En pleno Romanticismo musical hay ejemplos de músicos con vidas colmadas de vicisitudes, aun siendo algunas poco dilatadas en el tiempo. Ninguno mejor que los de Schubert y Schumann.
Franz Schubert (1797-1828), duodécimo hijo de una gran familia numerosa de diecinueve hermanos envuelta en dificultades económicas, consiguió realizar estudios musicales gracias a una beca. Su tenacidad compositiva le llevó a realizar acopio de una magna obra en sólo veinte años, significadamente en cuanto al número de lieder o piezas para voz y piano, especialidad en la que fue un excepcional maestro. Esa entrega a la música y el cultivo de la amistad le aportaron una vida aparentemente dichosa, en la que no estaban ausentes el vino y las mujeres (frecuentaba los prostíbulos). No obstante, parece desprenderse de su obra y de diferentes escritos una cierta melancolía de carácter –acaso emanada de un acomplejamiento físico– que lo incitaba a beber en las fuentes de algunos poetas románticos que le habrían de servir de inspiración.
En sus últimos años, muy afectado por una enfermedad “de amor”, la sífilis, confesó sentirse desgraciado. Sabía que su salud no habría de mejorar jamás y que, perdida la esperanza, desaparecía el entusiasmo por la vida y la belleza, al no aguardar ya nada del amor y de la amistad; por las noches deseaba entrar en un sueño profundo y eterno. Aun así, no decayó su proceso creador hasta su prematuro final, al parecer no debido a la susodicha enfermedad de transmisión sexual sino a una fiebre tifoidea. Sea como fuere, falleció dos meses antes de cumplir los treinta y dos años.
El texto de una plegaria escrita por Schubert dice: “Atormentado de santa angustia, aspiro a vivir en un mundo más bello y anhelo llenar esta tierra triste con la fuerza de un sueño de amor...”. Si el texto es sincero, no cabe duda de que los fantasmas interiores lo carcomían; el no encontrar el deseado amor –celestial y/o terreno– y el misterio del “más allá” le desasosegaban. Por eso, a parte de la naturaleza, el amor y la muerte son los temas predilectos de sus espléndidos Lieder.
Tampoco Robert Schumann (1810-1856) le iba a la zaga a Schubert en fuerza creadora y lirismo; es uno de los más prodigiosos poetas de la historia de la música y su caso merece detenimiento. Dos hechos habrían de dejar su huella: la muerte de su padre cuando aún era adolescente, por un padecimiento nervioso, y la lesión tendinosa permanente del cuarto dedo de la mano derecha –por inmovilizarlo mediante un lazo durante sus ejercicios en el teclado– que lo obligó a dejar una prometedora carrera pianística. Desde entonces se entregaría de pleno a la composición.
Ya desde la infancia mostró un comportamiento hipersensible y, como romántico, se sintió fascinado por la idea del alter ego u otro yo. Se enamoró de Clara Wieck, la hija de su primer maestro, y se casó con ella en 1840, entrando en un período de felicidad conyugal salpicado de ligeras crisis nerviosas que comenzaron a perturbar su vida. Mendelssohn le ofreció la plaza de profesor de piano y composición en el Conservatorio de Leipzig, que él mismo fundara, cargo que aceptó pero que dejó al cabo de un año para trasladarse a Dresde –supuestamente “para abrirse nuevos horizontes”–, en donde sufrió nuevos accesos nerviosos. Pero su sufrimiento no mermó su generosidad; ayudó a músicos tan grandes como Chopin o Brahms, de los que escribió artículos encomiables en su faceta de crítico musical, distando mucho de otros egoístas, celosos del talento ajeno. En 1854, en una noche de angustia, abandonó el hogar y se precipitó al Rhin, siendo rescatado con vida. Finalmente, fue internado en un manicomio en Endenich, cerca de Bonn; allí encontró la muerte en 1856, después de alternar períodos de relativa tranquilidad con otros de alucinaciones y delirios.
Schumann se sentía poseído por fuerzas demoníacas e instintivamente presentía su temprana desaparición; tenía miedo al envenenamiento y a los objetos metálicos; estaba fascinado por lo mágico y lo oculto. Experimentaba alucinaciones auditivas desde los dieciocho años y los ruidos en su cerebro se transformaban en música extraordinaria: “... está interpretada por instrumentos muy sonoros y es una música más bella que ninguna otra escuchada en la Tierra”. Y el sonido de una campana en “La” martilleaba su cerebro, alucinación que dejó escrito en su diario: “... esa nota persistente que me produce maravillosos sufrimientos...”. Meses antes de su muerte sólo articulaba sonidos y sufría convulsiones.
Su enfermedad ha sido objeto de estudio durante los últimos cien años. Se cambió el diagnóstico inicial de parálisis progresiva por el de esquizofrenia. Se habló de psicosis maníaco depresiva y de hipertonía esencial con degeneración precoz general. En fin... Quizás su cuadro pudiese circunscribirse a episodios de delirio paranoico –paranoia– o a reacciones paranoides, relacionadas con algún acontecimiento desencadenante capaz de provocar un elevado nivel de estrés, más que a una personalidad paranoica, que habría de privarlo desde un principio del proceso creativo (de su mano no salieron “composiciones de locura”); o encajar en la psicosis alucinatoria crónica, que asocia alucinaciones y delirios, sin descartar en ningún caso una predisposición genética, sabiéndose del padecimiento nervioso de su padre y que su hermana Emile se suicidó a los dieciséis años. No dejan de ser especulaciones que los psiquiatras habrán de dilucidar.
Lo único cierto es que la música se abría paso, portadora de un supremo gozo, a través del sufrimiento, aun en la mente enferma de este excelso creador, en cuyos escritos se reconoce una melancolía proveniente de la desproporción entre el hombre limitado y la existencia incomprensible.
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Este artículo es una parte de otro publicado en Filomúsica (revista de música culta):
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