En definitiva, Saladino hallaba dos alternativas vitales extremas: dejar pasar el río terminable (que es sólo un instante para quienes divinizan la muerte como única verdad) o interpretar el curso de las aguas; de manera más prosaica, reír en lo posible antes del definitivo llanto o llorar a cada paso. Y una opción intermedia: mantener el equilibrio entre sonrisas comedidas. Se quedó con la idea de que no elegimos el nacer ni podemos impedir el morir. Y continuando con su introspección, comenzó a realizar el enfoque de cómo y dónde morir, yendo hacia las honduras de la bioética: «Nadie duda de su preferencia de morir sin dolor y en casa, en la propia cama y de manera digna. Nadie quiere sufrir una enfermedad terminal y morir en un hospital, alejado del ambiente familiar, de lo que es cercano y proporciona sosiego. Nadie cambiaría el calor del hogar por la frialdad de una clínica. Todo el mundo desearía morir de repente, sin darse cuenta…». Así que, en una dolorosa situación límite, sin más elección terapéutica que la paliativa, para mitigar el sufrimiento y mantener una vida vegetativa, uno podía plantearse una posibilidad que encierra una doble significación antagonista, desprecio y compasión, dureza y dulzura, crueldad y misericordia: la eutanasia.
(...)
Con previsión, Saladino Barreiros había dejado escrita su voluntad de que no prolongasen su vida ausente del mundo emocional; en su testamento vital se negaba a dilatar una agonía, lleno de tubos, dependiente de sondas, cánulas y catéteres. También dispuso su deseo de renuncia a honores desmedidos; nada de despliegues funerarios, de teatral boato, para honrarle. Procuraba abrazar la sencillez, no aspirando a tumbas exclusivas, a huesas desmesuradas, a sepulcros magníficos, a extraordinarios panteones o a suntuosos mausoleos; ni, por supuesto, a túmulos o a pirámides que revelan orgullo o terrenal supremacía y que, simbólicamente, acercan a un cielo ignoto e inmerecido. Le bastaba con que incinerasen lo que quedara de su cuerpo y sus cenizas se confundiesen con el viento o con las aguas de su mar inmortal y fascinante, de su querida bahía de Vizana. Se conformaba con dejar el recuerdo de un hombre honesto y sencillo, que rehusara el mal y la codicia, que marchaba en paz tras expirar con decencia.
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