[Microrrelato]
Marchaba hacia el patíbulo a la fuerza, al son de una marcha aterradora. Los tétricos acordes atronaban esa madrugada sombría del año bisiesto en que estalló la locura estatal, mientras mil voces me insultaban: “¡Cabrón!”.
Un siniestro fiscal, paradigma del nuevo orden, anulara a mi tenaz abogado. Tenía al juez de su parte. Sin justicia, o pagaba la multa o me iba al otro barrio; no había justo medio. Y todo por saltarme un semáforo. ¡Señor…! La implacable administración del reciente Estado sin Derecho era una máquina de recaudar… y de matar. Yo no quería morir, por supuesto, pero carente del millón de euros de sanción y sin fiador, nada podía hacer. En el paradójico cuadrado de la Plaza del Aro, por donde me hicieron pasar, la gente gritaba: “¡Muerte al condenado!”.
Pero al final me liberaron… Desperté sacudiéndome la pesadilla. Escuché una placentera melodía. Y sonreí como feliz ex condenado.
[2016, feb.]
"Marcha al suplicio" de la Sinfonía Fantástica, de Hector Berlioz
***
Por similitud condenatoria, no podemos dejar de recordar la ejecución del teólogo y científico Miguel Servet (1511-1553), junto al pago de una multa de 1.000 libras de oro, por sentencia de la Inquisición francesa a instancia de Calvino, el 17 de junio de 1553. Podemos imaginar el proceso de Servet, sometido a un auto de fe. Su muerte en la hoguera, a fuego lento, nos repugna y nos produce escalofríos. Y todo por su libertad de pensamiento, su honestidad moral y su descripción de la circulación pulmonar o menor de la sangre, acusado por ello de blasfemo y hereje.
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