Había una vez un médico que prestaba atención y ofrecía cuidados. Con el tiempo, aumentó la presión y ta no sólo podía atender. Después dejó de aprender y pasó solo a despachar. Y finalmente, se marchó, porque aquel médico necesitaba poder prestar atención y ofrecer cuidados.
Es la crónica de la huída anunciada de un médico de familia que pasó por cuatro fases, con diferentes estados de ánimo, desde la inmensa ilusión al total desinterés:
Estaba ilusionado😃
Estaba tensionado😐
Estaba desmoralizado😞
Estaba quemado 😖
En la fase 4 es probable que, ya desmotivado, decidiera dejar una actividad frustrante por otra realmente médica (antes de correr el riesgo de quemarse).
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Ojalá pudiésemos decir: Érase una vez un médico... que podía ejercer su actividad profesional con calma, en un país con un sistema sanitario bien organizado.
Once Upon a Time, Austin Farwell
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¿Quedar o marcharse? Tenerlo claro o estar dudando...
Periandro de Corinto (uno de los Siete Sabios de Grecia)
RIADA
Vi desatarse
las aguas de unos ríos
que antes no estaban.
Oscuras nubes
presagiaban torrentes
con sus desgracias.
Y no hubo luz
preventiva en las mentes
de quienes mandan.
Mas en desastres,
mientras el sol alumbre
habrá esperanza.
[2024, 12 nov.]
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La reciente gota fría o DANA de Valencia ha dejado lágrimas, pero también ha traído la solidaridad ciudadana. Sin embargo, no hubo prevención ni medidas paliativas que hiciesen menos doloroso el desastre. Y de ello habla Isaac Moreno, ingeniero –experto en infraestructuras hidráulicas– e historiador (a quien ya nos referimos en una entrada sobre ingeniería romana): «Si aquello se inunda, no se ponga usted allí y punto». Falta de planificación territorial, construcción en zonas inundables, ausencia de medidas preventivas (embalses de retención, diques de laminación, reforestación...). Hay que escuchar a los expertos en hidráulica.
Cuando no existía el Ibuprofeno, la sociedad era mucho menos neurótica.
Ib Profen
A continuación vamos a referir algunas consideraciones en torno al ibuprofeno, el antiinflamatorio más consumido. Rescatadas del pasado, y acompañadas de dramatizaciones, bien pueden valer para otros fármacos:
1. El ibuprofeno, bien usado, es un útil antinflamatorio (de acción analgésica y antipirética); sin control, puede ser un medicamento con importantes efectos secundarios (*), sobre todo si se toma de manera continuada.
La cantidad diaria recomendada de ibuprofeno es de 1.200 mg, pues no se asocia con un incremento del riesgo aterotrombótico. Esta cantidad se alcanza al prescribir 400 mg cada 8 horas. Si empleamos la dosis de 600 mg, es probable que acabemos pautándola también cada 8 horas —en lugar de cada 12 horas— para evitar periodos temporales sin eficacia analgésica, lo que supondría administrar 1.800 mg diarios.
—Quiero que me haga una receta de ibuprofeno 600. En la farmacia no me los dan si receta... ¡Ah!, y que sea caja grande.
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—Quiero Ibuprofeno 600.
—Yo le aconsejo...
—Dame lo que te pido.
—¿?
¿Cuántas consultas médicas telefónicas se le están generando al médico de familia para que prescriba Ibuprofeno 600? Tener que perder el tiempo en menesteres como éste, que incluso genera conflictos, nos señala un error de gestión sanitaria.
3. Entrevista clínica:
—...
—Tengo insuficiencia renal y debo ir a diálisis.
—¿Y cuál es el motivo?
—Tomaba mucho ibuprofeno.
4. Petición a farmacéutico: —Quería una caja de Ibuprofeno 600.
—No puede usted coger Ibuprofeno 600 sin receta médica, por su seguridad. Pero sí Ibuprofeno 400. Que luego tome un comprimido y medio, o dos comprimidos juntos si quiere, ya es cosa suya. Aunque no se lo aconsejo.
