Nadie pone en cuestión la supremacía de dos naturalezas únicas e irrepetibles, dos genios que iluminan como pocos la historia de la música: Mozart y Beethoven.
No cabe duda de que el divino Wolgang Amadeus Mozart (1756-1791), niño prodigio entregado a la música desde muy temprana edad (su padre, Leopold, músico también, lo llevó a una gira de conciertos cuando sólo contaba seis años) y, por lo tanto, carente de una infancia ordinaria, tuvo una rauda entrada al mundo que habría de repercutir en el desarrollo de su temperamento creador. Por más que Wolfgang Amadeus fuese una persona alegre y extrovertida, que conectaba inmediatamente con las personas que conocía, le costaba mantener relaciones profundas y duraderas; en su incomprensible personalidad persistió siempre un rasgo de infantilismo. Era tan inestable que se mudaba de vivienda varias veces en un mismo año, y tan desordenado e incapaz de administrarse que acabó sus días en la más absoluta miseria, cargado de deudas y, según la leyenda, arrojado a la fosa común tras una muerte adelantada (dato que hoy se tiene por falso, aunque se desconoce el lugar donde descansan sus restos por desinterés de su esposa, Constanza).
Murió a los treinta y cinco años, seguramente extenuado por una incesante tarea creativa, un continuo trajín y una intensa búsqueda, que lo habría de acercar a la francmasonería, en un ambiente de celos y rivalidades que lo condujeron al aislamiento, motivado quizás por una progresiva angustia existencial. Con todo, la verdadera causa de su muerte (¿envenenamiento por mercurio?), harto discutida y nunca esclarecida, o el debate sobre si Antonio Salieri, su rival, atentó contra su vida se han atenuado. Su genio, en cambio, permanece indiscutible en lo más alto.
Un biógrafo lo describió como “un adulto en su niñez y un niño en la edad adulta”, calificándolo, por otra parte, como el músico más grande que jamás haya existido, pues la madurez de su música, inmensa y equilibrada, parece desmarcarse de su incompleto desarrollo emocional. Sorprende su portentoso legado en tan corto período vital. Sorprende el misterio creador que todavía lo envuelve.
El gran Ludvig van Beethoven (1770-1827) fue otro niño precoz, instruido musicalmente por su propio padre (un tenor que hubo de abandonar su empleo víctima del alcoholismo e hijo a su vez de una alcohólica), que quiso hacer de él otro Mozart “encadenándolo” al clavicordio. Esa peculiar esclavitud le permitió dar su primer concierto a los siete años y su curiosidad innata le hizo adquirir una buena cultura general. Pero a partir de una hipoacusia progresiva, iniciada a los veintiséis años, su existencia se ensombreció paulatinamente, máxime a partir de 1802, al saber que su minusvalía era incurable; en 1819, cautivo de una sordera total, ya no podía comunicarse oralmente con los demás ni escuchar la música que componía. Además, se le achacaron múltiples padecimientos mal documentados (tuberculosis, fiebre tifoidea, sífilis, enfermedad de Crohn, etc.), siendo el compositor que más bibliografía médica ha generado. Se ha señalado como causa de su muerte la cirrosis –complicada con una pulmonía–, aunque no fue un bebedor en sentido estricto.
Respecto a su déficit auditivo, hoy se sabe que sufrió una sordera otosclerótica, conductiva. Y es comprensible que su carácter se transformara, que se sumiera en un estado de desesperación, de furia interiorizada, de aislamiento obligado y de abandono. ¡Un creador de formas sonoras y no poder sentirlas de modo natural! La sordera lo fue retirando de la vida pública al tiempo que iba decayendo su virtuosismo pianístico. No obstante, mentalmente mantuvo la lucidez. Incluso se encargó de la custodia de su sobrino Karl, huérfano desde 1815, por quien se desvivió.
Tal vez sus períodos de abatimiento se acercasen a una depresión real, nunca lo suficientemente arraigada (¿por su gran fortaleza de carácter?) como para privarle de la creación musical, que continuó, ¡y de qué forma!, hasta el final de su existencia. Impregnado de altos ideales, amaba a la humanidad y, en cambio, lo irritaba el vecino. Puede que el anhelo de expresar plenamente su amor humano –probablemente no cercado en lo platónico–, diese lugar a explosiones de cólera que habrían de ahogarse en su vertiente creadora.
Para Beethoven, la música significaba la mayor revelación y, generosamente, deseaba que la suya liberase de todo sufrimiento a quien la comprendiese. Su Novena sinfonía, con el coral “Himno a la alegría” de su apoteósico final, es el súmmum de sus anhelos.
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Este artículo es una parte de otro publicado en Filomúsica (revista de música culta):
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