[Relato]
Soplaba el viento con intensidad inusitada, plomizas nubes cubrían el valle y una niebla de cuento velaba los caminos y las casas. Era una fría tarde invernal de mil novecientos sesenta y ocho (el año del Mayo Francés), callada, lánguida, sombría, desasosegante, intimidatoria, de algún modo revuelta, de esas que invitan a quedarse entre cuatro paredes, al calor de la chimenea. Y así yo lo hacía, al abrigo de la casa de los tíos (ausentes desde el amanecer), donde pasaba tranquilamente el fin de semana, escuchando música y tecleando en un viejo piano que estaba desafinado.
De pronto, petaron a la puerta.
Al abrir, ante mí se presentaba un hombre desconocido –pero cuyo rostro dibujaba una familiaridad entrañable–, con un aura apremiante en torno a su anatómica quietud. Contrariando su actitud corporal, me habló con gran celeridad.
–¡Buenas tardes!, aunque esté de más lo de buenas. Si no me equivoco es la casa de Víctor y Carmen. Y tú supongo que eres Saladino.
Afirmación seca por mi parte y apretón de manos.
–Me llamo Alberto Arosa –continuó hablando–. Soy el hermano mayor de Juan, ese al que llaman El Chispas.
Ahora me percataba de la peculiaridad de sus facciones, marcadas, fuertes, pero nobles y agradables. Y, mostrando ahora mi mejor sonrisa, respondí que sí, que ya veía el parecido con su hermano es increíble. No había duda de su similitud física, realmente asombrosa. Enseguida lo invité a entrar y guarecernos de la helada que estaba cayendo. No quiso sentarse, se le veía apurado. Así que seguimos hablando de pie.
–Es extraño que no nos hayamos visto antes –le dije–. Aunque, si no me equivoco, usted ha estado fuera del país estos últimos tiempos, ¿no es cierto?
–Sí, Saladino, acabo de regresar de Alpesia. Allá dejé dieciocho años de mi vida. Me fui cuando tú... –me miraba a los ojos–. Bueno, no sé si hago bien en tutearte.
–¡Faltaría más! –por supuesto consentí, por mi juventud y porque mi carácter abierto, opuesto a los distanciamientos, facilitaba la cercanía.
Con rapidez, me explicó que se marchara de Balobia cuando Juan y yo éramos unos párvulos. Hacía tanto que era natural que no me acordara. Su presuroso ritmo lingüístico conseguía engancharse en el mío y ya no me iba a abandonar. Y pronto fue al grano.
–Vengo por mi hermano... He acudido a ti, Saladino, porque Juan ha amenazado con quitarse la vida. Y no parece una simple bravata. Quienes lo tratan, me han dicho que otras veces lo escucharan hablar de suicidio, pero que nunca antes lo habían visto tan desquiciado. Fuera de sí, se ha dirigido al barranco de Salgueira y, al borde mismo, tembloroso por el frío y tambaleante por la ebriedad, permanece apoyado en un arbusto, advirtiendo que se echará al vacío si alguien se le acerca. Bueno, espero que siga allí sin culminar su mala intención. Lleva más de dos horas, sin que sus amigos –supongo que esos que dicen tratarlo lo son– se atrevan a aproximarse. En vano, hemos intentado persuadirle para que desistiera. En último extremo, aconsejado por ellos, he venido hasta aquí. La noche se echa encima y… ¡es capaz de cumplir su amenaza!
–Pues...
¿Qué podía hacer yo ese desagradable día del sesenta y ocho? Conocía bien a Juan, pero llevaba tiempo sin tratarlo. Le habían dicho a Alberto que yo tenía conocimientos médicos, que leía sobre el tema y que podría comprender mejor que los profanos la psicología de un alcohólico. Había acabado el bachillerato, gracias a las becas y a mi propio trabajo complementario, y alternaba en uno y otro oficio, sin suponer que un año después el destino me llevaría a cruzar el mar y a una nueva vida como sanitario; pero de momento sólo tenía un bagaje de conocimientos teóricos, nula experiencia en el trato de enfermos y en el intrincado universo de la mente humana. Y, sin embargo, quizás pudiese decirle algo que lo disuadiese, una palabra clave de esas que figuran en los tratados de psiquiatría, o simplemente adoptar una actitud diferente, fruto de mi posición dominante, que no arrogante, de Esculapio teorizante y practicante en ciernes.
