viernes, 11 de noviembre de 2022

Agridulce decisión


   La toma de decisiones médicas puede ser muy complicada.

[Relato]

        Durante el tiempo que estuve ausente no tuve noticias de su evolución clínica. Y al regresar a Valdovirio pude comprobar en su persona el humano drama que todo lo reduce al ser y no ser. Por circunstancias vitales que no viene a cuento explicar, me había desligado de mis habituales funciones profesionales, dejando de ejercer la medicina durante casi cinco años; un largo periodo para una actividad que requiere de la práctica continua, si uno no quiere perder las habilidades aprendidas y la capacidad de afrontar el sufrimiento humano. Antes del retorno, tuve que repasar algunos temas y refrescar conocimientos casi olvidados; necesitaba aquietar mi conciencia. Hube de ponerme al día con prontitud para volver a la cotidianidad que dispone al terapeuta frente al doliente, al experto bendecido por la vara de Esculapio ante el enfermo que espera lo mejor de su arte. Me pidieron que fuese a visitarlo porque había empeorado; algo esperado del progresivo mal que le aquejaba. El doctor Roberto Siles, el joven médico saliente, me había puesto al tanto de los enfermos encamados. Llegué en cuanto pude, después de una larga jornada en la que me reencontraba con pacientes que todavía me recordaban y en la que tenía el primer contacto con otros nuevos, jóvenes desconocidos que veía en una primera consulta agotadora que suponía el reinicio de mi ejercicio profesional (un desempeño que se diferencia de cualquier otro, basado en una singular relación humana que entraña un peculiar intercambio emocional). 

Y allí estaba él, el viejo Serafín.

Yacía ante mí, transido, casi inerte. Ni balbuceaba siquiera; sólo emitía breves y lastimeros gemidos. La escasa mímica era su lenguaje. Y sus ojos... Sus ojos hablaban incesantes; su candidez se clavaba suplicante, implorando ayuda sin convicción; su hondura ascendía doliente, mientras se ahogaba el clamor del sufrimiento.

—No es urgente, doctor Lintres, pero si usted pudiese...

Casi un lustro. ¡Cómo iba a negarme al ruego de su mujer! Acudí sin tardanza y la hija mayor me dio información detallada. Había estado hospitalizado tres meses por una crisis respiratoria de la que salió de milagro. En el informe que me proporcionó se concluía un diagnóstico novedoso para mí. Una parálisis idiopática hiperestésica, una enfermedad rara que debuta en la edad adulta y que afecta la actividad motora, respetando la sensibilidad. Reconocía mi ignorancia, antes de averiguar que se trataba de una afectación de la neurona motora; en esencia lo mismo que la esclerosis lateral amiotrófica pero no exactamente igual. Al pensar en enfermedades del sistema nervioso, aparecía la enfermedad de Parkinson con su inquietante temblor de manos y su característica rigidez; también venían a mi mente procesos desmielinizantes como la esclerosis múltiple, que afecta las sensaciones, la movilidad y las funciones intelectuales, y, ¡cómo no!, la demencia de Alzheimer que, cebándose con la memoria y el intelecto, hace perder las habilidades aprendidas y avanza irremisiblemente hacia la absoluta pérdida funcional, hasta contemplar al individuo que la sufre sin ver ni rastro de lo que fue. No era el caso. Serafín conservaba su capacidad cognitiva y su sensibilidad; tampoco temblaba; su mal parecía reducirse a un peculiar trastorno del movimiento. Su cuerpo, atrapado en sí mismo, desobedecía las órdenes de su cerebro.

—Está así desde hace un par de años —me dijo la primogénita—. Su estado es lamentable, ya lo ve. Se consume día a día y sus quejidos son continuos. Las últimas noches han sido interminables. Nadie descansa en esta casa; estamos agotadas, don Cándido; sobre todo mi madre… ¡Mejor sería que Dios se lo llevase!

