—Amo mi profesión, aunque las condiciones para ejercerla sean adversas.
—Yo también la amaba, pero todo tiene un límite...
Se habla de crisis vocacional en medicina, de que cada vez hay menos aspirantes a galenos, mujeres y hombres, con verdadera vocación médica, por todo lo que entraña esa profunda «llamada interior». No está claro que el detonante fundamental haya sido la pandemia coronavírica, aunque en verdad hizo reflexionar a muchos profesionales de la medicina sobre el verdadero valor de su ejercicio, tan aplaudido por enfrentarse en malas condiciones a lo desconocido y tan vapuleado cuando el peligro parecía haber pasado. En gran parte de los veteranos hay decepción y en los jóvenes, desconfianza. Algunos médicos abandonan prematuramente y otros, sin dejar la que ha sido su elección de vida, se plantean nuevos horizontes. Hay razones para ello: demasiada presión asistencial y gerencial; creciente carga de agresividad social; sobrada responsabilidad para poca recompensa; escasa satisfacción en general que haga mantener el entusiasmo. La sociedad ha ido evolucionando hacia una acuciante fragilidad mental de sus individuos; la intolerancia a la mínima perturbación –o a la frustración– es lo común, la impaciencia en grado sumo se impone, la irreflexión es parte principal de la estulticia creciente. Entonces, el ejercicio de una labor tan humanística, racional y emotiva como la medicina se hace excesivamente dura, hasta llevar incluso al agotamiento absoluto que supone el burnout o desgaste profesional, un síndrome que se expande. Uno puede ser sacrificado, tolerante, comprensivo, resistente a los avatares..., en fin, profesional íntegro, pero, cuando se alcanza un límite inadmisible, el espíritu vocacional se resquebraja y acaba despedazándose. Por eso cabe concluir con una pregunta pertinente: ¿hoy en día merece la pena ser médico?
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En cualquier caso, procuremos abrazar el optimismo sanitario.
Borodin: Sinfonía n.º 1. III. Andante
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