[Relato]
Frisaban los setenta, y eran amigos y compañeros de siempre, de juegos infantiles, de escuela, de universidad y ahora de jubilación. Francisco Luna, en el pasado –y en el presente– un digno médico general. Anselmo Gavío, consagrado a una parte de la ciencia y el arte médico: antaño, y hasta la muerte, un insigne oculista. Se desplazaban en el automóvil clásico de Anselmo desde la ciudad de Herculia hasta Valdoseira, el pueblo que viera nacer a este oftalmólogo, y entablaban una charla no poco trascendente. La había iniciado Francisco, quien comentaba lo siguiente.
–Los seres humanos precisamos unos de otros para vivir, y cada vez de manera más terminante. No habría de ser así en los albores de la humanidad, pero parece tan natural en la actualidad que no le damos el valor que merece.
–¿A qué te refieres, Paco?
–Pues a que no sopesamos la dureza del pasado remoto. Si lo hiciésemos, admiraríamos la capacidad del hombre primitivo para sobrevivir. El hombre y, por supuesto, la mujer. Imagínate: un mono desnudo, en todos los sentidos, en lucha despiadada con la naturaleza, esforzándose día a día por no perecer.
No se demoró la réplica del otro.
–Yo no lo veo así. El hombre de las cavernas necesitaría también de sus congéneres. Casi con seguridad que colaboraban todos los miembros de un grupo en sus faenas cotidianas. Cada uno aportando lo mejor de sí mismo. ¿No sé si me entiendes?
–Sí, querido Anselmo... Pero cada cual, debería adquirir múltiples habilidades. Todos habrían de tener destreza para la caza y la pesca, conocer los rudimentos agrícolas, ser hábiles artesanos, capaces de elaborar vestimentas y útiles... ¡Qué sé yo! Tendrían que realizar todos los trabajos que la supervivencia exigía.
–¿Cómo un moderno Robinson en su isla?
–¡Exactamente! Pero además algunos emplearían parte de su tiempo en ocupaciones improductivas. Se complacerían con el arte y la decoración, pintando las paredes naturales de sus hogares y modelando figuras. ¿Qué me dices de eso? Y lo harían por mero placer, sin buscar utilidad práctica. Sólo para llenar el espíritu.
Tampoco se dilató aquí el argumento antitético del oculista.
–¡Estás equivocado! Quienes pintaban o tallaban estarían exentos de las demás labores. Otros cazarían en su lugar, o buscarían agua, o velarían por su seguridad… Cada individuo estaría especializado en una determinada tarea. En suma, cada cual, con su misión, aunque no fuese de modo tan concluyente como en nuestro tiempo. ¡Ah!, y te recuerdo que pintaban animales porque creían que así sería más venturosa la caza, y que esculpían voluminosas formas femeninas para implorar la fecundidad. Ya en la escuela nos hablaban de esto. ¡Te estás haciendo viejo, Paco!
Levemente contrariado, éste se detuvo brevemente, pero volvió por sus fueros.
–Bueno, tienes razón en parte –Luna no quería dar su brazo a torcer–. Pero los móviles atribuidos al arte primitivo son especulaciones. E insisto, todos estarían obligados a hacer un poco de todo. Sería inaudito que en tiempos remotos algún hombre se dedicara en exclusiva a las artes plásticas. No habría tiempo para el ocio, un lujo proveniente del reparto del trabajo en las sociedades modernas. Quien no quisiera ser borrado de la faz de la tierra, debería conocer al menos lo esencial.
Ya enredados Luna y Gavío en tales disquisiciones atávicas, había que proseguir la sustanciosa plática. De modo que el segundo interpeló al primero.
–¿Y a qué llamas tú esencial?
–A lo imprescindible para sobrevivir. Mi buen amigo, lo esencial para todo ser viviente es alimentarse, y el hombre no es una excepción. Lo demás va detrás. Y para conseguirlo, habría que procurarse los medios: la caza y la pesca exigían utensilios que había que elaborar, lo mismo que para cultivar la tierra. Obtenido el alimento, nuestros ancestros deberían protegerse, tanto de las inclemencias del tiempo, procurándose adecuadas prendas de abrigo, como de las fieras o de los individuos de otros grupos tribales; y para esto último, debían fabricar armas para su defensa. Todos necesitaban tener diferentes capacidades.
–Toda esa argumentación está muy bien –dijo Anselmo–. Aunque lo que afirmas sólo habría de ser necesario hasta que el hombre adquirió conciencia social y compartió trabajo y beneficios. No niego que en principio existiera un hombre cazador, pescador, agricultor, guerrero y artista. Si quieres, un «hombre completo». Pero después cada uno con su tarea respectiva. ¿O no lo consideras así, Paco?