Al decir esto se detuvo como avergonzada, o aturdida por esa peculiar ambivalencia de querer a alguien y desearle la muerte. Callaba con el piadoso deseo, bajando la mirada, en resignada actitud de suprema impotencia. Y el silencio se prolongó expectante hasta que la compungida esposa del moribundo tomó la palabra.

—Luisa habla así porque ama a su padre. Por mi pensamiento también ha pasado la idea de acabar definitivamente con su sufrimiento. Son dos años postrado en esa cama. De nada ha servido la rehabilitación, y la medicación no ha logrado mejorar su aspecto. Ahora sólo cabe el apoyo moral que nosotras le podemos dar y los analgésicos que mitigan su agonía. Fue un hombre tan activo… Usted bien lo sabe.

Fuente: pinterest

Sí, yo lo sabía. Diez años atrás le había encargado una estantería y un armario de roble, para ordenar mis muchos libros y mi poca vestimenta en la casita que tenía alquilada en el pueblo, y poco tuve que esperar, a pesar de los muchos encargos que le hacían. Era un extraordinario carpintero, jovial, cumplidor, entregado a su oficio, y además buena persona. Verlo en tal estado era contemplar el paradigma de la salud; alto, robusto, enhiesto, lozano, vital. Y observar en un ángulo de la alcoba el acordeón que tocaba en sus días saludables, olvidado de su dueño, me agrandaba su drama.

—Se fue apagando poco a poco —continuó la esposa—. Y ahora... Ahora precisamos un calmante eficaz. Los analgésicos que le prescribió el doctor Siles, su suplente, son demasiado suaves. O puede ser que Serafín no responda a ellos. Y que conste que no me quejo de don Roberto. Es un buen médico, un médico joven que hizo todo lo que estaba en su mano durante estos últimos años. Deseo que le vaya bien, allá a donde le corresponda ir. Él nos explicó que los calmantes más potentes le impedirían respirar y que convenía reservarlos para un futuro. Ha llegado ese futuro, doctor Lintres, y no queremos verlo sufrir más. ¿No cree que es hora de administrarle…?

La hija menor fue rotunda en el relevo: «¡Morfina! Sin duda la necesita». Lo habían hablado entre ellas, sabían que era lo más potente. Berta se expresaba con menos parsimonia que las otras dos mujeres; le bullía la sangre adolescente. A un tío que falleció de un cáncer óseo se la habían inyectado durante varios meses. Estaba justificado y no sería yo quien le negase al pobre Serafín la droga de Morfeo, cuyo único obstáculo eran las absurdas trabas administrativas. Para la dispensación de opiáceos en la farmacia era preciso realizar una doble prescripción. Aunque parezca incomprensible para las mentes pragmáticas, así era: había que cubrir una receta ordinaria y otra especial de estupefacientes que en ese momento no llevaba conmigo.

—Precisa ayuda para todo —refería Berta—; tenemos que asearlo y alimentarlo, hemos de velarlo de continuo y consolarlo a cada instante. Sus dolores deben ser atroces; no pronuncia palabra, pero por su mirada intuimos... Estoy segura, pide que demos fin a su padecimiento. Nosotras no sabemos cómo aliviarle, y nos sentimos tan frustradas que también nos duele. Nos duele el alma. Mamá sufre, Luisa sufre y yo..., yo me muerdo desesperada. ¿Qué podemos hacer? Se ha convertido en un vegetal, en un cadáver con un corazón que late, en un muerto en vida. ¡No es justo vivir así!

El enfermo estaba increíblemente desfigurado y la fotografía de la mesilla de noche lo confirmaba. No era antigua; estaba junto a su mujer, saludable, ufano y sonriente. Al lado, un platito de porcelana conmemorativo: «Vigésimo quinto aniversario». Y dos nombres dorados: «Mercedes y Serafín». No, su envejecimiento no era el natural; se había transformado totalmente; era un cuerpo abandonado. 

