La tecnificación médica tiene su humano límite.
[Relato]
Estaba viéndolo y me negaba a creerlo. Cientos de individuos acudían a diario a la cita que les brindaba el sofisticado entramado sanitario
establecido en la sociedad ultramoderna. Mujeres y hombres, con sus miserias, entraban en cada una de
las salas que albergaba el complejo edificio y, en breve, salían libres de las cargas con
que habían llegado. «¡Qué alivio! Es un doctor un poco serio, pero diligente»,
pronunciaba satisfecho un anónimo mortal cualquiera. «¡El siguiente!», ordenaba la voz inherente al
formidable androide. Y las gentes con sus achaques abrían tímidamente la puerta de la salita donde nacía
el metálico sonido, haciendo un uso forzado de los obligados ademanes de cortesía, según
procediera, en inequívoca actitud sumisa. «¡Buenos/as días/tardes/noches!», invitaba el fabuloso logro de
la ciencia a tomar asiento a su cliente, y éste refería el motivo de salud que lo había llevado allí. «Pues
yo, con su permiso, venía porque...», contaba su problema el afectado por cualquier dolencia. Tras el
primer contacto, ya iniciada la entrevista clínica, hombres y mujeres variaban la
expresión de sus rostros. Manifestaban su estado anímico, incluso con emotivos aspavientos,
olvidándose de la inhumanidad del artefacto electromecánico, su impasible interlocutor. Trataban de motivarlo con alternancia de gestos y variada entonación, pero el
singular médico –llamémoslo así por aproximación– sólo registraba la significación científica del
lenguaje vulgar que cada uno le transfería. Aunque podía ordenar frases entrecortadas, mal hilvanabas o
confusas, el tono y el énfasis que se pusiera al hablar le eran ajenos. Nadie se daba cuenta de la realidad;
o más bien, todos preferían negar lo evidente. Ávidos de consuelo, no advertían la inhumanidad del
robot y se apasionaban.
«El dolor es insoportable, no me deja dormir. ¡Si usted supiera...!»
«Desde que tuve el tercer hijo las varices van a más. ¡Qué pesadez de piernas! ¡Y qué hinchadas
están! Parecen como las de ese animal extinguido…, el elefante.»
«Tengo el cuello muy inflamado. ¡Toque, toque usted y compruébelo!»
Todos relataban su sintomatología de manera emocionada, de forma humana, en un ambiente de corrección. Nada de malos modos.
Cuarenta años atrás, las facultades y centros de formación sanitaria se habían clausurado,
considerándose innecesarios desde el momento en que eficaces artilugios venían a resolver el problema
del error humano. Emitían diagnósticos infalibles y, además, al no dejarse influir por el sufrimiento,
eludían el pernicioso efecto de la sensiblería. Las peculiares máquinas imponían su rigor inexorable y su
absoluta eficiencia. En los quirófanos eran soberbias: ni un movimiento de más o de menos, ni una falsa
maniobra, ni el más mínimo desperdicio de material. Contar con los suficientes recursos médicos-
máquina suponía un gran desembolso económico, que el Estado Integral había previsto amortizar
ahorrando gastos de personal (bastaba el mínimo para mantenimiento) e imponiendo la obligatoriedad de
pago por cada servicio. En breve se hicieron patentes las ventajas, al menos para los promotores de tal
revolución sanitaria, empresarios que tomaron un indecoroso cauce político y consiguieron el mando. Hallaron el modo de evitar conflictos laborales y de llenarse los bolsillos. Las voces discrepantes fueron acalladas y al vulgo, confiado y manipulable, le hicieron
creer que el cambio les favorecía.