Francisco se ensimismó en busca de una réplica contundente que no logró asir.
–Desgraciadamente sí. Aunque yo, la verdad, admiro más la capacidad de los primeros, de esos hombres completos, poseedores de conocimientos varios.
![]() |
Fuente |
El doctor Luna quería convencerse de que el mérito es de quien sabe de todo un poco y no de los que se aíslan en una parcela del saber. Algo natural en un médico general. Por su parte, el doctor Gavío trataba de convencerlo de lo contrario.
–En nuestro tiempo –dijo el especialista de los ojos–, y cada vez más, la comunidad propone que cada individuo se especialice, de manera que conozca amplia y profundamente una materia. Las exigencias de nuestra época lo imponen.
–¿Aunque de lo demás no se tenga ni remota idea, Anselmo?
–Entiéndeme, Paco. El tener conocimientos de otras cuestiones, no está de más; aunque sean someros, siempre pueden ser útiles. No obstante, ¡cada uno a lo suyo!
–Admito que cada individuo debe ser gran conocedor de su particular oficio. Mas no por ello hemos de renunciar a otros campos del conocimiento, ya por curiosidad, por simple placer o por liberarnos temporalmente del cerco que impone el cotidiano quehacer. ¿O es que un carpintero no puede cultivar su jardín, un jardinero tocar un instrumento musical o un músico elaborar un mueble de madera? El hombre es una criatura ávida de conocimiento, y en mayor o menor grado todo le interesa –Luna quemaba sus últimos cartuchos, tratando de ganar una difícil batalla.
–Sí, pero –apuntó Gavío– a la hora de la verdad echamos mano de los especialistas, conocedores de un pequeño trozo de saber. Cuando no podemos solucionar algo buscamos a quien de ese algo lo sabe casi todo. Un hombre actual poco haría en un paraje ancestral solo y desamparado. Aun suministrándole medios para facilitarle la empresa, ésta le sería harto difícil, por no decir imposible. Si le proporcionásemos vivienda a la vera de un río, rodeada de toda la flora y la fauna imaginables, y le dijésemos «toma un cuchillo, un hacha una escopeta o lo que quieras y ¡hala!, a ver cómo sobrevives en ese edén», no tardaría en implorar ayuda al cielo. Lo contrario sólo sucede en las películas, no es más que pura ficción.
Tras tomarse unos instantes para la inteligente reflexión, precisa para evitar el desbocado pensamiento, el médico general creyó conveniente decir lo que afluía a su cabeza. No daba el brazo a torcer e insistía en su idea de conocimiento global.
–Yo creo que podríamos hacer un poco de todo –remarcó–. En nuestro campo profesional, más vale un todólogo que un cachitólogo –aquí Gavío se rascó la cabeza, pensativo–. Nada debiera sernos ajeno, convendría saber algo de todo, o de casi todo, lo que durante siglos hemos logrado aprender. ¿No es bueno saber injertar una planta, fabricar un taburete y tocar un instrumento? Entiendo que la autosuficiencia, hasta cierto punto, proporciona seguridad y satisfacción.
Francisco llevaba la idea del humanismo a sus últimas con secuencias, con la terquedad del profesional de la medicina, del médico de cabecera (hoy denominado médico de familia), que ve al individuo en su integridad. Y el amigo, más corto de miras, acotado en su especialidad y casi afrentado, la seguía cuestionando.
–Creo que eso no es más que una utopía. Cada uno tiene su lugar en el engranaje social y en su sector laboral. Se dan pocas facilidades para una formación plena e integral. Somos muchos y hay que repartir funciones. ¡Qué remedio!
–Ese es el gran error, Anselmo. ¡El gran error!
El oculista, callando, parecía avenirse. Puro espejismo: sólo bajaba el tono de su discurso. Si el otro era terco, éste le ganaba en obstinado.
–Yo siempre me dediqué a lo mío. Conozco bien lo concerniente al ojo humano; del resto me considero un profano. Además, cada vez surgen más subespecialidades, o sea que la fragmentación va a más. En nuestra profesión es evidente.
Aquí se desvaneció el coloquio. Recorrieron varios kilómetros en silencio, contemplando el verde paisaje y reflexionando ambos amigos sobre el asunto.
Cerca del pueblo de Gavío, Luna retornó la palabra.
–Disfruté mucho de mi profesión, con sus satisfacciones y malos tragos. La abnegación se compensa con el bien causado, aliviando el dolor, curando la enfermedad o consolando en la desgracia. No me quejo del destino. ¡No!