Substraído, escuché la voz de la hermana mayor, que corroboraba.

—Lo que Berta ha dicho, doctor Lintres. ¡Un muerto en vida!

Luisa volvió a insinuar la drástica posibilidad y no salió reproche de la madre, ni tampoco de mi parte. Todos desearíamos una muerte dulce y tranquila, una muerte serena, sin grandes sufrimientos; era mi reflexión mientras centraba la atención en el encamado. Su semblante inexpresivo, a pesar de los lamentos, conmovía el ánimo; estaba rígido, frío, cetrino, delgadísimo. Y aquellos ojos, hundidos por la caquexia, querían saltar desde la profundidad de sus cuencas; vertían su súplica, su anhelo. «Por favor, mitigue mi padecimiento o apláquelo para siempre», creían oír mis oídos desacostumbrados a los gemidos de los moribundos. El aire se llenaba de desconsuelo por aquella vida vegetante sin rayo de esperanza, y frente a la tétrica figura, pálida, osuda, cadavérica, yo meditaba. ¿Dónde está la crueldad? ¿En dejar que el padecimiento siga su curso o en liberar del sufrimiento? Mercedes me sacó del estupor.

—¿Qué me dice, don Cándido? Usted ya ve cómo está; es digno de compasión. Ha estado recibiendo más medicación que alimentos. ¡Mire lo que hay aquí!

Me mostró una caja de cartón con envases de diversos fármacos, algunos vacíos: analgésicos, antiinflamatorios, ansiolíticos, hipnóticos, antidepresivos, neurolépticos...; todo el arsenal terapéutico que había penetrado en el cuerpo del pobre Serafín. La atribulada mujer retiró el muestrario farmacéutico, perseverando entre sollozos.

—Le ruego que le administre una dosis compasiva de morfina.

Por mi cabeza de médico rural pasaron las recomendaciones de mis mejores maestros, el juramento tácito de todo profesional de la medicina y los principios de la ética médica. Hipócrates y Maimónides condicionaban las decisiones y los actos de su humilde discípulo. Quise ponerme en el lugar del doliente, figurarme sus particulares demandas, considerando la máxima hipocrática de que no hay enfermedades, sino enfermos. Porque cada caso merece atención diferente; alrededor de cada cual gira un mundo propio de pensamientos y emociones; cada esencia es inalienable e incomprensible a los demás. Acudió a mi mente la inconfesable dicotomía: ¿prolongar la vida o darle fin? No podía quebrantar los éticos preceptos, así que opté por las medidas lenitivas. Abrí mi maletín e hice lo que debía: exploración, reflexión, sedación, prescripción y oportunos consejos. Después me despedí sin mucha convicción.

Allí quedaban tres mujeres hermosas velando a un ajado moribundo.

Me fui convencido de que había hecho lo adecuado, dar consuelo a la familia del enfermo y aliviar a éste en la medida de lo posible. Había estado con ellas hasta la caída de la corta tarde, y la Luna ya imponía su misteriosa presencia en la noche invernal de Valdovirio. Recogí el talonario de estupefacientes y hablé con Saturnino, el boticario. Por la mañana, su mancebo habría de llevar a la casa de Serafín el pertinente mórfico. Luisa estaba entrenada para administrarlo. ¡Oh, Luisa!, una mujer cautivadora.

De pronto fue ella la que acaparó mi pensamiento de soltero; de vuelta desde la botica, su bella imagen me turbaba de tal modo que mi corazón palpitaba ardorosamente y mi piel se estremecía como pocas veces. Tenía un difuso recuerdo de cuando dejara el pueblo, porque su padre, entonces tan saludable, la había traído a la consulta, supongo que por algo banal; pero de sus catorce o quince años de entonces a los diecinueve o veinte actuales se había producido una gran transformación y, aun en las dolorosas circunstancias, resplandecía como una auténtica diosa; sus deliciosas facciones, su larga cabellera dorada, su armonioso cuerpo, a la vez insinuante y recatado, y sus hechizantes ojos de amatista no eran fáciles de olvidar. Aparté de mí ideas alocadas de amante repentino y exaltado, y centré la conciencia en el deber profesional.

