Santa Compaña |
La ciencia casi siempre tiene una explicación.
[Relato]
Golpearon a la puerta; eran las tres de la madrugada. Los toques de llamada se hacían cada vez más intensos, y el doctor Eive se despertó sobresaltado. Si algo grato estaba soñando, desapareció sin dejar huella. Encendió la luz de la mesilla de noche, se levantó enseguida, se puso la bata de casa, miró en silencio a su mujer y bajó con rapidez. Su abnegada vocación asumía la molestia que supone la interrupción del sueño nocturno. Al abrir, y tras recibir una ráfaga de frío aire invernal, reconoció a Antonio y Luisa, dos jóvenes vecinos del pueblo. Traían a alguien que parecía estar semiinconsciente, agarrándolo ambos de cada lado y soportando su ligera anatomía. Ligera por la delgadez de su cuerpo, que por otro lado era bastante alargado. Estaba vestido con una túnica y con la cabeza cubierta por una capucha, todo de color negro, de arriba abajo. E iba descalzo, dando así con sus pies la única muestra de desnudez.
–¡Buenas noches! ¿Qué ha sucedido? –preguntó con voz ronca.
–¡Buenas noches, don Matías! –respondió Antonio con evidente nerviosismo. Encontramos a este hombre en el monte, echado boca arriba bajo un castaño. No dice nada, aunque parece que respira. No lo conocemos.
Con cara de preocupación, el doctor Eive les indicó dirigirse hacia el consultorio, al que conducía un corto pasillo desde el recibidor de la casa. Era la típica casa del médico rural, que servía de vivienda y de lugar de consulta. Con la ayuda de los jóvenes, el galeno echó al paciente sobre la camilla para proceder a su exploración. Se trataba de un individuo muy alto y en extremo delgado, todo huesos, casi esquelético; y bajo la luz artificial, impactaba el tono verdoso de su piel.
–¿Podemos irnos, don Matías? –dijo Luisa. A esas horas su familia andaría preocupada; acaso como la de Antonio, su novio. Se habían tropezado por casualidad con aquel hombre oscuro ya sobrepasada la medianoche, después de reír y gozar. Se retrasaron tratando de reanimarlo. Y aún se demoraron arrastrando su cuerpo hasta el coche, un pequeño utilitario, en el que se habían desplazado hasta esa zona despoblada para tener un poco de intimidad y entregarse al juego amoroso que cualquiera puede suponer.
–No os preocupéis, marcharos; ya me ocupo yo de este hombre. Voy a avisar a Carmelo, el practicante, para que me eche una mano; y, si es preciso, avisaré también a la Guardia Civil, por si hay que incoar algún trámite judicial. Es lo que se suele hacer cuando se sospechan signos de violencia. Vosotros id tranquilos. Pero antes, sacadme de una duda. ¿Estaba solo? ¿No visteis a nadie más por allí?
Los dos jóvenes cruzaron sus miradas y Antonio acabó por responder:
–Escuchamos crujidos, como pasos de gente sobre la hierba. O de animales, porque estaba todo tan oscuro que no se podía ver nada. La verdad, tampoco fuimos a comprobar. No sé si por descuido o… por miedo.
–Por un momento –dijo Luisa–, yo pensé que eran personas marchando en dos filas, como en esas comitivas de las que hablan los viejos. Ya sabe, supersticiones.
La pareja de enamorados se despidió, y el doctor Eive continuó con su exploración física. El paciente respiraba y su corazón latía, aunque con ritmo demasiado lento. La auscultación revelaba un corazón debilitado y unos bronquios reacios a la entrada de aire. Su rostro, cetrino y arrugado, recordaba a las momias egipcias. Sin embargo, también se asemejaba al del viejo Tiburcio, fumador empedernido, que falleciera consumido por un cáncer de pulmón un año antes. Eso podía casar con los signos auscultatorios típicos de un bronquítico crónico. No respondía a estímulos, y las pupilas dilatadas –bajo párpados coriáceos– eran anuncio de exitus. Necesitaba oxígeno. Tal vez ya no valiese ninguna medida reanimadora, física o química; precisaba la ayuda de Asclepio y Panacea.
Matías Eive estaba desconcertado. Iba a llamar a Carmelo y reparó en las últimas palabras de Luisa. Siendo hombre de ciencia, negador de todo lo que girase en torno al ocultismo, pasaron por su cabeza imágenes de la mítica Santa Compaña, la legendaria comitiva de almas en pena vagando en una noche fría y brumosa, como la de ese invierno, anunciando un próximo óbito. Creía incluso escuchar una música lenta y solemne, en tono menor, a modo de marcha fúnebre. Su abuela materna, una verdadera cuentacuentos, le aseguraba de niño que su existencia era cierta.
No podía ser… ¿O sí? El experimentado médico rural tenía sus dudas.
Y al comenzar a marcar el número telefónico, comprobó que aquel cuerpo humano que yacía sobre la camilla de exploración, en decúbito supino, comenzaba a diluirse en su limitado espacio. Le parecía estar contemplando un espectro. Dejó el teléfono y llevó sus manos hacia el paciente; la izquierda sobre el pecho y la derecha sobre el abdomen. Pero, por un tris, no llegó a tiempo de palpar de nuevo al extraño y, a la vez, familiar ser. Solo se encontró con la sábana blanca que cubría la camilla.
Parecía una broma o un truco de prestidigitador.
La habitual incertidumbre médica se convertía ahora en absoluta confusión.
Sus manos, temblorosas y húmedas por un sudor frío, se juntaron como en una súplica. «¡Que no sea yo!», rogaba en silencio. Era la actitud de quien no cree en meigas, pero por si acaso. Y como su rechazo no conseguía aplacar su temor, su pensamiento se extendió hacia la joven pareja. Sí, también estaba implicada, y supuestamente más que su propia persona; ellos habían sido los primeros en toparse con el desconocido, que tanto se parecía a Tiburcio. A éste lo había tratado, le recomendara tratamientos y lo animara a dejar de fumar, por desgracia sin éxito. No podía asegurar la satisfacción del doliente, pero siempre le había aplicado lo mejor de su conocimiento y su buena voluntad. Si ahora era un miembro de la procesión de la muerte, él podía ser su víctima propiciatoria. Pensándolo bien, los jóvenes enamorados no eran merecedores de una condena prematura; en su relativa inocencia, tenían toda una vida por delante. Se enternecía con esta idea. Aunque si tuviese que elegir, su natural generosidad se vería muy debilitada.
De pronto, comenzó a reír como un loco y a negar de modo repetitivo.
¡Qué enorme desconsuelo!
La lucha del doctor Eive continuó durante unos minutos (parecía un martirio autoimpuesto), mientras su mujer dormía, ajena a su desventura. Hasta quedarse igualmente dormido, en un largo y profundo sueño, libre de ensoñaciones.
[2017, 17 may]
Santa Compaña, Ordo Funebris
Bravo!!!
ResponderEliminarMe alegro de verte por aquí, maestro, y de que te haya gustado el relato.
EliminarUn saludo cordial.