domingo, 23 de marzo de 2025

La cajetilla (relato)



[Relato]
Pendía de una viga del alpendre a dos palmos del suelo. Limpio y aseado, vestido con su mejor traje, con la cabeza flexionada y la lengua medio sacada, babeante y con el rostro cetrino. Parecía un muñeco de trapo que un niño hubiese simulado estrangular y después decidido colgar, tal vez para hacer una gracia ante sus amigos de juegos, si no fuese porque el tamaño de la víctima y su constitución de carne y hueso descartaban esa lúdica apariencia. El cuerpo yerto de Otilio Fernández se tambaleaba lentamente, rozando los lustrosos zapatos un viejo arcón de madera. Cualquier música triste le iría bien a aquel cuadro sombrío; pero no se escuchaba un adagio lamentoso, ni una marcha fúnebre u otra sonoridad de hondo patetismo. Todo era helada quietud. Sólo rompía el silencio el chirriar del madero por la fricción de la cuerda…

Se dejó oír el canto mañanero del gallo. Había cesado de llover.

A la hora del desayuno, nadie en la casa lo echó en falta, siendo Otilio madrugador, gustoso de salir a la era el primero y trabajador infatigable; todo ello los días que se mantenía sobrio. Eran las ocho y diez cuando Darío, su hijo menor, descubrió la trágica escena. El espanto paralizó sus ágiles extremidades y apretó su garganta juvenil. Comenzó a jadear como un asmático. No sabía si gritar, echar a correr, romper a llorar o restregar los ojos primero, para cerciorarse de que aquello no era un sueño o un incompleto despertar. Apenas el sol matutino quebraba las lúgubres sombras de la larga noche invernal; el rocío engalanaba los prados y los campesinos no habían iniciado las faenas. Pero no necesitaba pellizcarse para advertir la realidad.

Decididamente, Darío tomó aliento y alertó a los demás.

–¡Mamá! ¡Francisco! ¡Sara!... ¡Venid enseguida! Y alarmados, su madre y sus dos hermanos acudieron presurosos.

–¿Qué pasa? –demandó Francisco, que encabezaba la comitiva.

–¡Papá!... Ahí dentro.

Arrodillado sobre el terreno enlodado de la granja, Darío comenzó a sollozar angustiosamente. Entraron enseguida los otros miembros de la familia y, ante el tétrico espectáculo, emitieron sendas exclamaciones de dolor.

–¡Oh, Dios mío! –clamó Leocadia, la mujer del infortunado.

–Hay que bajarlo enseguida –decidió Francisco, el mayor de los hijos.

La madre no era capaz de soportar aquella escena macabra, y acompañada de Darío abandonó el lugar horrorizada. Sara, más entera, ayudó a su hermano mayor a descender el cuerpo inanimado. Subida a una escalera de mano, cortó la cuerda, a la par que Francisco sostenía desde abajo el tremendo peso del padre inerte. Volvió a entrar el más pequeño de los hermanos, a punto de presenciar cómo el mayor aflojaba la soga, tratando de reanimar al cadáver. Viendo la inutilidad de su intento, comenzó a proferir lamentos de desesperación. «¿Por qué lo habrá hecho, si parecía tan feliz?», se preguntaba Francisco en voz alta. «No encuentro ninguna explicación», balbuceaba Sara, cubriéndose la cara con las manos y gimoteando.

El mismo aire, verdaderamente gélido, se detenía interrogante. Y las nubes grisáceas, poniendo el contrapunto, reanudaron su descarga. 

***
Requerido por aquella muerte violenta, el médico de la localidad llegó al lugar, acompañado del juez de paz. Examinó el cadáver y comprobó en el cuello el profundo surco de ahorcadura. El cuerpo estaba rígido y frío; llevaría muerto unas doce horas.

–Doctor Laguna, ¡fíjese en el trozo de cuerda atado a la viga! ¡Y mire el arcón que hay a la derecha! –apuntó Orencio Gutiérrez, experto en estas lides–. No tengo la menor duda: tras subirse al arcón se echó a la izquierda y, ya sin apoyo, logró consumar su propósito. Tuvo que ser de ese modo, igual que han hecho otros.