Llegué a casa muy cansado, verdaderamente agotado por el vapuleo emocional, y me dormí prontamente. Mi mente dejó de pensar, se alejó de dolores y placeres, y enseguida fui enteramente prisionero del imprevisible dios de los sueños…

¿Qué me estaba pasando? Deseaba hablar y mi garganta enmudecía, intentaba moverme y no respondía mi cuerpo. En cambio, veía y oía, y pensaba, y sentía; me llegaban estímulos y los interpretaba. Pero, ¡ay!, no podía darles respuesta. Era realmente querer y no poder; la más grande impotencia. Trataba de reflexionar en aquella inefable oscuridad y del esfuerzo me agotaba. Después escuché una voz lejana y me pareció la de Roberto Siles, el joven galeno que yo había desplazado al volver al pueblo. A continuación, dos voces más, masculina y femenina, una tras otra; no me eran conocidas, pero se revelaron como pertenecientes a un enfermero y a una trabajadora social. Entonces comprendí que tenía una enfermedad grave, una patología de evolución prolongada incurable que me martirizaba. 

¿Me encontraba en coma? ¿Estaba anestesiado?

No sé; tenía la sensación de estar semimuerto. Supuse que habría de ser una gran carga para mi familia, hasta que caí en la cuenta de que vivía solo. Mis padres habían fallecido y mi hermana vivía felizmente casada allende el océano; de conocer mi estado, seguramente vendría a verme, como el resto de parientes, que acaso ya habían acudido y, sin poder hacer nada, retornado a sus ocupaciones. Sabía que los servicios sociales habían mejorado mucho en los últimos años, pero también que la economía del país no estaba tan boyante como para atender a un mayor número de enfermos crónicos dependientes que crecía día a día, por el envejecimiento poblacional que acarrea la mayor expectativa de vida. Y aunque yo era un hombre todavía joven, indudablemente suponía una carga social. 

Desde el insondable interior me veía hecho un viejo prematuro. Para colmo, un médico inservible que poco antes se sentía en plenitud de facultades y alardeaba de su inquebrantable salud, bruscamente retirado por mor de una dolencia imposible de combatir. ¡El doctor Lintres hecho una piltrafa! Para echarse a llorar. Inmóvil en aquella metálica y fría cama de hospital, sentí en un flanco una intensa algia que me atravesaba en puñalada. Creo que emití un grito lastimero. El dolor fue cediendo poco a poco, e imaginé que me habrían administrado una bendita dosis analgésica. Se me apareció la dulce imagen de Luisa… y soñé que soñaba.

«¡Enfermero! Si es necesario auméntele la dosis. Y usted, Mercedes, vea lo que se puede hacer», pronunció el médico que hablaba como el doctor Siles.

«Le doblaré la dosis si es preciso», respondió el enfermero.

«Haré lo que permita la ley», dijo Mercedes.

¡Mercedes! ¡Qué casualidad! Se llamaba como la mujer de Serafín. ¿Y si fuese ella? Por su timbre vocal no me lo parecía. Negué con vehemencia y quise dejar la mente en blanco, pero era incapaz de descansar. Experimenté un horrible escalofrío. Me preguntaba si sería víctima de la venganza del doctor Siles, por haberlo desplazado; o de la otra Mercedes, por haberme mostrado tan distante; o de Luisa, o de Berta, por la misma razón. De Luisa me costaba pensar mal, claro, por el cegador flechazo.