¡Qué maravilla! Ciencia ficción hecha realidad. Una simple recopilación de datos que el paciente
suministraba, seguida de una exploración rápida y nada molesta. No manos frías ni calientes. Ni sucio contacto. Ni groserías. El galeno modernísimo empleaba elementos accesorios controlados, ¡cómo
no!, por ordenador. Pero no por un ordenador corriente, sino por el ultimísimo superordenador de ese tiempo futuro, con una funcionalidad
inimaginable. Si el cerebro cibernético lo consideraba preciso, se procedía a ulteriores investigaciones
más profundas, realizadas por otros módulos. Todo el procedimiento en el mismo lugar, sin necesidad de
molestos desplazamientos. Se evitaban trámites y se ahorraba tiempo. Y lo más importante: no se
cometían errores. Elaborado su raudo diagnóstico, el Dr. X (en concreto una combinación de letras y
números) se lo hacía saber al interesado sin circunloquios, sin piedad: «¡Infarto de
miocardio!» «¡Leucemia!» «¡Cáncer de laringe!»…
Si el paciente lo sabía encajar, se resignaba. De lo contrario, desbordado su ánimo, se fraguaban
en el interior los conflictos de antaño: irritabilidad, insomnio, angustia, depresión, silencioso clamor...
Incluso surgían intenciones suicidas que, como otras debilidades humanas, se creían superadas. Parece
razonable que ante problemas banales se infieran soluciones triviales, pero cuestiones trascendentales
tratadas a la ligera, con la extrema contundencia y frialdad con que lo hacían los médicos sin alma,
tenían que abocar en consecuencias fatales. Las implacables palabras vertidas por los
armazones de metal y plástico llegaban de vez en cuando como dardos mortíferos a los infortunados, sin
que tales eventualidades fuesen valoradas. ¿Acaso los beneficios que reportaban no compensaban con
creces unos pocos casos de insatisfacción, desavenencia o tirantez en la relación máquina-enfermo? Las
máquinas demostraban su eficacia, no fallaban salvo avería, estaban preparadas para no decir una
palabra de más y si su lenguaje metálico carecía de escrúpulos era lo de menos. Por otra parte, no eran
todas iguales. Según la categoría del centro hospitalario –si merece tal denominación un establecimiento mecanizado en su totalidad– y la relevancia de la ciudad en la que se ubicaban, diferían en refinamiento.
Unas desempeñaban una función exclusiva en un campo concreto de la medicina, como máquinas
«especialistas», entre las que había unas cuantas ultraespecializadas que afinaban al máximo. Otras
almacenaban todo conocimiento médico básico, como máquinas «de cabecera». Las había lentas en sus
procedimientos, adecuadas para individuos sin prisas, y más diligentes, requeridas por los más ocupados.
Sin embargo, coincidían en su esencia: ignoraban el ámbito de la esfera psíquica.
El revolucionario método, uno de los principales logros del Estado Integral, parecía marchar bien
hasta que, contraviniendo lo dispuesto, acabó por imponerse una mayoría de rostros sin sonrisa.
Comenzaba a pagarse un patético tributo a aquella rigidez impuesta. Las comisuras labiales, que
descendían oblicuas, definían el semblante del ciudadano medio, dibujaban inequívocamente su
estado de aflicción extrema. Ya sólo sonreían los promotores del invento, y en estos no había regocijo
sino mueca. Por un rigor de pensamiento que no admitía desviaciones de la pura lógica, se negaba que
prevaleciesen individuos aquejados de males psicosomáticos sobre los dolientes de patologías orgánicas
concretas, y los indiferentes armatostes no entraban en debates (no estaban programadas para
polemizar). Cuando la máquina no vislumbraba trastorno corporal (depresión o ansiedad eran conceptos
no computados; las cuestiones inherentes al sexo se descartaban por la subjetividad insalvable), emitía
una conclusión lacónica: «¡Nada!». Entonces el consultante languidecía y, desmoronado en su fuero
interno, se iba turbado, pensando que había hecho el idiota. «Si dice que no hay enfermedad, no ha de
haberla», manifestaba cualquier individuo de la mayoría convencida de la infalibilidad de la técnica.