La razón de la sinrazón... Si se desfinanciara la presentación de 600 mg., por innecesaria o inconveniente, ya no se daría receta pública; habría que recurrir a la vía privada o, lo más sensato, se dejaría de comercializar y proveer. No hay que olvidar que la seguridad del paciente debe ser lo primero. Por otra parte, un sistema sanitario que financia el Ibuprofeno con sabor a cola y desatiende la salud dental (que no financia ni parte de una limpieza) es para reconsiderarlo.
El enfermo mental es la persona aquejada de algún problema de salud mental. Nos referimos a trastornos mentales (enfermedades mentales o alteraciones psiquiátricas), afecciones que impactan su pensamiento, las emociones y/o el comportamiento –la conducta–. La terminología ha ido cambiando a través de tiempo, para evitar susceptibilidades y por la relación de cualquier alteración de la mente con el término «locura»; a nadie gusta que lo tilden de loco. Y la normativa acabó modificándose: la Ley General de Sanidad (Ley 14/1986, de 25 de abril)* cerró manicomios –hospitales para locos, que encerraban a enfermos mentales– e impulsó unidades de salud mental, integradas en hospitales generales, más abiertas. El propósito era no estigmatizar a los enfermos mentales. Pero la norma sólo surtió efecto para los centros psiquiátricos públicos, que desaparecieron, y no para los privados, pues, nuevos o renovados, siguieron existiendo y aún existen; eso sí, con la denominación moderna de hospitales psiquiátricos. Por ello nos preguntamos si en los hospitales psiquiátricos privados no se estigmatizan. En fin... El enfermo mental, la persona que sufre, sigue siendo la víctima de los vaivenes clasificatorios y normativos. También de una sociedad cada vez más enfermiza.
Un sábado por la mañana: aviso urgente por una paciente con conducta suicida; el médico de familia movilizado acude a su domicilio y decide traslado al hospital general de referencia (público), acompañando a paciente. Lunes por la mañana, dos días después: aviso urgente para ver a la misma paciente y por el mismo motivo, amenaza de suicidio, esta vez en una cafetería; el mismo MF, que tuvo que dejar su consulta ordinaria, sorprendido por lo que le dicen: quedó ingresada durante el fin de semana en un hospital psiquiátrico privado-concertado, tras ser derivada desde el hospital general de referencia, y ya le dieron el alta; el médico llama a dicho hospital y habla con el psiquiatra que había atendido a la mujer, para decidir si debe derivarla allí directamente o, siguiendo protocolo, al hospital público de referencia; el especialista de la mente, que informa de que en ese momento le estaba elaborando el informe de alta (sorprendido por esta manifestación, el MF frunce el ceño), duda unos instantes (mientras el MF piensa malamente: «Si primero va por vía pública y la vuelven a enviar al hospital privado-concertado, nueva facturación...»), y, al final, decide que se la derive a él directamente. [Fue una vivencia personal. Y un pequeño detalle: la paciente estaba asignada a otro MF.]
Partimos del término decadencia, aplicado por primera vez a la caída del Imperio romano de Occidente, entendido como cambios sociales y culturales considerados negativos: deterioro, corrupción, ruina. Pero en todas las épocas parece haber habido sensación de decadencia de las sociedades, a juzgar por los escritos literarios más que por datos objetivos de la ciencia histórica.
En el exitoso libro de Ross DouthatLa sociedad decadente, la decadencia se concreta en una sociedad rica y poderosa que detiene su avance, con hechos que se concretan en: estancamiento, esterilidad, esclerosis y repetición. El estancamiento es económico, cultural e intelectual (agotamiento). La esterilidad se refiere al declive demográfico. La esclerosis es el anquilosamiento que afecta instituciones (deterioro institucional, parálisis política) y empresas, públicas y privadas. La repetición de modelos se impone a la innovación. En definitiva, la sociedad decadente es víctima de su propio éxito.
Y el autor, distanciado de optimistas –que sólo ven prosperidad y felicidad– y pesimistas –que esperan el colapso inminente–. Dice que vivimos en una ‘‘decadencia sostenible’’ y se pregunta cuánto tiempo podría durar la era de la frustración y cómo, mediante el renacimiento o la catástrofe, podría acabar nuestra decadencia.