En unos pocos segundos veía medrar la inquietud de Alberto, sus ojos azules brillando por la angustia. No podía permanecer impasible. Así que, presuroso, cogí mi gabardina y salí en su compañía, aquella tarde casi noche, lúgubre, gélida, húmeda, nebulosa, enturbiada aún más por el drama que estaba aconteciendo.
En el coche de Alberto nos dirigimos hasta el referido lugar, a unos diez kilómetros de la casa de los tíos. El hermano de Juan seguía mostrando su temperamento impasible, por más que por dentro, con toda seguridad, los nervios lo estuviesen corroyendo. De camino, mi acompañante me fue explicando cómo había sabido de mi paradero y, de seguido, se fue centrando en la cuestión principal. A la pregunta sobre si había regresado alguna vez a la aldea desde su marcha, me contestó que apenas, que sobraban los dedos de las manos para contar las ocasiones. Que lo había evitado conscientemente, para no sucumbir a la morriña tentadora, esa dichosa debilidad patria que nos esclaviza a los naturales de Breogania. Como pude saber tiempo después, no quería quedar atado al terruño, a la inmovilidad, al atraso, a la incerteza. Comparar Alpesia, un país desarrollado, con Breogania (de la que Balobia formaba parte), cincuenta años por detrás, no dejaba duda de la elección. Sobre todo, tratándose de una persona joven con inquietudes. Cartas a la familia cada vez más espaciadas, la presencia en el funeral de una tía –a poco de irse–, por algunas Navidades, en la boda de su hermana María, y nada más. En resumen, que había vivido casi ajeno a lo que por aquí acontecía. Permanecía soltero, libre, sin emocionales ataduras. Centrándonos en el presente, y en lo que nos incumbía, Alberto hablaba con la premura de un condenado que quiere relatar su existencia en un tris y justificarla. Con cándida simplicidad, le hice saber mi comprensión, nacida de la espontánea empatía, y, sin dilación, me explicó el motivo de su visita.
–Tiene gracia lo de Chispas. Creía que el apelativo se debía a su agudeza y vitalidad hasta que, hace un par de días, mi madre me lo aclaró. Al saber la verdadera razón del sobrenombre, me abatí profundamente. Es cierto que no he tenido la deseable relación con mi hermano, pero lleva mi sangre y me duele que se haya descarriado. Apegado a la bebida, ¡Dios!, a la etílica destrucción. Hoy lo encontré a la puerta de una cantina en un estado tan deplorable que sentí pena, y vergüenza. Llevo aquí una semana y no lo había visto así. Me pregunto si seré yo la causa, si habré vuelto en mala hora, si acaso esté ocupando un espacio que ya no me pertenece.
–Usted no tiene culpa de nada.
Traté de confortarlo. Le dije que la mayoría de fines de semana que yo pasaba en el pueblo solía verlo en ese estado lamentable, a menudo dando discursos sin tino o cantando obscenas canciones de borrachera, siempre desaliñado, con aspecto derrotado. Peor desde que su novia, Marta, una buena chica, por cierto, lo había dejado. Le dije también que solía hablar de él, empleando el diminutivo de su nombre: «Tito está haciendo fortuna en Alpesia», repetía.
–Cuando María se casó y marchó a vivir a Vizana, donde yo también resido, creo que sintió el revés de una pequeña derrota, porque, de diferente manera, sus dos hermanos triunfaban y él aguardaba, sin saber qué. La derrota fue total cuando Marta se apartó de su lado; ya comenzara a beber. Quise aconsejarle y me increpó con tal vehemencia que decidí rehuir su compañía. Su trato se ha vuelto muy difícil... Así que usted, Alberto, no tiene por qué atormentarse.
