He referido en este espacio algunas anécdotas profesionales, entre tantas acaecidas, que mueven a la sonrisa o a la compasión (están bajo la etiqueta «anecdotario médico», y unas cuantas recogidas en una serie de tres entradas). Ahora voy a referir otras, unas pocas para no hacerme pesado, que encierran agradecimiento y confianza. Dos sentimientos esenciales para el médico; porque la confianza del paciente le proporciona seguridad y su agradecimiento, o al menos la falta de su reproche, es un estímulo para continuar en una larga y dificultosa andadura.
1. Un caso de alergia
Cuando comenzaba el ejercicio profesional, en una sustitución eventual de ambulatorio, traté a un hombre de mediana edad de una reacción alérgica de cierta gravedad, sin llegar a ser una anafilaxia (de ser así, habría ido directamente al hospital). Indiqué administrar lo habitual: un antihistamínico parenteral, y acaso un corticoide, seguido de pauta oral. Unos días después acudió de nuevo a la consulta, completamente recuperado, para agradecerme mi servicio y brindarme el acceso a las Islas Cíes (joya de la ría de Vigo) por ser él autoridad competente para ello. Creo que me dejó su teléfono. Sentí una de esas primeras satisfacciones que invitan a seguir adelante. Pero no me atreví nunca a llamarlo para solicitar su favor.
2. Exploración física
Por ese tiempo, no sé si en el mismo ambulatorio, igualmente como sustituto, tras explorar a un paciente que por sus síntomas requería atención, éste me respondió: «Es la primera vez que me ven». Me sorprendió al momento y, sobre todo, me halagó; pero lo comprendí pronto. En consultas de sólo dos horas (después dos horas y media), con 80, 90, 100… pacientes, prácticamente se prescribían tratamientos sintomáticos y se firmaban recetas (en la ciudad, el médico general o de cabecera tenía en consulta el apoyo de una auxiliar que las cubría).
3. Capacidad diagnóstica (ojo clínico)
En otra sustitución, esta vez en el ámbito rural, me dieron un aviso para ver a un anciano que aquejaba un problema respiratorio. Ni conocía al paciente, ni había registro alguno del médico titular para comprobar sus antecedentes. El hombre yacía en su cama, rodeado de seres queridos, y respiraba con dificultad. Después de explorarlo, guardar el fonendo y comenzar mi reflexión para tomar una decisión, un familiar me inquirió: «Si es cáncer, doctor, díganoslo». Confiaba en mi ojo clínico. Creo que enmudecí… y que al mismo tiempo se agrandó mi pecho.
4. Paciente cordial
Ya con plaza fija, aunque destino provisional, trabajaba como verdadero médico rural en una población bastante apartada del mundanal ruido e inserta en otro mundo cunqueriano. En ese rústico reducto predominaba la ignorancia, la desconfianza, la superstición y la defensa a ultranza de la propiedad privada. Pero había excepciones, naturalmente, personas al margen del atraso cultural y de la barbarie. Una de ellas era un hombre tuerto (creo recordar que por un traumatismo), ya retirado, que había vivido y trabajado en Inglaterra. Siempre demandaba algodón y esparadrapo para tapar la cuenca ocular vacía. Hablaba con parsimonia; era comedido y educado. Lo atendí de varios problemas de salud y manteníamos conversaciones distendidas. Y un día me agasajó con un dedal de porcelana con una imagen de Isabel II, la reina británica, muy bonito. No era el valor en sí, sino el símbolo de gratitud concretado en aquella pequeña pieza decorativa la que aproximaba dos almas diferentes. La mía, desde luego, se encendía de gozo.
5. Padre agradecido
Habiendo cambiado a un destino definitivo, esta vez urbano, llevaba un tiempo trabajando en un ambulatorio. Una tarde, casi noche, se presentó un hombre en mi domicilio; había hecho lo posible para saber de mi paradero. Quería agradecerme mi buena decisión con una hija suya, a la que había derivado al hospital ante la sospecha de un proceso grave. Me dijo emocionado: «Usted le ha salvado la vida. Si no la llega a mandar al hospital…». No recuerdo si se trataba de una apendicitis, una meningitis u otro episodio que precisaba tratamiento urgente. Me traía un detalle, que tampoco recuerdo, pero soy consciente de que también me emocioné y me sentí satisfecho de desempeñar una profesión útil, de servicio a los demás.
6. Cocina relajante
De nuevo como médico rural, haciendo una visita médica a un anciano encamado, con dificultad para hablar tras haber sufrido un accidente cerebrovascular. En el hospital no le habían dado esperanza de recuperación, pero la familia confiaba en mí. Después de esplorar al paciente, me llamó la atención frente a la cama, y a un lado de un aparato de TV, una pila de cintas VHS que llegaba hasta el techo. Pregunté curioso: «¿Son películas?». Y me respondió la hija: «No, doctor. Son los programas de Karlos Arguiñano. Le gustan mucho y se los grabamos todos; los ve continuamente. ¡Lo relajan mucho!». Comprendí que, sin necesidad de pastillas, la cocina puede ser muy relajante.
7. Admirable paciente
También como médico rural, traté a una de mis «admirables pacientes». Una mujer luminosa que, padeciendo un cáncer incurable y una insuficiencia renal avanzada que precisaba diálisis continua, nunca se quejaba; al contrario, daba gracias a la vida y se sentía agradecida. Yo la visitaba a menudo (sólo podía proporcionarle apoyo y tratamientos paliativos) y siempre mostraba una calma admirable, transmitiendo a su entorno una paz infinita. Murió en paz y a mí me hizo empequeñecer como persona. Ya hablé de ella, poéticamente, AQUÍ.
El granjero feliz (de Álbum para la juventud), Robert Schumann
Gracias por este testimonio profesional entrañable y estimulante, amigo Jose Manuel, y por esa una bella composicion poetica, y es que como dijo aquel: en todo médico casi siempre hay un alma de poeta.
ResponderEliminarGracias a ti, amigo Juan, por estar siempre pendiente de este humanístico espacio y por tus amables palabras.
EliminarUn abrazo.