Cabe una pregunta general: ¿Somos una sociedad decadente? Respecto a la estadounidense, Douthat opina que la decadencia comienza con la llegada del Apolo 11 a la Luna. Un éxito, un triunfo, que lleva a detener el avance, al estancamiento y a los otros inconvenientes: esterilidad, esclerosis, repetición.
En cualquier caso, cabe señalar las causas de la decadencia, en Occidente en general y en España en particular. Unas indiscutibles, otras admitidas o negadas. El empobrecimiento educativo debe ser relevante (pobreza intelectual y cultural). Y la globalización (pérdida de identidad nacional). Y la comunicación en RRSS (Douthah critica que la cultura digital “ha creado un mundo de hinchas, pornografía, mediocridad y paranoia”). Y la corrupción política (desafección ciudadana). Y el deterioro democrático (rumbo al despotismo). Y la inseguridad ciudadana (legislación ‘‘buenista’’). Y el feminismo radical (lucha de sexos). Y la inmigración irregular (conflicto social). Y el parasitismo social (carga pública). Y el aburrimiento (generador de todos los males, según Kierkegaard). Y quizá otros factores no tan importantes que nos dejamos en el tintero.
Con todo, hemos de esperar que no se produzca la catástrofe social, el colapso social, y que avancemos hacia el renacimiento de la sociedad que hemos heredado.
Hay lecciones aprendidas –o que se debieron haber aprendido– de anteriores desastres naturales y que parecen olvidarse. Un educativo artículo de Xosé Luís Barreiro Rivas, en La Voz de Galicia, nos recuerda la cuestión preventiva para minimizar los efectos dañinos de las terribles lluvias torrenciales que provocan riadas e inundaciones, como las producidas ahora por la espantosa gota fría o DANA de Valencia. [DANA: depresión aislada en niveles altos.] Pero el daño producido por el agua desatada ya está hecho y, aparte de lamentar la insuficiencia (¿incompetencia o negligencia?) de nuestros gobernantes, lloramos por los muertos y declaramos nuestra solidaridad con todos los afectados, víctimas en mayor o menor grado, muchos de los cuales están sobreviviendo a duras penas. Se nos revuelven las entrañas y vomitamos un rabioso soneto...
GOTA FRÍA
No existe peor desastre natural
que el que se desatiende o mal se atiende;
si la administración se desentiende,
puede esperarse que mayor sea el mal.
La gente va muriendo y no es normal
ponerse a discutir de lo que tiende
a política guerra y que no entiende
quien no tiene mirada criminal.
Quedan solos los muertos; los demás
sufren las pérdidas de familiares
o amigos y de casas, además
del vil saqueo en dañados hogares
por el agua... No les consuela más
que el fraternal auxilio por millares.
[2024, 2 nov.]
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El desastre no ha afectado a la ciudad de Valencia, gracias al Plan Sur aplicado en su momento (1958-1969). Pero sí a los aledaños y otras comarcas próximas, carentes de planes preventivos. Esta realidad y lo que está sucediendo nos hacen plantear interrogantes. Las riadas se vienen produciendo periódicamente desde siempre, pero ahora muchos achacan la causa al cambio climático. ¿Es demostrable? Se ha dejado construir en ramblas, en zonas inundables. ¿No es reprochable la mala planificación urbanística? Para colmo, la cantidad de coches que circulan en espacios urbanos complican las tareas de rescate. ¿Cabe plantearse limitaciones futuras a la circulación de vehículos? Y hay reproches entre poder central y comunidad autónoma, una guerra política entre gobiernos no coincidentes ideológicamente que en situaciones calamitosas como ésta no nos pueden llevar a buen puerto. Mientras se debate qué administración tiene la competencia en este evento natural, los ciudadanos afectados sufren las consecuencias. ¿No es esto censurable? Es desesperante asistir a una descoordinación de los operativos de rescate y en la falta de organización de la asistencia a los afectados, deficiencias impropias de un país desarrollado o del primer mundo (esta falta de coordinación nos hace recordar la pandemia coronavírica). ¿No es preciso un mando único que ponga orden, que logre la eficacia necesaria para salvar el mayor número de vidas y canalizar el apoyo logístico en toda su extensión (alimentos, ropa, medicamentos...)? [Y pienso en especial en la imprescindible logística sanitaria.] No parece haber planes de contingencia específicos, o, si los hay, no están claros o no se aplican bien. Y por si el mal fuera poco, las víctimas sufren el pillaje de muchos desalmados. Menos mal que hay solidaridad ciudadana...
