh, Luisa!, una mujer cautivadora.

De pronto fue ella la que acaparó mi pensamiento de soltero; de vuelta desde la botica, su bella imagen me turbaba de tal modo que mi corazón palpitaba ardorosamente y mi piel se estremecía como pocas veces. Tenía un difuso recuerdo de cuando dejara el pueblo, porque su padre, entonces tan saludable, la había traído a la consulta, supongo que por algo banal; pero de sus catorce o quince años de entonces a los diecinueve o veinte actuales se había producido una gran transformación y, aun en las dolorosas circunstancias, resplandecía como una auténtica diosa; sus deliciosas facciones, su larga cabellera dorada, su armonioso cuerpo, a la vez insinuante y recatado, y sus hechizantes ojos de amatista no eran fáciles de olvidar. Aparté de mí ideas alocadas de amante repentino y exaltado, y centré la conciencia en el deber profesional.

Llegué a casa muy cansado, verdaderamente agotado por el vapuleo emocional, y me dormí prontamente. Mi mente dejó de pensar, se alejó de dolores y placeres, y enseguida fui enteramente prisionero del imprevisible dios de los sueños…

¿Qué me estaba pasando? Deseaba hablar y mi garganta enmudecía, intentaba moverme y no respondía mi cuerpo. En cambio, veía y oía, y pensaba, y sentía; me llegaban estímulos y los interpretaba. Pero, ¡ay!, no podía darles respuesta. Era realmente querer y no poder; la más grande impotencia. Trataba de reflexionar en aquella inefable oscuridad y del esfuerzo me agotaba. Después escuché una voz lejana y me pareció la de Roberto Siles, el joven galeno que yo había desplazado al volver al pueblo. A continuación, dos voces más, masculina y femenina, una tras otra; no me eran conocidas, pero se revelaron como pertenecientes a un enfermero y a una trabajadora social. Entonces comprendí que tenía una enfermedad grave, una patología de evolución prolongada incurable que me martirizaba. 

¿Me encontraba en coma? ¿Estaba anestesiado?

No sé; tenía la sensación de estar semimuerto. Supuse que habría de ser una gran carga para mi familia, hasta que caí en la cuenta de que vivía solo. Mis padres habían fallecido y mi hermana vivía felizmente casada allende el océano; de conocer mi estado, seguramente vendría a verme, como el resto de parientes, que acaso ya habían acudido y, sin poder hacer nada, retornado a sus ocupaciones. Sabía que los servicios sociales habían mejorado mucho en los últimos años, pero también que la economía del país no estaba tan boyante como para atender a un mayor número de enfermos crónicos dependientes que crecía día a día, por el envejecimiento poblacional que acarrea la mayor expectativa de vida. Y aunque yo era un hombre todavía joven, indudablemente suponía una carga social. 

Desde el insondable interior me veía hecho un viejo prematuro. Para colmo, un médico inservible que poco antes se sentía en plenitud de facultades y alardeaba de su inquebrantable salud, bruscamente retirado por mor de una dolencia imposible de combatir. ¡El doctor Lintres hecho una piltrafa! Para echarse a llorar. Inmóvil en aquella metálica y fría cama de hospital, sentí en un flanco una intensa algia que me atravesaba en puñalada. Creo que emití un grito lastimero. El dolor fue cediendo poco a poco, e imaginé que me habrían administrado una bendita dosis analgésica. Se me apareció la dulce imagen de Luisa… y soñé que soñaba.

«¡Enfermero! Si es necesario auméntele la dosis. Y usted, Mercedes, vea lo que se puede hacer», pronunció el médico que hablaba como el doctor Siles.

«Le doblaré la dosis si es preciso», respondió el enfermero.

«Haré lo que permita la ley», dijo Mercedes.

¡Mercedes! ¡Qué casualidad! Se llamaba como la mujer de Serafín. ¿Y si fuese ella? Por su timbre vocal no me lo parecía. Negué con vehemencia y quise dejar la mente en blanco, pero era incapaz de descansar. Experimenté un horrible escalofrío. Me preguntaba si sería víctima de la venganza del doctor Siles, por haberlo desplazado; o de la otra Mercedes, por haberme mostrado tan distante; o de Luisa, o de Berta, por la misma razón. De Luisa me costaba pensar mal, claro, por el cegador flechazo.