Aparté las ideas peregrinas y me puse a considerar cuántas cronicidades se habrían podido evitar con un mínimo de actuaciones preventivas destinadas a concienciar a la población de un cambio de hábitos de vida, o de una vuelta a la alimentación saludable. Sin necesidad de proponer medidas extremas, que a nada bueno conducen, explicando sencilla y llanamente las ventajas de un modo de vida, de un estilo, como en estos tiempos se dice, que no supone más que valerse del sentido común, evitando los excesos sin prohibir las fiestas conmemorativas, los banquetes o las pequeñas juergas que rompen la monotonía y nos permiten sobrellevar la dureza existencial. En cambio, ¿cómo frenar el curso de enfermedades genéticamente predispuestas que avanzan hasta adueñarse completamente de la voluntad? ¿Qué hacer con las víctimas de enfermedades raras, de las que poco o nada se sabe? ¿De qué forma lograr que las mentes crónicamente enajenadas retornen al mundo de lo sensato? Dejaba estas cuestiones en el aire de mis tinieblas y concluía que siempre existirían enfermos crónicos y, en consecuencia, una mayor o menor gran carga social, tanto desde el punto de vista económico como de la perspectiva de dependencia personal. 

«El informe de dependencia ya está tramitado, doctor», le escuché decir a la trabajadora social. Desde luego le van a reconocer el grado máximo.

«Bien, bien», asintió el médico, mi médico en ese trance.

Ahora percibía la profunda punzada en el costado contrario. Un grito semejante al de antes se siguió de parecida placidez post-analgésica. Y, consciente de mi penosa situación, continué meditando (me sorprendía de mi poder mental) que cualquier enfermedad crónica podría cebarse con cualquiera de los mortales; desde un proceso infeccioso, como una hepatitis vírica que evoluciona hacia una insuficiencia hepática, a un tumor maligno de cualquier aparato o sistema orgánico, incluida la sangre, pasando por un trastorno cardiovascular limitante, como una miocardiopatía o un ictus cerebral, ya sea éste por obstrucción arterial o hemorragia encefálica, o una enfermedad degenerativa o lesiva del sistema nervioso central, como la del pobre Serafín u otras que, en mi recién finalizada actividad asistencial de médico rural, acababa de repasar, concretamente al atenderlo a él, al carpintero que llegué a vislumbrar como suegro. ¡Ah!, su deliciosa hija no abandonaba mi enamorado y gozoso pensamiento. Luisa se había adueñado de miss células y reinaba sobre mi adormecida voluntad.

«¿Cuál es el diagnóstico definitivo, doctor?», preguntó el enfermero.

«Hemos concluido que padece una parálisis idiopática hiperestésica», sentenció el heredero de Hipócrates, mientras registraba la dolencia con su código internacional.

¡Parálisis idiopática hiperestésica! ¡Lo mismo que Serafín! ¿Cómo era posible, siendo una enfermedad tan extraña? Maldije mi mala suerte, pero un tiempo después (no sabía si pasaran minutos, horas o días) ya me daba igual. Mi médico se estaba refiriendo a una de tantas alteraciones que condicionan la vida, que provocan incapacidad, que imposibilitan la actividad habitual, que incluso impiden el disfrute de actividades lúdicas y suponen la necesidad de ayuda para realizar las tareas cotidianas más elementales, como asearse o vestirse. Quedaban al margen enfermedades comunes de todos conocidas, sobrellevadas en parte con algunos cambios higiénico-dietéticos y con la ayuda de fármacos en su justa medida. La mía era uno de esas dolencias menos comunes, de etiología incierta y de tratamiento limitado, de muy diversa índole, inmunológicas, endocrinas, del tejido conjuntivo o multifactoriales, incluyendo las que no dejan huella orgánica, que afectan a la mente, destruyen la integridad del individuo y, en definitiva, son invalidantes. Otros enfermos de larga evolución podían disponer de tratamientos paliativos para mejorar su calidad de vida; valga el ejemplo de los que presentando insuficiencia renal crónica son desintoxicados mediante diálisis. Para mí no existían semejantes medidas reconfortantes. Algunos eran tratados quirúrgicamente, aun a riesgo de sufrir graves secuelas o de necesitar posteriores cuidados especiales; basta reparar en los traqueostomizados, gastrostomizados, colostomizados o trasplantados de órganos. Y lo mío no era cuestión de cirugía. Con mi rara enfermedad entre las enfermedades raras —y largo es el listado—, tan rápidamente progresiva, nada cabía esperar de ninguna terapia conocida. Así que decidí resignarme. 