Podía ser como afirmaba el juez de paz. Pero el galeno constató un hematoma en la frente y una tumefacción occipital que no casaban. Le indicó a Gutiérrez que lo reflejara en las diligencias que le habrían de hacer llegar al juez de distrito, el mismo que decretaría realizar la autopsia, por no tratarse de una muerte natural.

El forense procedió a ejecutarla y emitió su dictamen. Que no había fallecido por propia iniciativa, como le parecía evidente a Orencio, sino que después de haber sido golpeado brutalmente lo habían colgado, ya sin vida, con el supuesto propósito de simular un suicidio. Se descartaba así la muerte voluntaria. ¡De película!

–Es la primera vez en treinta años que hay noticia en Balobia de algo semejante –le dijo perplejo el juez de paz al médico rural, sabidas las conclusiones de la necropsia.

–También a mí me sorprende –admitió el facultativo–.

Aquella era una comarca tranquila, demasiado tranquila, donde nunca pasaba nada relevante. Y el pueblo de Balobia, un pacífico remanso. Únicamente los más viejos recordaban el caso de la hacienda de los Ameneiro; dos hermanos se pasaron a cuchillo por cuestión de una herencia. Pero ahora cabía pensar en otro acto criminal.

–Es muy extraño –añadió Gutiérrez–, porque no se le conocían enemigos al pobre hombre. Casi no salía; visitaba ocasionalmente la taberna. No era jugador ni, por descontado, pleitista. No me puedo creer que alguien haya podido ensañarse con Otilio. No lo puedo concebir. Me parece mentira… ¡Si era un buenazo!

Laguna tenía el mismo concepto. Había estado en su consulta en varias ocasiones, aquejado de una bronquitis crónica que se le agudizaba con frecuencia, y siempre le pareció un sujeto afable y discreto; un tanto desconfiado y supersticioso, nada fuera de lo normal en una población aldeana y cerrada. Pero conocedor de este mundo absurdo, sembrado de irracionalidades, ya nada le sorprendía.

Al sepelio de Otilio Fernández acudió casi todo el pueblo, además de familiares y amigos venidos de otras localidades. Un día diluviano del mes de abril. Entre manifestaciones de duelo y pensamientos elevados, bajo los paraguas negros corrían comentarios especulativos. Simples y gratuitos chismorreos. 

El muerto entró en el hoyo, y los demás recordaron raudamente que había que vivir en la tierra los cuatro días que el cielo concedía. Un súbito rayo de sol los incitaba a proseguir el camino de los vicios con que el mundo seduce a los mortales.


II
Ya corría el florido mayo cuando la viuda, al tanto del supuesto acto homicida, acudió al doctor Laguna sumida en una comprensible depresión. Venía acompañada por el benjamín, también derrumbado. Leocadia demandaba una terapia para sobrellevar su duelo. Al sensible Darío le bastaba el consuelo de su madre. Los otros dos hijos parecían más enteros, menos vulnerables, fuertes de carácter, según el parecer de Leocadia y la corroboración de Darío. El médico no los había vuelto a ver desde el luctuoso día, un mes atrás, y consideraba una bendición que tuviesen un espíritu enérgico. En trances difíciles es de agradecer que alguien sepa tomar el mando y orientar a los desconcertados y pusilánimes. Sería desastroso que en una catástrofe todos cerrasen los ojos y ocultasen el rostro con las manos. Por fortuna, siempre hay individuos con arrestos que establecen el orden y sirven de guía a los que van a la deriva. De todos modos, Sara y Francisco habrían de estar igualmente afectados en el fondo, por más que supiesen encajar mejor el duro golpe. Laguna trató de animar en lo posible a la afligida viuda y al abatido hijo, haciendo a la postre las recomendaciones oportunas y solicitándole a Leocadia su número de teléfono para mantener contacto.

–¡Gracias, don Andrés! –pronunció ella enjugándose las lágrimas–. Créame que le agradezco su paciencia y sus amables consejos.

–Sé lo que es perder a un ser querido –dijo el médico rural con empatía–, aunque desde luego no en semejantes circunstancias. Les llevará un tiempo recuperar el ánimo, pero lo conseguirán. La vida es así, dura e incomprensible; nos da y nos quita... ¡Mis condolencias, Leocadia! ¡Valor, muchacho! –fueron éstas las últimas palabras de despedida del heredero de Esculapio, después de un enternecedor apretón de manos.