Aparté las ideas peregrinas y me puse a considerar cuántas cronicidades se habrían podido evitar con un mínimo de actuaciones preventivas destinadas a concienciar a la población de un cambio de hábitos de vida, o de una vuelta a la alimentación saludable. Sin necesidad de proponer medidas extremas, que a nada bueno conducen, explicando sencilla y llanamente las ventajas de un modo de vida, de un estilo, como en estos tiempos se dice, que no supone más que valerse del sentido común, evitando los excesos sin prohibir las fiestas conmemorativas, los banquetes o las pequeñas juergas que rompen la monotonía y nos permiten sobrellevar la dureza existencial. En cambio, ¿cómo frenar el curso de enfermedades genéticamente predispuestas que avanzan hasta adueñarse completamente de la voluntad? ¿Qué hacer con las víctimas de enfermedades raras, de las que poco o nada se sabe? ¿De qué forma lograr que las mentes crónicamente enajenadas retornen al mundo de lo sensato? Dejaba estas cuestiones en el aire de mis tinieblas y concluía que siempre existirían enfermos crónicos y, en consecuencia, una mayor o menor gran carga social, tanto desde el punto de vista económico como de la perspectiva de dependencia personal. 

«El informe de dependencia ya está tramitado, doctor», le escuché decir a la trabajadora social. Desde luego le van a reconocer el grado máximo.

«Bien, bien», asintió el médico, mi médico en ese trance.

Ahora percibía la profunda punzada en el costado contrario. Un grito semejante al de antes se siguió de parecida placidez post-analgésica. Y, consciente de mi penosa situación, continué meditando (me sorprendía de mi poder mental) que cualquier enfermedad crónica podría cebarse con cualquiera de los mortales; desde un proceso infeccioso, como una hepatitis vírica que evoluciona hacia una insuficiencia hepática, a un tumor maligno de cualquier aparato o sistema orgánico, incluida la sangre, pasando por un trastorno cardiovascular limitante, como una miocardiopatía o un ictus cerebral, ya sea éste por obstrucción arterial o hemorragia encefálica, o una enfermedad degenerativa o lesiva del sistema nervioso central, como la del pobre Serafín u otras que, en mi recién finalizada actividad asistencial de médico rural, acababa de repasar, concretamente al atenderlo a él, al carpintero que llegué a vislumbrar como suegro. ¡Ah!, su deliciosa hija no abandonaba mi enamorado y gozoso pensamiento. Luisa se había adueñado de miss células y reinaba sobre mi adormecida voluntad.

«¿Cuál es el diagnóstico definitivo, doctor?», preguntó el enfermero.

«Hemos concluido que padece una parálisis idiopática hiperestésica», sentenció el heredero de Hipócrates, mientras registraba la dolencia con su código internacional.

¡Parálisis idiopática hiperestésica! ¡Lo mismo que Serafín! ¿Cómo era posible, siendo una enfermedad tan extraña? Maldije mi mala suerte, pero un tiempo después (no sabía si pasaran minutos, horas o días) ya me daba igual. Mi médico se estaba refiriendo a una de tantas alteraciones que condicionan la vida, que provocan incapacidad, que imposibilitan la actividad habitual, que incluso impiden el disfrute de actividades lúdicas y suponen la necesidad de ayuda para realizar las tareas cotidianas más elementales, como asearse o vestirse. Quedaban al margen enfermedades comunes de todos conocidas, sobrellevadas en parte con algunos cambios higiénico-dietéticos y con la ayuda de fármacos en su justa medida. La mía era uno de esas dolencias menos comunes, de etiología incierta y de tratamiento limitado, de muy diversa índole, inmunológicas, endocrinas, del tejido conjuntivo o multifactoriales, incluyendo las que no dejan huella orgánica, que afectan a la mente, destruyen la integridad del individuo y, en definitiva, son invalidantes. Otros enfermos de larga evolución podían disponer de tratamientos paliativos para mejorar su calidad de vida; valga el ejemplo de los que presentando insuficiencia renal crónica son desintoxicados mediante diálisis. Para mí no existían semejantes medidas reconfortantes. Algunos eran tratados quirúrgicamente, aun a riesgo de sufrir graves secuelas o de necesitar posteriores cuidados especiales; basta reparar en los traqueostomizados, gastrostomizados, colostomizados o trasplantados de órganos. Y lo mío no era cuestión de cirugía. Con mi rara enfermedad entre las enfermedades raras —y largo es el listado—, tan rápidamente progresiva, nada cabía esperar de ninguna terapia conocida. Así que decidí resignarme. 