«Pero yo me encuentro mal...», decía cualquier víctima de esa mayoría o de la minoría escéptica cuando
sufría sin recibir consuelo. Se daba por hecho que los monstruos electrónicos no erraban, y si concluían
que nada había, nada cabía aplicar como terapia ni existía motivo para sentirse víctima de una mala
atención. ¡Impensable en el automatizado y bien programado sistema! Nadie podía –ni debía– dar explicación a quienes creían tener un padecimiento y las máquinas eludían. Habrían de resignarse o,
como mucho, desahogarse con familiares o amigos comunicándoles su desconcierto. Ellos, como
ciudadanos ejemplares, se encargarían de reconducirlos al buen camino.
«¡Ánimo! ¡Que el Dr. BF21 es un cielo! Lo que dice es irrefutable», alentaba uno cualquiera de esos crédulos, libre hasta la fecha de padecimientos.
Podría decirse otro tanto de la «atractiva» Dra. RW69. Los sanitarios androides estaban en apariencia sexuados, y más de un humano, varón o fémina, se había enamorado estúpidamente de las rectas y los
ángulos de alguno de ellos. Que el amor ciego llegase a esos extremos suponía una peligrosa desviación del
adecuado rumbo. El engañoso progreso avanzaba hacia una absurda simbiosis hombres-máquinas.
Siendo inconcebible que elementos inorgánicos pudiesen sacar provecho de tan extravagante asociación,
casi llegaron a tomar ventaja sobre sus racionales creadores, cuyas áreas cerebrales vinculadas al espíritu
tendían a atrofiarse. Casi. Porque todo despropósito siempre ha de toparse con el límite que lo
ridiculice…
***
Oportunamente, la campanilla me sustrajo del dramatismo del folletín futurista. ¡Menos mal!
Restregué los ojos, distendí los músculos, acaricié las sienes y desemboté el entendimiento. Encendí la
radio y, desde el momento en que por la radio sonaban los primeros acordes de la Quinta Sinfonía de
Beethoven, esos golpes del destino tan conocidos, comencé a construir un final conveniente.
Continuó
girando la imparable rueda del tiempo, se reconciliaron intelecto y sentimientos, se advirtieron los
dislates, se disiparon algunas dudas terrenas, se impuso el menos común de los sentidos y la humildad
coronó los superiores cerebros. Los dirigentes, dejándose aconsejar por las mentes más despiertas,
trataron de encontrar el justo medio. Y el mundo se fue acercando al apaciguador equilibrio sólo con
distanciarse de pretéritos preceptos.
Después de este arreglo, sorbí lo último del café matutino y
permanecí un rato recostado en el sofá del comedor. ¡Qué relax! Hasta me alegraba de la turbia
realidad, sin duda mejor que la imaginada. Dirigí la atención a las manecillas giratorias y comprobé que
debía erguir, sin dilación, mi perezosa anatomía. La cotidiana consulta me aguardaba. Sería mi voz, la
humana voz del doctor Lorenzo Abré la que se fundiera con otras voces semejantes. Aunque me exponía
a la incertidumbre y al inevitable error, también había lugar para las vivificantes emociones. Salí con los
primeros rayos del alba, cargado de alegría y entusiasmo. Llegué a mi puesto de trabajo y encendí el
ordenador para dar comienzo a la actividad asistencial de la jornada. Pero, para mi sorpresa, no podía
acceder a mi agenda de pacientes; un bloqueo informático me lo impedía. Pensé que soñaba otra vez: ¡no
podía creer lo que leía! Un mensaje urgente, que llenaba la pantalla en un rojo destellante,
cambiaba mi fortuna y desmoronaba mi ideario en un segundo.
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Dr. Abré:Ha sido cesado. Su puesto será ocupado por la Dra. ZW04. Cuando quiera puede pasar a cobrar su finiquito. Le deseamos suerte.IR10, Gerente de Área de la Nueva Sanidad.
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[1982. Extrema tecnificación médica]
El papel de los robots en medicina
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