Para la mayoría, el lenguaje es mero elemento de comunicación, necesidad para sobrevivir, y para algunos mucho más: herramienta de trabajo y juego inacabable, elemento clarificador y arma de confusión, misterio deseado y diafanidad, sangre agitada y descanso, orgullo y humildad, manifiesto de superioridad y de modestia, distingo de lo vulgar y vulgaridad plena, dardo envenenado y beso dulce, riqueza total y pobreza absoluta, gran opresión y liberación plena, creación y destrucción, dolor y placer, salvamento y perdición... Sólo a la minoría le duele su adulteración.
Alarma la corrupción de los superlativos… La pereza lingüística aniquila la construcción que de los mismos hace nuestro idioma. Ya no se dice buenísimo, famosísimo, lindísimo, feísimo o grandísimo. Hoy en día escandaliza la intromisión del súper: superbueno, superfamoso, superlindo, superfeo, supergrande. El súper pulula por doquier como una plaga y uno llega a acostumbrarse, aunque no pueda asimilarlo del todo. Llegué a escuchar a una chica que, hablando por su “móvil”, le decía a su interlocutor que el aparato de telefonía que estaba utilizando, comprado recientemente, era superpequeño. ¡Qué dislate! Podrá ser correcto, pero me chirría.
Inquieta el desconcierto lingüístico con el género… Decimos indistintamente el/la geriatra, el/la pediatra, el/la psiquiatra, el/la oculista o el/la foniatra. Son sustantivos de apariencia femenina válidos para ambos géneros. En cambio, se pretende la feminización de sustantivos de apariencia masculina: la psicóloga, la ginecóloga, la médica...; y yendo más lejos, de los indistintos, sirviendo de ejemplo: la jueza (ya sé que se admite, pero me suena fatal). ¿Por qué no admitir en consecuencia: el geriatro, el pediatro, el psiquiatro, el oculisto o el foniatro?
Molesta el uso redundante del número plural... Cuando los dominantes se dirigen a los dominados –aun en aparente relación entre iguales–, es empleado doblemente (“desdoblamiento léxico”)*, siendo gramaticalmente innecesario: ciudadanos y ciudadanas, trabajadores y trabajadoras, compañeros y compañeras, amigos y amigas... Siempre, o casi, en este orden y no al revés; en el afán lisonjero se olvida la caballerosidad y la gentileza (se elude incluso la concordancia con el género). Claro que, a falta de constructivas ideas, sirve para dilatar un discurso, para decir lo mismo con el doble de palabras.
Alarma la corrupción de los superlativos… La pereza lingüística aniquila la construcción que de los mismos hace nuestro idioma. Ya no se dice buenísimo, famosísimo, lindísimo, feísimo o grandísimo. Hoy en día escandaliza la intromisión del súper: superbueno, superfamoso, superlindo, superfeo, supergrande. El súper pulula por doquier como una plaga y uno llega a acostumbrarse, aunque no pueda asimilarlo del todo. Llegué a escuchar a una chica que, hablando por su “móvil”, le decía a su interlocutor que el aparato de telefonía que estaba utilizando, comprado recientemente, era superpequeño. ¡Qué dislate! Podrá ser correcto, pero me chirría.
Inquieta el desconcierto lingüístico con el género… Decimos indistintamente el/la geriatra, el/la pediatra, el/la psiquiatra, el/la oculista o el/la foniatra. Son sustantivos de apariencia femenina válidos para ambos géneros. En cambio, se pretende la feminización de sustantivos de apariencia masculina: la psicóloga, la ginecóloga, la médica...; y yendo más lejos, de los indistintos, sirviendo de ejemplo: la jueza (ya sé que se admite, pero me suena fatal). ¿Por qué no admitir en consecuencia: el geriatro, el pediatro, el psiquiatro, el oculisto o el foniatro?
Molesta el uso redundante del número plural... Cuando los dominantes se dirigen a los dominados –aun en aparente relación entre iguales–, es empleado doblemente (“desdoblamiento léxico”)*, siendo gramaticalmente innecesario: ciudadanos y ciudadanas, trabajadores y trabajadoras, compañeros y compañeras, amigos y amigas... Siempre, o casi, en este orden y no al revés; en el afán lisonjero se olvida la caballerosidad y la gentileza (se elude incluso la concordancia con el género). Claro que, a falta de constructivas ideas, sirve para dilatar un discurso, para decir lo mismo con el doble de palabras.
¿Por qué desvirtuar el idioma? Lo anteriormente dicho sobre el género y el número parece consecuencia de un posicionamiento feminista extremadamente susceptible que, estoy seguro, parte del elemento masculino, por un afán de dar coba y ganarse al sector más numeroso; adulaciones o lisonjas politiqueras engañosamente progresistas. Nuestra lengua se presta a estos juegos; los anglosajones lo tienen resuelto. De otras razones habrán de decir los lingüistas.
*Pretensión feminista de un “lenguaje no sexista o inclusivo”. También se pretende en el lenguaje escrito el uso de '@' (arroba) o 'x' para englobar lo masculino ('o') y lo femenino y ('a'); p. ej. médic@s/médicxs, no admitido por la RAE.
Cantinfleando
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Enlaces lingüísticos
Gramática (morfología, sintaxis, fonética)
Elcastellano.org (Gramática. Normas del español actual)
Más sobre la desvirtuación del lenguaje
Aún recordamos el abuso y mal uso de la palabra parafernalia, que de significar ‘bienes parafernales’ (dote matrimonial) pasó a ser boato ceremonial. Y la confusión entre políticos de los verbos dimitir (renunciar a algo) y cesar (o destituir), no diferenciando la dimisión voluntaria del cese o destitución por decisión ajena; así, se decía: ‘‘Lo han dimitido’’, en vez de ‘‘Lo han cesado (destituido)’’. Y es que gran parte de la perversión del lenguaje procede de la clase política, que en vez de dar ejemplo de buen uso de la lengua, confunde a la ciudadanía.
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