miércoles, 28 de junio de 2023

Noche melódica


[Relato]

En medio de acordes y arpegios, buscaba personajes singulares para componer mi relato. Mujeres fatales, hombres con aura refulgente o niños insaciables de aventura. En su defecto, animales fuera de lo común que se confunden con algún humano, fenómenos naturales capaces de mudar las conciencias u objetos que cobran vida ante los ojos fantasiosos, dignos de aplicarles la prosopopeya. Elegido el tema, de melódico trazo, ámbito local y universal esencia, faltaban los protagonistas y los ingredientes necesarios: creación de un ambiente, adecuado tono, tensión suficiente, magnetismo expectante (la droga que engancha al lector) y final impactante, sorprendente o inesperado. Desesperado, lloré en silencio mi desgracia, celoso del talento ajeno. Y adormecido en la borrascosa negrura, bajo el antagónico cielo estrellado de la ciudad de Vigo, frente al glorioso Teatro García Barbón, anhelando un rayo perdido de chispeante inspiración, hallé por fin lo que anhelaba en la misma oscuridad profunda y plácida...

Apareció el concertino después de que la brillantísima coda coronase la sublime pieza. Los integrantes de la orquesta y el director se habían ido, hecho que el primer violín comprobó con extrañeza. Sin despegar mis atribulados labios, recibió mi mensaje: «¿Cómo expresa usted ese misterio con tanta fuerza y sin aparente esfuerzo?». Sorprendido, miró en derredor y con una leve sonrisa, encantadora como su intangible arte, algo femenil, que no blandengue, me respondió largamente con inequívoco timbre varonil. Conseguir deslizar el arco por las cuerdas y mover los dedos con tal naturalidad, como si fuese un juego reposado, le había supuesto un enorme sacrificio. Tanto que, cuando lo pensaba más de lo debido, se arrepentía. La fortuna, su exitosa carrera, compensaba las incontables horas de práctica. «Y usted, ¿también es músico?», me clavó expectante una mirada plena de genio y afectuosidad. Dejando volar el pensamiento al monte de O Castro, y vislumbrando el Conservatorio de Música, respondí con aire coloquial, casi como un niño renacido a los cincuenta y pico, a una edad madura y sosegada.


El implacable Cronos me había liberado de obligaciones y trataba de llenar el ocio sobre la mesa de mi estudio, escribiendo con pulso tembloroso. Me hubiese gustado entregarme a las sonoridades exquisitas, o sino a plasmar la luz con los pinceles, pero ocupaba las horas preñando papeles de palabras. Palabras que se repiten para no decir más que lo que ya está dicho, por activa y por pasiva, o, en el peor de los casos, para no conseguir explicar lo que se piensa. ¡Palabras! Donde acaban éstas, da comienzo la música. ¡Oh!, misteriosa forma del tiempo... Solo este arte, el más etéreo y sublime, capaz de hermosear a las demás artes, sabe explicar lo que no puede la lengua. Y la del hábil violinista replicó tan presta como su arco en un allegro vivace. «Me niego a creerlo. Sé reconocer un alma sensible entre cientos de vulgares, y la suya sabe sentir como pocas», afirmaba con la certeza de quien cree que nunca se equivoca. Decía tener la capacidad de detectar a un individuo como yo entre miles, como un sabueso la de seguir un rastro impensable. «Puedo asegurar que sabe hacer correr la pluma sobre el papel con la soltura de una gacela en la sabana. Es usted un digno destinatario de la crème del lenguaje más universal. Llamaré al director y al resto de los músicos para brindarle en exclusiva lo mejor de nuestro arte», pronunció el virtuoso instrumentista sin respirar apenas.

Llegó el director con aire alegre y reparé en su noble rostro de artista, mago de la batuta de mostachos dignos de un Monteux, vetusto domador de fieras de inequívoca dulzura, y con un aire que recordaba a Karajan, ante todo por el peinado y los gestos. «Señor director, le presento a...», introdujo los formalismos Nicolás Sate, que así se llamaba el concertino, y oportunamente apunté nombre y apellido. «Encantado de conocerle», dijo el maestro. Era Heriberto Chorima, conocido en el mundillo musical como Maestro Chorimauer, por afortunado acierto de un clarinetista. «¡Fíjese!, ni que fuese teutón, yo que nací en esta periférica ciudad galaica, alejada de los ambientes musicales centroeuropeos». Ligada su niñez con O Berbés, se sentía vigués hasta la batuta. Me presentó a los miembros de la nocturnal orquesta y los fui saludando. Me llamaron la atención el grueso barbudo de la tuba y el escuchimizado pelirrojo del oboe. Y sobre todo la rubia de la flauta, de perfectas líneas de diosa griega, digna del Olimpo y apta para el Walhalla. «¡Mucho gusto!», correspondió a mi reverencia y acarició mis oídos su voz de terciopelo. Permanecí atónito mientras marchaba, como los demás, a tomar su puesto.


Dio la entrada don Heriberto y los músicos se pusieron en acción. Primero violonchelos y contrabajos, iniciando un discurso grave, casi siniestro; después el resto de la cuerda, añadiendo el contrapunto de luminosidad; los instrumentos de viento madera anunciaron el protagonismo de Sate, que entró seguro y contundente, obedeciendo la indicación de Chorimauer. La encantadora flautista movía los dedos con soltura. ¡Qué maravilla! Las violas gemían melancólicas, los timbales resonaban entusiastas, las trompetas irrumpían victoriosas. Al final, todos fundidos en un feliz abrazo.

(Aplausos del oyente.)

Iba a escribir el relato y se desdibujaban mis personajes musicales, lo mismo que las estrellas sobre el gran Teatro de Vigo. Aquel armónico conjunto, coordinado por la mano sabia de Heriberto Chorimauer, se parecía ahora más a una sociedad revuelta, mal dirigida por un presidente incapaz. Apenas pasaban instrumentistas sin rostro, sin personal identidad y de manera anárquica; ya no conseguía definir al grueso tubista barbado ni al oboísta esmirriado de pelo rojo. Sólo aquella hermosura de nórdica palidez, equilibrada y serena, permanecía como luminoso faro orientador del navegante nocturno perdido en sus asuntos. ¿La mujer fatal que en un principio no pretendía? Silbo mis dudas. Sus cabellos al viento, sus labios anhelantes y su vigoroso cuerpo anunciaban un espíritu ávido de caricias y ternuras. Quien esto escribe lo piensa sin razón, se deja llevar por su masculina simpleza y la imagina sirena embelleciendo la hermosa ría, mientras trata de recordar el nombre de la valquiria. ¿Ingrid? ¿Sigrid? ¿Solveig? 

No llegué a saberlo exactamente; fueron los saludos tan efímeros... Pero puedo hacer a la bella flautista protagonista de mi cuento. La llamaré Lauta (perdonad la cívica vulgaridad), la que toca la flauta.


Todos se han perdido, excepto ella, la preciosa visión. Real y perdurable desde la melodiosa noche inexistente de un loco fantaseador. Sí. Sólo he de cubrir con su negrura la silenciosa hoja en blanco. Y entonces será bellamente sonora.

[2003, 18 jun., Sueño musical]

Mendelssohn: Scherzo de Sueño de una noche de verano - Solo de flauta 
[Flautista: Clara Andrada]

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