Pero la conformidad no llevaba aparejada la paz y un arrebato me sustrajo del feliz reposo. Creí que deliraba, o que me hallaba en otro planeta. En el aislamiento más atroz, en la soledad más angustiosa, hallé tres pares de ojos que impasibles me miraban. Dos hombres y una mujer que tras cruzar sus miradas volvían a contemplarme fríamente. Después, en medio de las sombras interiores, me pareció que discutían.

«¿Qué hacemos con él?», era el interrogante general, que se reiteraba en su variante. «¿Vida o eutanasia?». Y yo expectante, sin capacidad de decisión.

Los escuchaba abatido, atado a una rígida cama de hospital, como singular prisionero, incapaz de movilizar las extremidades y de articular palabra; absolutamente paralizado de cuerpo y de alma, supeditado a otros. En la negrura, un hombre pretendía mantener mi cuerpo vegetal; el otro, optaba por dar fin a mi penoso estado; y la mujer se mostraba indecisa. Sus compañeros trataban de inclinarla hacia su posición respectiva; el femenino titubeo me inquietaba. Tras una eternidad, ella se decidió.

«Me he convencido: la vida es sagrada.»

¡Oh Dios! Estaba de parte de los bondadosos. De quienes portan el piadoso estandarte, la discutible piedad. Entonces, me fijé en su rostro: ¡Mercedes! En concesión de agradecimiento, me fui hacia el discrepante: ¡Serafín!, el de la foto; él era el enfermero. ¿Y el primero, el cabronazo? Estaba de espaldas, se giró y... ¡mi alter ego! La voz del médico que había escuchado no era la del doctor Siles, sino la de mi otro yo. Señor, tenía derecho a seguir gozando de mi vida, de mi fatal condena. ¡Condenado a vivir! Si a los ojos salvadores suponía el triunfo de la bella existencia, con todo el goce y atractivo que cabría esperarse de un mundo tenebroso en inequívoca postura horizontal, en mis entrañas sentía la aprisionadora sentencia que me encadenaba a mi propio tiempo interminable. Creí escuchar un grito de desesperación y…

¡Fin de la alucinación angustiosa!

Jadeante y sudoroso me sobresalté, emití un grito de espanto y precisé de largos minutos para recuperar la entereza. Pocos saben lo que es estar al borde de la muerte y volver felizmente a la vida, después de haber entrado en el trance del que ya no se espera salir. Aquello no era verdadero, pero me lo parecía. El sufrimiento que mi mente había experimentado no tenía nada de ficticio. Creo que lloré al percatarme de mi realidad. Estaba en mi lecho, no en una gran institución, y además completamente sano. «¡Señor, qué suerte la mía!», me dije. Elevé mi gratitud al cielo, cerré los párpados y me entregué a un sosiego renovador, hasta alcanzar el goce supremo.

Misteriosamente, me llegó la alegre sonoridad de un viejo acordeón, la bendición de su música. Era hora de levantarse y de emprender la segunda jornada en Valdovirio, en el lugar que había acogido mi regreso. Respiré hondo, muy hondo, sabiendo lo grande que era mi fortuna. El doctor Cándido Lintres podía valerse por sí mismo, tenía capacidad para decidir, era autosuficiente. ¿Qué más podía desear? Nada. Nada, excepto el amoroso y necesario reencuentro con Luisa.

[1982/1994]

Sol's Euthanasia
Secuencia de "Cuando el destino nos alcance" (Soylent Green, 1973)
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