Tenemos inundaciones, huracanes, terremotos, erupciones volcánicas… y una carencia importante: la prevención para minimizar riesgos de daños producidos por estos desastres naturales. Por ello, ¿no sería conveniente una ley de desastres naturales? (*) Por supuesto, contemplando medidas de prevención –o al menos paliativas– de daños y protocolos de actuación en todo el territorio nacional.
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(*) Veo que hay una Ley sobre Desastres internacional, pero no una expresa sobre desastres naturales y nacional, tan necesaria aquí teniendo comunidades autónomas con competencias que no parecen estar claras todavía. [Teniendo Protección Civil y Comité Estatal de Coordinación, quizá convendría esa ley que regule la actuación en desastres e impida choques de competencias territoriales.]
Las zonas inundables de nuestro país son conocidas y están excelentemente cartografiadas: hacen falta medidas que superen la lógica de las infraestructuras y miren hacia la prevención natural, como la vegetación fluvial. [Texto desaparecido]
—Se conocen las zonas inundables de nuestro territorio, de modo que hay conocimiento para tomar medidas preventivas y evitar inundaciones.
Inundaciones y construcciones en zonas inundables [2017/02/10]
En España se podría decir que el problema esencial no ha sido el de la ausencia de disposiciones sino el de mala aplicación de las mismas. [Texto desaparecido]
La realidad es que, desde un punto de vista legal, la respuesta es afirmativa: se puede construir en zonas inundables. Las medidas limitativas son muy laxas y hay jurisprudencia que ha limitado el impacto de alguna medida más radical, como consecuencia de problemas de procedimiento administrativo.
—Amo mi profesión, aunque las condiciones para ejercerla sean adversas.
—Yo también la amaba, pero todo tiene un límite...
Se habla de crisis vocacional en medicina, de que cada vez hay menos aspirantes a galenos, mujeres y hombres, con verdadera vocación médica, por todo lo que entraña esa profunda «llamada interior». No está claro que el detonante fundamental haya sido la pandemia coronavírica, aunque en verdad hizo reflexionar a muchos profesionales de la medicina sobre el verdadero valor de su ejercicio, tan aplaudido por enfrentarse en malas condiciones a lo desconocido y tan vapuleado cuando el peligro parecía haber pasado. En gran parte de los veteranos hay decepción y en los jóvenes, desconfianza. Algunos médicos abandonan prematuramente y otros, sin dejar la que ha sido su elección de vida, se plantean nuevos horizontes. Hay razones para ello: demasiada presión asistencial y gerencial; creciente carga de agresividad social; sobrada responsabilidad para poca recompensa; escasa satisfacción en general que haga mantener el entusiasmo. La sociedad ha ido evolucionando hacia una acuciante fragilidad mental de sus individuos; la intolerancia a la mínima perturbación –o a la frustración– es lo común, la impaciencia en grado sumo se impone, la irreflexión es parte principal de la estulticia creciente. Entonces, el ejercicio de una labor tan humanística, racional y emotiva como la medicina se hace excesivamente dura, hasta llevar incluso al agotamiento absoluto que supone el burnout o desgaste profesional, un síndrome que se expande. Uno puede ser sacrificado, tolerante, comprensivo, resistente a los avatares..., en fin, profesional íntegro, pero, cuando se alcanza un límite inadmisible, el espíritu vocacional se resquebraja y acaba despedazándose. Por eso cabe concluir con una pregunta pertinente: ¿hoy en día merece la pena ser médico?