Pero la conformidad no llevaba aparejada la paz y un arrebato me sustrajo del feliz reposo. Creí que deliraba, o que me hallaba en otro planeta. En el aislamiento más atroz, en la soledad más angustiosa, hallé tres pares de ojos que impasibles me miraban. Dos hombres y una mujer que tras cruzar sus miradas volvían a contemplarme fríamente. Después, en medio de las sombras interiores, me pareció que discutían.

«¿Qué hacemos con él?», era el interrogante general, que se reiteraba en su variante. «¿Vida o eutanasia?». Y yo expectante, sin capacidad de decisión.

Los escuchaba abatido, atado a una rígida cama de hospital, como singular prisionero, incapaz de movilizar las extremidades y de articular palabra; absolutamente paralizado de cuerpo y de alma, supeditado a otros. En la negrura, un hombre pretendía mantener mi cuerpo vegetal; el otro, optaba por dar fin a mi penoso estado; y la mujer se mostraba indecisa. Sus compañeros trataban de inclinarla hacia su posición respectiva; el femenino titubeo me inquietaba. Tras una eternidad, ella se decidió.

«Me he convencido: la vida es sagrada.»

¡Oh Dios! Estaba de parte de los bondadosos. De quienes portan el piadoso estandarte, la discutible piedad. Entonces, me fijé en su rostro: ¡Mercedes! En concesión de agradecimiento, me fui hacia el discrepante: ¡Serafín!, el de la foto; él era el enfermero. ¿Y el primero, el cabronazo? Estaba de espaldas, se giró y... ¡mi alter ego! La voz del médico que había escuchado no era la del doctor Siles, sino la de mi otro yo. Señor, tenía derecho a seguir gozando de mi vida, de mi fatal condena. ¡Condenado a vivir! Si a los ojos salvadores suponía el triunfo de la bella existencia, con todo el goce y atractivo que cabría esperarse de un mundo tenebroso en inequívoca postura horizontal, en mis entrañas sentía la aprisionadora sentencia que me encadenaba a mi propio tiempo interminable. Creí escuchar un grito de desesperación y…

¡Fin de la alucinación angustiosa!

Jadeante y sudoroso me sobresalté, emití un grito de espanto y precisé de largos minutos para recuperar la entereza. Pocos saben lo que es estar al borde de la muerte y volver felizmente a la vida, después de haber entrado en el trance del que ya no se espera salir. Aquello no era verdadero, pero me lo parecía. El sufrimiento que mi mente había experimentado no tenía nada de ficticio. Creo que lloré al percatarme de mi realidad. Estaba en mi lecho, no en una gran institución, y además completamente sano. «¡Señor, qué suerte la mía!», me dije. Elevé mi gratitud al cielo, cerré los párpados y me entregué a un sosiego renovador, hasta alcanzar el goce supremo.

Misteriosamente, me llegó la alegre sonoridad de un viejo acordeón, la bendición de su música. Era hora de levantarse y de emprender la segunda jornada en Valdovirio, en el lugar que había acogido mi regreso. Respiré hondo, muy hondo, sabiendo lo grande que era mi fortuna. El doctor Cándido Lintres podía valerse por sí mismo, tenía capacidad para decidir, era autosuficiente. ¿Qué más podía desear? Nada. Nada, excepto el amoroso y necesario reencuentro con Luisa.

[1982/1994]

Sol's Euthanasia
Secuencia de "Cuando el destino nos alcance" (Soylent Green, 1973)
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