Era otra época; un tiempo de hambre, moderación y cortesía.

La policía había iniciado sus indagaciones, sin fundadas sospechas de nadie en particular. Se inspeccionaron minuciosamente el lugar de los hechos y los aledaños. Pero nada. Se examinó la vestimenta en busca de algún rastro esclarecedor, y tampoco se despejaron dudas. El cadáver portaba un reloj de bolsillo con una leontina de oro, una castaña de indias, una navaja suiza y una cajetilla de cigarrillos.

Un hombre tradicional, temeroso, precavido y fumador, deduciría un investigador. A Andrés Laguna le pareció todo insustancial al relatárselo el forense. Bueno, no todo. Recapacitó y cayó en la cuenta. ¡Otilio no fumaba! Se lo reiteraba cada vez que, agravada su bronquitis crónica, le inquiría sobre el particular. «Hace años que lo dejé, doctor», le juraba. No obstante, quería cerciorarse y llamó a la viuda.

–¡En absoluto, doctor Laguna! Se lo puedo asegurar sin temor a equivocarme. No probaba el tabaco desde nuestro décimo aniversario, por eso lo recuerdo bien, y hace veintidós que nos casamos –le comunicó Leocadia lo que él ya suponía.

Tras despedirse amablemente, colgó el teléfono y marcó el número del forense.

–Hola, Pablo. Tengo una inquietud..., una curiosidad por saber la marca de cigarrillos que se descubrió en la chaqueta del ahorcado.

Lleno de extrañeza, el forense le respondió que lo desconocía, pero que iba a consultar los archivos y después lo llamaría. Pasada media hora, daba su contestación.

–La marca es Cebra. Pero dime, Andrés, ¿es tan importante?

–Sí, Pablo, lo es, porque el difunto dejó el tabaco hace una década, y no creo que volviese a fumar repentinamente, ni que llevase pitillos encima para convidar.

Esto podía dar una pista sobre el agresor. O los agresores, pues no parecía posible que un único individuo hubiese podido colgar a un adulto de noventa quilos, salvo que atesorase una fuerza descomunal, sobrehumana. Y quien extravió la cajetilla, como parecía desprenderse, fumaba una marca inhabitual, por no decir rarísima.

Cabía pensar en individuos próximos y en gente de paso.

Había un dato chocante a ojos extraños: el finado llevaba puestas sus mejores galas en un día de semana. Acaso hiciese barruntar que andaba metido en algún asunto turbio. Para quienes lo frecuentaban era algo banal, una de sus rarezas.

La investigación llevó hasta remotos sospechosos, todos relacionados de algún modo con Otilio Fernández, que prestaron declaración. Pero no se hallaron razones para inculpar a ninguno. Uno de los entrevistados aseguraba, gimoteando, que se sentía muy impresionado, y alegaba andar de gira con la banda municipal esa semana; al sonarse la nariz para liberar su angustia, emitió un sonido más ronco que el de la tuba que tocaba. Otro, anciano y artrósico avanzado, evidenciaba tal rigidez articular que, costándole trabajo valerse por sí mismo, era inconcebible que pudiese arremeter contra otro y levantarlo en peso. Un tercero, también entrado en años, demostró que había permanecido en casa aquejado de un ataque de gota. No cabía sospechar más que de lugareños como éstos; en Balobia recalaban pocos forasteros. Por otra parte, la pregunta fundamental seguía en el aire: ¿qué móvil pudo empujar a alguien a cometer tan grave delito? Desde luego, no el económico, puesto que no se habían llevado nada de valor.

Cierta mañana, más clara que la indagación de la muerte del labriego, Sara se desplazó hasta la consulta del doctor Laguna. Quería una nueva receta para su madre.

–¿Qué tal se encuentra Leocadia?

–Algo mejor, don Andrés. Con lo que le ha dado se ha recuperado bastante. Confía mucho en usted… ¡Ah!, perdóneme, no le di la cartilla.

Sara sacó la cartilla sanitaria de su bolso, a fin de que el galeno le prescribiera, y al hacerlo arrastró consigo un pequeño paquete que Laguna no logró avistar y que fue a parar al suelo. La muchacha se agachó para recogerlo y lo introdujo en el bolso, todo en un movimiento de escasos segundos, que los ojos del sanitario aprovecharon para seguir y constatar que se trataba de una cajetilla de cigarrillos. 

