viernes, 29 de mayo de 2009

Grandes compositores y desequilibrio emocional (6): Postromanticismo descentrado

Vamos a considerar a dos centroeuropeos hipersensibles y enamorados de la voz humana, que mueven sus ansias desde la desnudez a la monumentalidad expresiva: Wolf y Mahler.

El austríaco Hugo Wolf (1860-1903), otro gran compositor de lieder, aprendió de su padre –un músico aficionado– las primeras nociones musicales. Desde muy joven mostró un carácter inestable, llegando a ser expulsado de varios colegios; en su época de colegial, su mediocridad escolar parecía contrastar con su gran talento para la música. Estudió en el Conservatorio de Viena, pero debido a su conducta turbulenta también de aquí lo expulsaron. Su inestabilidad mental le llevó a perder trabajos y amigos, y además a dificultarle la composición. En 1897 intentó ahogarse –como Schumann– y al no lograr su propósito fue recluido en un sanatorio mental. Recuperado, volvió a su actividad, pero al cabo de un año recayó, por lo que fue hospitalizado nuevamente.

Wolf era un individuo extremadamente nervioso, sobreexcitado y exaltado, lo que no impedía que tuviese períodos de abatimiento; a una fase de euforia le seguía otra de postración, volviendo después a la anterior y así sucesivamente, en una alternancia maníaco-depresiva definidora de un trastorno bipolar. Sin embargo, su desequilibrio no impidió que compusiese cerca de 300 canciones –influido por la figura de Wagner y movido por su inclinación poética–, de una sencillez comparable a Schubert y de una intensidad semejante a la de Schumann.

Gustav Mahler (1860-1911), de origen bohemio y nacido el mismo año, representa otro caso de desequilibrio, aunque no tan extremado. Estamos ante el hombre y el artista hipersensible, nervioso y atormentado, introvertido y ascético, casi fanático, atraído por las maravillas de la Naturaleza (bosques, montañas, canto de los pájaros) y angustiado en extremo por los profundos combates del espíritu. Como judío, tenía conciencia de pertenecer a una raza errante y sin raíces, lo que quizás contribuyó a agriar su carácter. Era muy sensible a los ruidos, muy crítico con los compositores vanguardistas, intolerante con su entorno, difícil de tratar y lleno de manías. Y a pesar de su brusquedad, rigidez, intolerancia y vehemencia, despertó gran fascinación entre el público de Viena, rendido a su papel de director de su gran orquesta filarmónica; en definitiva, muy popular pero probablemente no amado. En su música encontramos la confesión de sus tormentos y anhelos espirituales –hacia Dios, la Naturaleza, la belleza, la pureza–, la tragedia humana en suma, expresada por medio de inmensas sinfonías que en palabras suyas “debían abarcar el mundo”. Su obra es el resignado adiós del hombre moderno al bello sueño del Romanticismo.

En el último año de su vida hizo una visita al creador del Psicoanálisis; acudió a Sigmund Freud por un terrible miedo a perder a su mujer, Alma, veinte años más joven (los celos de Mahler le hicieron quedarse casi sin amigos), y éste le dijo, según confesó la propia esposa: “Usted busca en cada mujer a su madre, a pesar de que fue una mujer enferma y atormentada...”. También, según ella, cuando lo conoció –el músico ya tenía cuarenta años– “era un solterón con miedo a las mujeres; su miedo era infinito, tenía miedo a la vida, o sea a lo femenino”. ¿Un complejo de Edipo no superado? Hay que reseñar que su padre, al parecer un hombre violento, había maltratado a su esposa siendo Gustav un niño, y eso habría de quedar grabado en su subconsciente.

Tras su muerte, no debida a un abatimiento psíquico (aunque sintió profundamente la muerte de su hija María, por difteria) sino a una doble lesión valvular cardiaca congénita (en sus antecedentes constaban amigdalitis de repetición y fiebre reumática, y un primer aviso de angina de pecho cinco años antes dirigiendo un ensayo), Alma Mahler escribiría: “Gustav se me ha ido... Una vida agitada. Alegrías enormes. Hoy es la primera noche que voy a dormir sola en un nuevo domicilio... Acabo de hallar en la caja fuerte su despedida: son los esbozos de la Décima sinfonía. Estas palabras desde el más allá son como una aparición”.

Sin duda, fue Mahler un hombre intrincado, inseguro y desvalido, que no halló la paz deseada en la tierra; un artista singular y soñador a quien su mujer había comprendido y, seguramente, amado.
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Este artículo es una parte de otro publicado en Filomúsica (revista de música culta):

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