–Te puedo decir otro tanto. Además, no hay forma de volver atrás.
–¿No has tenido otras inquietudes? –avivó Francisco.
–Ya sabes –dijo el oculista– que pinto al óleo en mis ratos libres. La creatividad me complace y me relaja. Pienso que también habría sido feliz entregado a la pintura.
–¡Ah!, mi frustración es la música –suspiró el médico general–; llegué a creerme un gran concertista de violín. Lejos de emular al legendario Sarasate, no llegué ni a acariciar el pequeño instrumento de cuatro cuerdas; a pesar de mi melódica pasión y mi sensible oído. Necesitaría otra oportunidad, otra vida para llenar ese vacío.
Sonrieron ambos, a la par que sus ojos traslucían una inequívoca aura de melancolía. Pero Anselmo acabó poniendo coto a la fugaz tristeza.
–La vida es así, querido Paco. Se tienen ilusiones y se disipan sin darnos cuenta. Pero no nos pongamos nostálgicos, que parecemos dos carcamales. Yo te aseguro que he sido aceptablemente feliz en mi trabajo, obligado a conocer todo de un poco. Cataratas, glaucomas, desprendimientos de retina… acapararon mi tiempo.
–¡Sí hombre, yo también! –exclamó Francisco, aunque no totalmente convencido–. Por mi parte, tenía que saber un poco de todo: enfrentarme a una infección pulmonar, a un traumatismo, a un parto o a una crisis nerviosa. Debía actuar más que como «internista de la calle» (así se nos ha llegado a calificar a los médicos generales), sobrepasando los límites de la medicina interna: haciendo de cirujano, traumatólogo, dermatólogo, oftalmólogo, otorrinolaringólogo, tocólogo, ginecólogo, psiquiatra, geriatra o urgenciólogo de la calle. Por correlación atlética, yo diría que el médico de cabecera es un decatloniano. En fin, nada me debía ser extraño.
Ya a la entrada de Valdoseira, un niño les hacía ademanes de bienvenida. Anselmo, sonriente, hizo saber a su amigo que se trataba del menor de sus nietos. Detuvieron el auto y se apearon. Y Gavío pronunció orgulloso:
–Aquí tienes a Carlos, que ya tiene once años.
–¡Encantado de conocerte! –saludó Francisco, estrechando la mano al pequeño, que ahora se mostraba serio, y dándole un beso en la mejilla. Después añadió el tópico consabido–. Y dime Carlitos, ¿qué quieres ser de mayor?
–Oculista, como mi abuelo –dijo sin pensarlo y, para que no quedase ninguna duda, señalando al aludido, que no cabía en sí de tan ufano.
El generalista correspondió al gesto del especialista cuando se cruzaron sus miradas. En breve, el niño se despidió, quedándose con otros niños en el umbral del pueblo. Entonces, Francisco hizo un comentario concluyente.
–Al hacer esta pregunta tópica no debiéramos esperar respuestas concretas como «quiero ser médico, bombero, astronauta...». Tendríamos que aspirar a ser, como tú bien calificaste, hombres completos y… –la atención se le fue golosamente tras la hermosa silueta de una fémina que pasaba distante– mujeres completas.
–No pides nada... –y el oculista corrió solidario hacia el mismo punto de mira.
El sustancioso diálogo se había coronado con ese estético cierre. Y se disponían a transitar el escaso trecho que restaba para llegar a la casa rural de Anselmo, donde les aguardaba el resto de su familia, cuando, a los pocos metros (después de haber recorrido más de sesenta kilómetros desde Herculia), el coche se detuvo. Intentó el oculista ponerlo en marcha; sus conocimientos eran escasos en la materia, por no decir nulos, y el vehículo no encendía por el hecho de mirar ciegamente el motor. Comprobó en vano la tensión de las correas y enseguida desistió. Francisco echó un vistazo general al motor, revisó sus piezas elementales –que algo más de idea tenía–, pero tampoco consiguió atisbar la avería. Ambos miraban sin ver. Finalmente, rendidos a la evidencia de desconocer los entresijos del coche, estuvieron de acuerdo: ¡Había que buscar un mecánico del automóvil!
[1986]
Simon & Garfunkel "Old Friends" - Instrumental Arranged & Performed
Aunque dicen que el halago debilita, amigo José Manuel, no se puede dejar de reconocer -como a los toreros cuando realizan una buena faena-, lo esplendido del relato, tanto en su forma como en su hondura, por todo lo que dice y lo que sugiere de Verdad.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu buena valoración, querido Juan. Tus palabras me animan a seguir recuperando relatos que tenía guardados en el cajón del olvido. Un abrazo.
Eliminar