–Perdón, señorita, ¿cuál es la marca que fuma?

–Véalo usted mismo, doctor. Pero... ¡no me diga que es fumador! –Me avergüenza reconocerlo –dijo Laguna en un tono de aparente arrepentimiento; él, que no había fumado en su vida (y en un tiempo en el que no existían las restricciones sanitarias que habrían de venir). Y dispuesto a alcanzar alguna meta, continuó con su artificio–. Es original el envoltorio.

–Sí, no es tabaco corriente; estos cigarrillos son bastante especiales. Los adquiero en un establecimiento especializado de Vizana. Son muy buenos y aromáticos. ¿Quiere probar uno? –lo convidó alargando su delgado y femenino brazo.

–¡Gracias! Lo fumaré más tarde, cuando finalice la consulta. No está bien visto que los médicos fumen, y menos en presencia de sus pacientes.

Sara se despidió, sin mostrar ningún gesto de desconfianza, ni actitud defensiva en su comportamiento, y el doctor Laguna se quedó unos instantes contemplando el pitillo... ¡Oh, sorpresa!, comprobó el nombre al pie del filtro: Cebra. Singular como la belleza de la muchacha, blanca y sombría, de claro mirar y oscura mirada.

Finalmente, se constató que correspondía con la cajetilla hallada en la chaqueta del fallecido, que tenía la imagen del équido rayado. Entonces las sospechas apuntaron irremediablemente hacia la hija del occiso. Inimaginable en un principio, ahora había fundamentos para señalarla, aunque no suficientes para condenarla, considerando lo engañoso de los indicios (y de ser parte de la certeza, en base a lo referido, faltaba averiguar la identidad del cómplice, o de los cómplices). Sus hermosos ojos no delataban maldad y menos un alma asesina; si acaso complejidad, amalgama amorosa de comprensión y recelo, como su homónima bíblica.


III
Llamada a comparecer ante el juez, la muchacha se extrañaba de que pudiese haber pruebas en su contra. Y negaba la acusación con vehemencia.

–¿Cómo pueden implicar a una hija en la muerte de su padre? –interpelaba con dulce furia, encarándose a su señoría por semejante atrocidad.

–No la acuso yo, sino las evidencias –apostilló la autoridad judicial–. Y los indicios sugieren que su hermano Francisco es coautor del parricidio; no se muestra nada apenado... –su señoría se detuvo unos instantes, consciente de esta valoración subjetiva. Luego añadió–: La cajetilla de cigarrillos que apareció en la chaqueta de su padre ha sido decisiva. Su médico de cabecera nos ha ayudado a esclarecer los hechos.

–¿El doctor Laguna? ¡Maldito! –con esta imprecación y sin argumentos para rebatir al juez, Sara, frágil y hermosa, se desvaneció por la emoción.

Poco quedaba para poner punto final al asunto.

Sin embargo, el verdadero desenlace de la farsa fue otro bien distinto. Inesperado e increíble. Produjo el asombro general. Darío, de quien nadie había sospechado, se presentó voluntariamente ante la policía y confesó la autoría del crimen.

Pero ¿qué explicación había para lo sucedido? ¿Qué justificación para profanar el quinto mandamiento? ¿Qué motivación en el hijo menor de Otilio?

Retrocedamos a través de las brumas...

