En la historia de mi vida son claves los años que pasé en Estados Unidos como especialista en neurooncología, es decir, médico del cáncer que envolvía el sistema nervioso de los niños. Después de siete años de intensa vida hospitalaria, en la que la violencia de las emociones alcanzaba todos los días la dimensión de tragedia, la vida se ve distorsionada. Era un día a día de derrotas, en que las victorias no podían ser celebradas enteramente porque la inminencia de una recaída acechaba hasta el fin. Un día sugerí que nuestro equipo usara una camiseta con la leyenda: It is so sad (Es tan triste), porque era la frase que más repetíamos a lo largo del día. Recuerdo que, de vacaciones en Portugal, me admiraba de ver corretear los niños en la playa porque ya me había olvidado de que podían ser felices y estar sanos. En cada cara buscaba las huellas del dolor; en cada cuerpo, los estigmas de quien sufrió los efectos de la enfermedad o de su tratamiento. Esta distorsión afectaba también a los niños y a sus familias. Aún me emociono al acordarme de un niñito de 3 años, sin pelo ni cejas, que tenía por habilidad —que mostraba orgulloso— conocer el nombre de las crías de todos los animales: el hijo de la cerda: lechón. De la yegua: potro. Y así todos. Un día se me ocurrió preguntarle cómo se llamaba el hijo de una mujer. Dudó un minuto, pero después esbozó para mí la astuta sonrisa de quien había intuido la respuesta y afirmó con seguridad: outpatient (paciente de consulta externa).
Muchos me preguntaban cómo era posible convivir a diario con la tristeza. La respuesta es simple: es un privilegio poder conocer la humanidad en todo su esplendor, en el coraje, pero sobre todo en el amor. Los médicos y las enfermeras con quienes trabajaba eran santos porque, como escuché alguna vez, los santos no son todos iguales. (…)
Capítulo del libro Lo siento mucho de Nuno Lobo Antunes, neurooncólogo pediátrico.
Sinto Muito - Nuno Lobo Antunes
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