Tras un silencio reflexivo, las circunstancias imponían un ritmo al que Alberto venía enganchado desde antes de sobrepasar el umbral de la puerta de la modesta casa de mis tíos, que como todos los primeros sábados de mes habían ido al mercado ambulante de un pueblo cercano. Su hablar, agradable y musical, corría como en un acelerando. Y sus siguientes palabras prestas fueron éstas:
–Le decía que hallé a Juan embriagado, hecho un guiñapo. Hoy precisamente, que pensaba desplazarme hasta Vizana para visitar a mi hermana, a su marido y a sus dos pequeños, los sobrinos que todavía no conozco. Quise convencerlo para que volviese a casa, pero recibí una respuesta airada, espetándome que la culpa de su desgracia era mía, por haberme marchado al morir nuestro padre. No esperaba una reacción tan violenta por su parte. Esto me hace sentir tan responsable que...
En ese momento, Alberto se mostraba tan consternado que las palabras se le atragantaban. Yo no sabía qué decirle. No son fáciles estas situaciones. Intenté alentarlo de la mejor manera posible, restando importancia a la acusación fraterna.
–No debe afligirse, ni sentirse culpable –le reiteré.
Hizo una mueca, como quien se abochorna y busca un escondrijo inexistente para guarecerse del infortunio, sin desviar la mirada de la carretera, y después, ansiosamente sumido en la inútil búsqueda, con una dicción más pausada y menos musical, dijo balbuceando:
–Tal vez...
Las palabras del hermano retornado llovían en mi cabeza. Posiblemente, Juan quería huir de una realidad que le hacía sentirse mal, válida únicamente para cultivar unas tierras miserables, casi improductivas. También le habría gustado irse lejos y encontrar un lugar más esperanzador que Balobia, pero la situación de la viuda madre habría influido. Y entre especulaciones y confidencias, llegamos al lugar de Salgueira, y bajamos del auto.
Una multitud se agolpaba cerca de El Chispas. Detrás de éste, el inmenso barranco cortado a pico imponía. Enseguida escuchamos amenazas.
–¡No te acerques, Alberto! –gritó Juan nada más apearse su hermano–. No sé a qué has vuelto. ¡Y tú tampoco, Dino –dijo al verme–, aspirante a matasanos!
El hermano mayor se aproximaba tímidamente, o acaso con la frialdad de un experto rescatador; y yo tras él, mientras El Chispas pronunciaba de viva voz:
–¡Quietos, o me dejo caer!
La réplica me salió espontánea.
–¿Qué ganas con eso?
Y la contrarréplica no se hizo esperar.
–¿Qué pierdo?
Enmudecí por unos instantes, hasta que se me iluminó el adormilado ingenio.
–Pierdes un futuro prometedor. Tu hermano ha venido para quedarse. Desea ayudarte. Me ha dicho que puedes serle de ayuda en el taller mecánico que piensa abrir.
–¡Tonterías! Alberto sabe que no sé hacer nada, excepto golpear la tierra con la azada. Bueno, si me pongo a cantar no lo hago mal del todo. Ahora veréis…
Y comenzó a cantar: «Desde Santurce a Bilbao, vengo por toda la orilla…».
Al entonar esta canción popular, casi me dio la risa. Si me contuve, fue porque las circunstancias eran demasiado serias. Tanto, que él mismo cortó su cántico a poco de comenzar, dejando el melódico relax y retornando a lo más transcendental.
–¡Soy un inútil! ¡No sirvo para nada! ¡Para nada! Y está bien que todos lo escuchéis. Aunque a vosotros, ¡qué os importa mi vida! ¡O mi muerte!
Se estaba hundiendo como el despeñadero, e intenté erguir su espíritu antes de que se desplomase definitivamente con su maltratado cuerpo.
–Estás equivocado, Juan. ¡Nadie es inútil! Todo el mundo puede hacer algo. Y eres todavía muy joven para que te detenga el desaliento.
–¿Juan? ¡Llámame Chispas, que es mi verdadero nombre! –refutó con agilidad, como deseoso de dar a conocer su sobrante energía autodestructiva–. Tú tienes mi edad y estás capacitado para labrarte un porvenir. Yo en cambio no he tenido ocasión de estudiar, apenas leo y escribo con dificultad. Para mí no hay un mañana.