Descubrimos a un hombre que aparentaba buena persona, y lo era fuera del hogar, porque de puertas adentro se vivían situaciones de extrema tensión y violencia. Otilio se emborrachaba sin salir de casa y se mostraba brusco con los hijos, imponiéndoles sus criterios por la fuerza. Intentara incluso abusar de su hija, siendo sorprendido por el hijo pequeño. Leocadia tampoco se salvaba de su ira y se sometía al esposo sin condiciones, callando su humillación por esa atávica vergüenza que esclaviza las conciencias. Darío lo relató con temblor en los labios y húmedo brillo en las pupilas, sin entender por qué y sin disimular el afecto que le guardaba a su padre, quien, a pesar de todo, en los buenos momentos sabía ser tierno y cariñoso. Escudriñar complejidades emocionales que den respuesta a comportamientos antagónicos en un ser humano puede llevarnos a sinuosas veredas. La cuestión es que el hijo menor, no pudiendo soportar más sus vejaciones, tomó la drástica resolución aquella tarde abrileña, hallándose ausentes los demás miembros de la familia; Leocadia estaba en casa de su madre, sola y enferma; Francisco y Sara habían ido de compras a Vizana, la ciudad más cercana a Balobia y cabeza del partido judicial, donde finalmente se habría de juzgar el presunto homicidio. A la vuelta, pasaron a visitar a la abuela y, junto a su madre, volvieron a medianoche, justo cuando la lluvia hacía acto de presencia (no había llovido en varios días), ajenos los tres a los trágicos acontecimientos y sin constatar ella la ausencia de su marido. Se acostó, como tantas veces, en la segunda cama que había en el cuarto de Darío, que fingía dormir, para evitarle molestias al irascible Otilio (de su mal despertar podría esperarse cualquier reacción colérica).

Si al benjamín se le había pasado por la cabeza acabar con el tiránico progenitor, ¿qué mejor oportunidad que aquélla? El padre estaba bebido, sentado en su silla patriarcal, agarrado a una botella de aguardiente y, lo más curioso, vestido con su traje de gala; bajo los efectos del alcohol, era la forma acostumbrada de sentirse elegantemente dominador. No dejaba de proferir insultos y amenazas contra él, su madre y sus hermanos, sin motivos, elevando la voz con cada improperio. Ya no aguantaba más. Empuñó el báculo que Otilio solía llevar en sus caminatas por los montes cercanos y lo golpeó en la nuca con contundencia. El agredido, enorme, cayó redondo, de espaldas, como un pajarito; y se quedó en posición supina con los ojos entreabiertos, como un desmesurado muñeco diabólico. En un impulso incontrolable, remató la faena machacando sañudamente la frente de aquel padre poco ejemplar.

Preso del nerviosismo, cogió la cajetilla y el mechero que su hermana dejara olvidados en la mesa del comedor. Encendió un cigarrillo, le dio un par de caladas y lo arrojó casi entero a la chimenea. Tenía que tomar una rápida decisión. Faltaba poco para las nueve de la noche. Algo más sereno, creyó conveniente borrar sus huellas del arma homicida con el aguardiente que el padre no había consumido. Seguidamente, asió el cadáver por los pies, y poco a poco, con todas sus fuerzas, lo fue arrastrando hasta el alpendre. Por suerte, el suelo estaba seco. Consiguió una cuerda gruesa de esparto e hizo un nudo corredizo en un extremo. Elevando la cabeza del progenitor, la introdujo en el lazo y realizó un buen ajuste cervical. Y con la ayuda de una polea lo colgó de una viga, procurando después que no quedase ningún vestigio de su terrible actuación.

Pero, ¡ay!, por imperdonable descuido, el joven introdujo la cajetilla en la chaqueta del padre, antes de arrastrarlo, quizás presa del nerviosismo, tal vez cegado por el inmediato remordimiento. De todas formas, habría sido igual, pues confesaría tarde o temprano; como reconoció ante el juez, no podría vivir ocultando ese acto infame.

Es de suponer que Leocadia no llegase a saber realmente lo sucedido, porque de lo contrario, para eludir sospechas y proteger así a su hijo, le hubiese comunicado al doctor Laguna que su marido todavía fumaba. De cualquier manera, probablemente no habría de reparar en la importancia crucial de la revelación u ocultamiento del hecho de fumar.

Sobran otras explicaciones.

Los dos hermanos de Darío, mayores de edad, quedaron en libertad. Eran completamente inocentes. Laguna respiró aliviado; cruzó su mirada con la de Sara y creyó ver en ella un sincero perdón. Darío fue juzgado por un tribunal de menores. Dicho tribunal, en pro de una sentencia justa, tuvo muy en cuenta las circunstancias antes de pronunciar su veredicto... ¿Que cuál? He de callar. Prefiero que el lector emita su particular sentencia, en absoluto silencio reflexivo, sin necesidad de dramáticos acordes, supuestamente sabedor de que lo que comprensible no siempre es justificable.

[1994, 5 may.]

Debussy: Cuarteto de cuerda - III. Andantino

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