ACTO I
ESCENA SEXTA
DON RAIMUNDO, FELICIA
En el comedor de la espléndida casa de DON RAIMUNDO, el alcalde de Balobia, del conservador Partido Inmovilista, no demasiado alto de estatura pero de sobrada humanidad, está en actitud discursiva, como de costumbre, con su hermana FELICIA, después de haber tenido, como tantas veces, un duro enfrentamiento en el Ayuntamiento con un miembro opositor del opuesto Partido Vanguardista.
DON RAIMUNDO. No entiendo la nueva política como tampoco entiendo el arte de vanguardia. Yo soy un clásico. No me gustan los experimentos artísticos ni sociales. A mí esos iluminados revolucionarios, politicastros que acaban de salir del cascarón y quieren comerse el mundo, no me intimidan. Estoy acorazado contra ellos igual que un dinosaurio. No me entra en la cabeza que hay tantos estúpidos que los sigan o que los voten. (Hace un gesto de contrariedad y se pasa la mano por la mejilla.)
FELICIA. ¡Eres un reaccionario, Raimundo! Los tiempos cambian y surgen nuevas ideas. Tienes cincuenta y ocho años y hablas como si tuvieras más de noventa.
DON RAIMUNDO. (Sin ofenderse.) ¿Y tú que entiendes de esto, hermana?
FELICIA. Nada, no entiendo nada. Pero no por ser mujer, sino por no haber podido dedicarme como tú a estos asuntos. (Algo compungida.) No soy una ignorante. Me licencié en magisterio y fui una maestra competente durante treinta y siete años. Y no era precisamente partidaria de imponer castigos, sino más bien de premiar el esfuerzo de los alumnos. Lo digo por si acaso te hubieras olvidado de mi formación y de mi dedicación.
DON RAIMUNDO. Pues ahora que me lo recuerdas, viendo la falta de respeto que se le tiene hoy en día a maestros y profesores, convenía un poco de mano dura. Lo mismo que con los delincuentes. No hace tanto, delinquías y te llamaban al orden; hoy robas o atracas y te dan una palmadita en la espalda. Y no lo tomes a mal, Felicia, pero las mujeres no estáis hechas para la política, aunque tengáis cultura. Salvo excepciones, como la Dama de Hierro, mujeres que tienen una parte masculina que les hace aguantar los envites.
FELICIA. Quieres decir que las que se meten en política son marimachos. No hay mejor forma de expresar el pensamiento troglodita. ¡Hala!, volvamos a las cavernas...
La contundente interpelación de FELICIA se sigue de unos instantes de silencio, durante los cuales que el alcalde no deja de mesarse el bigote.
DON RAIMUNDO. Yo no he dicho eso. No lo he dicho, pero lo pienso. Tampoco digo que un viudo no necesite una mujer. O una viuda a un hombre… Bueno, al revés no tanto. Un hombre es, digamos, más débil en este sentido; tiene sus necesidades, ya me entiendes. Una mujer, en cambio, mantiene mejor el aguante.
FELICIA. No sé si has bebido, hermano, pero lo parece. Aunque tus palabras, bañadas o no en alcohol, son a menudo de lo más soez.
DON RAIMUNDO. ¡Ah!, mujeres de poca confianza…
FELICIA. Voy a traer el postre, a ver si te endulza un poco el alma.
DON RAIMUNDO. Sí, trae esa tarta tan rica, que me apetece.
FELICIA. ¡Vale! Y después de fregar los platos, que, según tú, que eres tan machista, es tarea femenina, con tu permiso me voy a echar una siestecita, que bien la necesito.
DON RAIMUNDO. No me voy a oponer a eso, querida.
FELICIA. Faltaría más… (Se va a la cocina moviendo la cabeza en señal de impotencia.)
ESCENA SÉPTIMA
DON RAIMUNDO, SONIA
DON RAIMUNDO. ¿Y tú no dices nada? (Dirigiéndose a su hija, que ha permanecido callada durante toda la comida.) Me esquivas como si fuese un corrupto.
SONIA. ¿Qué quieras que diga, papá? ¿Quieres que hable de tus opositores del Partido Vanguardista, que te la tienen jurada? ¿O de que la gente está muy cabreada por la última subida de impuestos municipales que habéis aplicado los de Partido Inmovilista?
DON RAIMUNDO. De eso no, háblame de otra cosa. Por ejemplo, ¿qué tal te va con el matasanos? Sé que no le caigo en gracia; sus creencias son diferentes a las mías.
SONIA. Bien.
DON RAIMUNDO. Así, a secas.
SONIA. ¿Qué más quieres que te diga? ¿Que nos vamos a casar? ¿Que Gustavo tiene ideas avanzadas?... Cada uno piensa como le conviene.
DON RAIMUNDO. (Frunciendo el ceño.) No te enfades hija. Sólo deseo saber si todo marcha bien entre vosotros. ¿No os habéis peleado? Porque las peleas entre novios son de lo más natural. Y en estos tiempos es casi obligado.
SONIA. Tenemos nuestras riñas, como cualquiera. ¿Qué pareja no las tiene? Pero vamos, no creo que eso te interese. No soy ninguna niña.
