Se me antoja pensar que Berlioz y Bruckner son dos personalidades contrapuestas. Respectivamente, representan la pasión terrena –sin renuncia de lo celestial– y el más puro ascetismo.
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Cabe señalar que en un inicio, Berlioz fue rechazado por Harriet, lo que desencadenó su ferviente imaginación compositiva. Finalmente se casó con ella y desde entonces su vida fue una lucha por la existencia. Acabó separándose, quizás por el desencanto y la penuria económica, incapaz de mantener a su mujer, entregada a la bebida, y a su único hijo, Louis, que llegó a ser marino. Se casó en segundas nupcias con Marie Recio, a la que sobrevivió. Ya en su final, trató de realizar un último sueño de amor: unirse a Estela, un recuerdo de la adolescencia, enviudada pero imposible. Y al morir Louis de fiebre amarilla en La Habana, con sólo treinta y tres años, sintió el peso de la más profunda soledad. Entonces, el mayor músico francés para muchos –paradójicamente más reconocido fuera de su patria–, diferente y original, se fue aislando poco a poco y sufrió diversas crisis nerviosas hasta dejar este tormentoso mundo.
Berlioz elaboró un programa explicando el argumento compositivo de la obra referida: “Un joven músico de sensibilidad enfermiza y ardiente imaginación se envenena con opio en un acceso de desesperación amorosa; la dosis de narcótico, insuficiente para provocarle la muerte, le sume en un profundo sueño acompañado de las más extrañas visiones...”. Podríamos hablar de locura de amor y de psicodelia. Es significativo que la sinfonía acabe con un movimiento titulado Sueño de una noche de aquelarre, en el que el protagonista, el propio artista, se halla rodeado de multitud de brujos y monstruos reunidos para un funeral.
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Con el tiempo se acrecienta su ya natural miedo a la vida y sus obsesiones: de los placeres de la buena mesa, del matrimonio (se cree que nunca tuvo relación íntima con una mujer, por lo que quizás el deseo irrealizado y obsesivo habría de causarle gran sufrimiento), de la narración de historias macabras y de los críticos musicales (fue víctima del implacable crítico Eduard Hanslick). Y para protegerse, Bruckner buscó refugio en la música y en Dios. No era un luchador y rendía veneración a los demás, no fue receptivo a influencias extramusicales, no buscó la ambición sino sólo el amor al arte y quiso vivir a la manera de un monje. Murió de una pulmonía a los setenta y dos años, una edad impropia de otros grandes músicos, si nos atenemos al tópico de que “los amados de los dioses mueren jóvenes”.
La pasión, generalmente ausente en sus extensas sinfonías, se ve reemplazada por un constante deseo de solemnidad, que llega en ocasiones a la grandilocuencia (teniendo presente a Wagner, a quien veneraba), y por una religiosidad profunda y grave; la emoción humana está ausente en este maestro a quien parece abrumar la grandeza de Dios y de la Creación. Ha pasado a la historia como un ser enigmático, y en él parece darse la teoría de la dualidad entre el hombre y el artista; sus rasgos de individualidad y timidez se diluyen, en parte, al leer algunos de sus escritos. Si difícil es conocer al hombre común, lo es más adentrarse en la compleja mente del artista.
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Este artículo es una parte del publicado en Filomúsica (revista de música culta):
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