La medicina es una ciencia que necesita reflexión y un arte que precisa detenimiento. Si no hay tiempo para escuchar al paciente y considerar lo que dice, no hay forma de aplicar los principios que la rigen. Es una contradicción que surge cuando se trata de dar respuestas médicas cuanto antes a los problemas de salud, en una sociedad cada vez más demandante de atención sanitaria. En la atención primaria se consulta a la carrera y en el hospital no se atiende de forma sosegada. De esta forma se rebaja la calidad asistencial y se pone en riesgo la seguridad del paciente. Es de algún modo un drama de nuestro tiempo, en el que la realidad parece rebelarse contra el estado del bienestar, donde la sanidad pública es uno de sus pilares. Y para acortar los tiempos, en los dos niveles asistenciales, y como estrategia para lidiar con las listas de espera hospitalarias, se ha ido expandiendo la medicina a distancia, la telemedicina, más allá del fin para el que había sido creada. Medios tecnológicos e informáticos han sustituido en gran medida las visitas presenciales (quizá algún día haya que dar el adiós definitivo a la silla marañoniana). Así, las consultas telefónicas, útiles para aclarar una duda o renovar un tratamiento farmacológico, han aumentado de manera desproporcionada. Así, los especialistas de la piel apenas inspeccionan lesiones directamente, sino las imágenes que los médicos de familia les envían, las fotos que ellos mismos han tomado, a pesar de su aptitud para hacer descripciones dermatológicas de lesiones cutáneas y estructuras dermatoscópicas (*); un procedimiento casi ofensivo. De modo que, cada vez más distanciados del paciente, en lo personal (física y psíquicamente) y en lo temporal, el futuro sanitario se reducirá a fríos diagnósticos y crudos tratamientos. El doctor Robot y la inteligencia artificial se harán cargo por completo de la atención médica a las personas, que ya no podrán hallar el calor humano de una buena relación médico-paciente. El devenir de los tiempos...
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(*) Muchos médicos de familia han hecho cursos de dermatoscopia; pero lejos de aprovechar su conocimiento adquirido, los utilizan como fotógrafos.
El mundo de las setas es de una diversidad inabarcable. Hay setas típicas y atípicas: con forma característica de paraguas y de otras formas (globulosas o caprichosas). Algunas frecuentes son bien conocidas de los aficionados a este mundo e incluso del público en general. Y con el fin de recordar ciertas características diferenciadoras, he realizado breves descripciones, o resaltado particularidades, aprovechándome del haiku como forma poética. Cada descripción individual va precedida de la correspondiente imagen, con el nombre de la seta, científico y común. Tómese desde luego como divertimento, no como detallada precisión científica.
Muy buena ilustración. Explica la curva de rendimiento laboral (‘productividad’) de los médicos de atención primaria en relación a la presión asistencial, al número de pacientes que debe atender cada uno en su jornada laboral, además de la repercusión en su salud. A mayor carga asistencial, menor rendimiento laboral de los médicos de familia y mayor afectación de su salud mental, o más bien psicosomática, hasta el empeoramiento extremo que supone el síndrome del quemado (bournout). Es una relación evidente. Consecuencia de la aplicación del taylorismo en la gestión clínica, estableciendo tiempos máximos para cada paciente –que en general resultan ser mínimos, insuficientes para una atención adecuada–, pretendiendo una mayor productividad (como en una cadena de montaje), olvidándose del factor humano, del productor, que a menudo se ve desbordado, y del objeto de su atención: personas, no coches; personas por cuya seguridad como pacientes hay que velar. Triste realidad que poco o nada parece importarles a los dirigentes sanitarios. Una pena... que aún tiene remedio.
En medicina debe primar la calidad (la mejor atención a las personas) sobre la cantidad (el mayor número de usuarios atendidos), disponiendo del tiempo que cada paciente necesita, sin agendas rígidas, sin cronometraje. Así habrá motivación y satisfacción; de otro modo, insatisfacción y agotamiento.
La intensificación del trabajo y su reducción a tareas repetitivas tienen consecuencias psicológicas y físicas que son cada vez más examinadas por especialistas en salud.
Si no es posible montar una cadena con coches viejos y nuevos, usados e impolutos, de diferentes modelos..., difícilmente podemos defender que atender a un adolescente sano, un anciano con síntomas de demencia, una pareja estéril, o un diabético mal controlado que vive en la calle pueden atenderse de la misma forma. (...) Groopman y Hartzband afirman que no es posible conseguir información clínica precisa, completa, dejando aflorar las preocupaciones del paciente y su propia narrativa en consultas de 15 o 20 minutos (si supieran las nuestras caerían fulminados).