DON RAIMUNDO. Me interesa y mucho. Aunque seas mayor de edad y no esté legitimado para corregirte, soy tu padre y tú eres mi hija. Por ley natural, debo pretender tu bienestar. Tu madre esperaría lo mejor para ti y lo mismo espero yo. Verte casada, igual que tus dos hermanas, con un hombre formal que te dé protección y…
SONIA. ¿Que me quiera?
DON RAIMUNDO. Pues claro. El amor también es importante. No tanto como la salud o el dinero, pero tiene su importancia, no lo voy a negar.
SONIA. Que materialista eres, papá.
DON RAIMUNDO. No soy materialista, soy práctico. Mate… ¡Mira quién habla!
SONIA. Pues te diré que los tiempos han cambiado.
DON RAIMUNDO. Por mucho que cambien los tiempos, por muchos avances tecnológicos y más redes sociales, hay cosas que permanecen igual que siempre. O que deberían permanecer. Los valores que nos han transmitido nuestros antepasados son inmutables. Ya sé que soy un pecador, sería un falso si lo negase, pero a pesar de todo mantengo mis principios y no hay en el mundo quien me los haga cambiar. En este sentido, más terco que una mula. Y me parece que tú has heredado mi terquedad.
SONIA. Papá, no te pases.
DON RAIMUNDO. Eres obstinada, hija. Lo eres tanto como tu padre.
SONIA. Si tú lo dices, me callo. No estoy para contrariarte.
ESCENA OCTAVA
FELICIA, SONIA, DON RAIMUNDO
Regresa FELICIA de la cocina con la tarta de manzana.
FELICIA. Ya habéis discutido durante mi corta ausencia, ¿no es así? He oído las voces desde la cocina. No hay forma de que cambiéis. (Mirando hacia lo alto.) ¡Señor…!
SONIA. No te preocupes, tía. Son cosas entre padre e hija. No te interesan.
FELICIA. (Cortando la tarta y repartiéndola.) ¿Cómo no me van a interesar tus problemas? Eres de mi sangre. ¡Anda!, prueba la tarta, que está buenísima.
SONIA. (Llevando un trozo de tarta a la boca.) No eres mi madre. No te debo obediencia.
FELICIA. Para mí eres como una hija. Me preocupo por tu porvenir y me duele lo que a ti te pueda dañar. Pero si mi presencia te molesta me voy de esta casa.
SONIA. (Con gesto compungido y la cabeza baja, en señal de arrepentimiento.) Desde luego que no, tía. No quiero que te vayas. Perdóname…
SONIA se levanta, se acerca a la tía y le da un beso en la mejilla. Y satisfecha de su gesto con la hermana de su padre, vuelve a sentarse a la mesa.
FELICIA. (Susurrando.) ¡Ay, chiquilla malcriada! Con veintiún años que tienes…
DON RAIMUNDO. (Dirigiéndose a su hermana.) A tu sobrina debo decirle yo las cosas con claridad antes de que sea demasiado tarde. En su inconstancia me recuerda a su madre, que en paz descanse. Ya le he reprochado que abandonase los estudios de Derecho a poco de empezar. ¡Qué lástima! (Su expresión es de cómica tristeza.)
SONIA. Papá, no vengas otra vez con el mismo cantar.
FELICIA. Tu padre se las da de duro, pero es demasiado blando.
DON RAIMUNDO. (Algo azorado.) Los hijos deben tener en cuenta los consejos de los padres, que no buscan sino su bien. Aun en esta época tecnológica. A mí, como padre, me corresponde el deber de aconsejarla de la mejor manera, no sólo de mantenerla... Por cierto, ¡esta tarta está rica de verdad!… (Se deleita unos instantes antes de continuar hablando.) Es mi obligación tratar de orientar a Sonia hacia el buen camino.
SONIA. (Clavando los ojos en su padre.) ¿Qué?
DON RAIMUNDO. ¡Sí, hija, no me mires así! Es mi obligación paterna. Y lo hago con la mejor intención, puedes creerme; aunque al final no me hagas ni puñetero caso.
SONIA se levanta de nuevo, esta vez verdaderamente airada, y abandona el comedor ante el estupor de su padre.
DON RAIMUNDO. ¡La ves, Felicia! (FELICIA mira hacia otro lado.) ¡Ah!, tú tampoco me entiendes. No sé qué pensar. Ya no es que los padres no entiendan a los hijos, o que los hijos no comprendan a los padres, o que nadie se entienda en una familia, o que… (Perdido en su discurso.) No sé lo que iba a decir. Me confundís más que los punzantes concejales de la oposición. Estoy demasiado harto de caras largas. No sé qué queréis que haga... ¿No dices nada, hermana? Mis intenciones son buenas...
FELICIA. (En voz baja.) Una cosa son las intenciones y otra las razones.
DON RAIMUNDO. No te he oído bien.
FELICIA. Digo que voy a echarme un ratito. Necesito descansar un poco.
Sale FELICIA, con el propósito que ha manifestado.
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(Continuará)
Obertura de Guillermo Tell de Rossini
(Final en transcripción para piano de Liszt)
[Guillermo Tell: símbolo de la libertad]
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