Creí que se desasía del arbusto y sentí un sobresalto. Entonces, nuevas palabras salieron raudas de mi boca, impetuosas como las aguas de una cascada.
–Eso no es motivo para que actúes de modo infantil. Haznos caso, retírate de ahí y deja que te ayudemos. Deseamos tu bien, no debes dudarlo.
–¡No! Lo he pensado detenidamente y no voy a desistir. Prefiero dejar de atormentarme e impedir que mi madre siga sufriendo por mi culpa.
La velocidad de su etílico torrente y su arisca entonación me superaban. No parecía que fuese a arrojar la toalla. Y en un intento desesperado, arremetí verbalmente; lancé mis aguas para reanimar su obnubilado pensamiento.
–¿Y crees que no vas a sufrir más si haces una locura?
Al plantearle este interrogante, giró la cabeza hacia el precipicio, sin que pudiésemos saber si en actitud pensativa o decidida a acabar la función. Y como si la mente de Alberto y la de un servidor se hubiesen coordinado, sin decir palabra, aprovechamos la ocasión para avanzar rápidamente hacia él, con el propósito de sostenerle. Pero Juan se soltó definitivamente, desplomándose al abismo sin emitir el más mínimo lamento de espanto. Apreté los puños y contraje la cara.
Salvo un milagro, la tragedia se había consumado…
El aire escuchó lamentos y gritos de espanto. Nos acercamos todos los presentes, mujeres y hombres del pueblo, al margen de la imponente sima, intentando divisar el cuerpo del infortunado. No se podía esperar nada más que lo peor, su pérdida definitiva. Y he ahí lo inaudito: Juan había quedado retenido, milagrosamente, por los espesos matorrales que crecían en la parte alta de la pared del barranco. Tal vez se hubiese salvado, pensé esperanzado. Parecía estar inconsciente, pero no muerto. De ser así, sería como agua de mayo en pleno invierno.
Todo había acabado felizmente. Juan había vuelto a la vida o, mejor, a la pugna con su dramático sino. Mis tíos habían regresado y temido por el mío; llegaron en el momento justo de mi venida de lo profundo. Nunca olvidaré la expresión sobresaltada de tía Carmen, con la nariz enrojecida, tiritando de frío y de angustia.
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Han pasado seis años desde el referido suceso, y desde aquélla Juan es llamado por su nombre de pila, no por su infame apelativo. Abandonó la bebida y se rehabilitó voluntariamente, con inestimable apoyo de familiares y amigos. Superó gran parte de sus temores y llegó a valorarse más favorablemente; en disposición de lograr éxitos y afrontar fracasos, con humana valentía, por fin le halló significado a esta vida sin sentido. En la actualidad es un buen mecánico. Es más, su entusiasmo le ha llevado a realizar algunos estudios; incluso me atrevo a decir que ahora es un hombre culto. Nos une una firme amistad. Y desde mi regreso de Hacubey, donde me formé como practicante (las circunstancias impidieron que llegase a matasanos), solemos vernos, ya en Balobia, ya en Vizana. Recordamos a menudo el día de su extrema desesperación y él me reitera su agradecimiento; sus sinceras alabanzas me turban.
Hace poco me dijo con aire circunspecto:
–Amigo Dino, si vuelvo a tener un tropiezo semejante déjame caer, no me levantes. Ya no sería digno de implorar otra oportunidad.
Y le respondí con seria comicidad:
–No te preocupes. Sé que tu conciencia impedirá que des otro paso en falso. Además, ¡si hasta tienes la Naturaleza de tu parte y te trata con guante de seda!
Le di una palmadita en la espalda, que correspondió. Juan era un hombre diferente. Su sonrisa chispeante (si prefieren, soleada, para eludir equívocos o el chiste fácil), hacía olvidar su dramático pasado. Elevando al cielo nuestros vasos de mosto, brindamos por el amplio futuro, cada vez más alejados de su escabroso pretérito. Y cantamos, con adecuada entonación, para coronar nuestra inefable alegría.
No hay nadie más feliz en el mundo
que nosotros cantando sin temores.
Gozamos de la vida y del amor
y la dicha ya no hay quien nos la borre.
[2017]
Adagio para cuerdas, Samuel Barber
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