[Relato]
Se dejó caer en el sofá como una marioneta. Alberto Laíño, que soñaba con ser médico (y ahora desearía ser todopoderoso cirujano), estaba flácido, exánime, sin aliento. Había apurado la marcha afanándose en huir del mundo y quedarse a solas con sus miserias. No podía creer que fuese cierto y sentía gravemente herido su corazón romántico. Su tiempo no era éste, de apertura e indiferencia, sino el de una época más cerrada y más galante. Recibida la puñalada cruel del desengaño, clavadas las lanzas de la desdicha, el pecho se le desgarraba y, jadeante, deglutía raudales de amargor. Se quejaba del entorno ruin que lo agobiaba, mientras trataba de liberar su garganta del opresivo cuello de la camisa. Consiguió la necesaria bocanada entre gemidos y, sin tregua, sufrió la vacuidad con el melodioso fluir de Rachmaninov...
Cuatro meses antes, aquel día inolvidable, la vio por vez primera. Finalizada la jornada en el instituto, caminaba junto a su amigo Guillermo Braña, en dirección a la librería más cercana. Debían adquirir un libro de lectura y habían acordado comprarlo a medias, por mor de las limitaciones financieras. El profesor de literatura exigía un mínimo de seis lecturas para el curso; cuatro optativas ya eran para nota.
–¿Te parece bien, Guillermo?
–A mí me parece perfecto, Alberto. Creo que es una idea muy acertada. Y si nos da un buen resultado, en el futuro podríamos seguir con esta estrategia. Es una forma inteligente de conseguir el doble de libros por el mismo dinero.
–O el mismo número a mitad de precio. Y después de leídos, tampoco sería descabellado repartirlos, según el interés de cada cual. Ahorramos y sacamos provecho.
–O si no, de no haber avenencia, echarlos a suertes de alguna manera; de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres… Pueden ser diez. ¿Qué opinas?
–Dicho así parece una vulgaridad, casi un sacrilegio, pero ¡estoy de acuerdo, Guillermo! Presiento que mi fortuna vaticina el mejor lote. Es broma… De todos modos, ya veremos si podemos con la media docena obligada antes de aventurarnos con las lecturas optativas. ¡Mira que algunos libros tienen un buen calibre!
Después de convenido el peculiar procedimiento, los dos compañeros y amigos se dirigieron hacia la librería Rosicler. Y ya iban a adentrar en ella cuando, impresionados de repente, detuvieron su arrogante paso juvenil para cedérselo gentilmente a la persona que en ese preciso instante salía. «¡Qué bella criatura!», pensaron ambos sin decir palabra, enmudecidos por su impactante resplandor. Si aquel establecimiento llevaba el nombre del luminoso amanecer, la belleza que de allí parecía nacer era digna de la aurora más suprema. Los entusiasmados estudiantes, embobados, siguieron con ojos golosos a la muchacha que se alejaba.
–¡Caramba! –exclamó Laíño–. No he visto rostro más lindo en mi vida.
–¡Pues anda que su cuerpo no desmerece! –añadió Braña–. Y esa negra cabellera que le sobrepasa la cintura, ¿no te parece hermosísima?
– ¡Toda ella lo es, Guillermo! ¡Deliciosa!
–Está para...
–¡Uf! Creí que me moría de emoción.
–Bueno, mirándolo fríamente, ¡tampoco es para tanto!
Hipócrita sentencia. Guillermo Braña también reconocía en sus adentros que aquella mujer podría enloquecer a cualquiera; era una de esas muñecas que no parecen reales, que hacen presuponer al común de mortales, mayormente masculinos, que son como una cumbre inalcanzable. Volvieron a respirar de lo terrenal y, ya asentados los pies en el suelo, procuraron alejar de sus mentes a la Venus. Ahora importaba el libro que precisaban; había que centrarse y sumergirse en su contenido.
–¿Quién comienza la lectura, Alberto?
–¡Hazlo tú, Guillermo! Puedes leer la mitad de los capítulos y resumirlos; después leo yo el resto y hago una síntesis de mi parte. A conciencia. De este modo podemos avanzar más y afrontar muchas lecturas. ¿Lo ves razonable?
–Tampoco es mala idea. ¡Conforme!
Así que acordaron adoptar este discutible método, poco ortodoxo –o adscrito a la heterodoxia antiliteraria–. Ya que habían ido a partes iguales en el desembolso pecuniario, parecía lógico que también lo fuesen en el intelectual. Dejando críticas al margen, la cosa funcionó, porque del esfuerzo compartido vinieron consecuencias académicas favorables para la pareja estudiantil. Y las notables calificaciones en literatura animaron a los dos muchachos a seguir con esa práctica hasta fin de curso.
***
Otra soleada tarde en que se disponían a mercar un nuevo libro, una selección de los insuperables cuentos de Antón Chéjov, el azar dispuso el reencuentro con la preciosa ninfa. En esta ocasión ellos salían y ella entraba.
–¡Te has fijado, Alberto!
–¡Sí, Guillermo! Es ella... la misma.
–Una sugerencia: ¿por qué no esperamos a que salga y le hablamos? ¿Eh? Quisiera comprobar si la voz de esa chica está en concordancia con lo que ostenta.
–Yo siento la misma curiosidad.
Concertaron la excusa que pondrían para iniciar la conversación con la muchacha, y cuando ésta atravesó el umbral de la librería, Laíño, que debía romper el hielo, se atragantó. Entonces, Braña tomó la iniciativa cortésmente.
–¡Perdón, señorita! Permítame que le haga una pregunta. Por casualidad, ¿no habrá comprado usted los cuentos de Chéjov? Es para comprobar si la edición es la misma, ya que a otros alumnos le han vendido versiones diferentes y... De todas formas, usted no estudia en el Instituto Adolfo Bécquer, ¿no es cierto?
–No, no estudio en ese instituto. Y tampoco he venido por ningún libro de lectura, sino por un simple portafolios. Siento no poder serle de ayuda.
–Pues... ¡disculpe por la molestia! –manifestó Braña, visiblemente azorado.
–No fue ninguna molestia. ¡Adiós!
A Laíño se le aflojó de pronto el nudo de la glotis. Al constatar que su voz era tan dulce y cálida como su encanto exterior, se liberó con ímpetu.
–¡Un momento!
–¿Sí?
–Debo hablarle con sinceridad. Mi amigo Guillermo y yo, que, dicho sea de paso, me llamo Alberto, reparamos en usted en otra ocasión. Nos dijimos: «¡Qué hermosa es esa chica!»; pero quedamos petrificados, sin atrevernos a pronunciar una palabra. Al verla de nuevo, decidimos la forma de entablar conversación, por eso de no dejar escapar la ocasión de conocer a alguien interesante, y no arrepentirse más tarde de lo que pudo ser y no fue. ¿Entiende usted a lo que me refiero?
–¡Rediez! –impuso ella esta interjección tras la cursi parrafada–. ¿Y qué han visto en mí de interesante, si se puede saber? Soy una chica normal.
–Ya se lo he dicho, lo guapísima que es usted.
–¿Nada más? ¿Así de simple?
–¿No es suficiente? –interpeló Laíño sorprendido.
–¡Vaya! Entonces, ustedes no ven en una mujer más que su aspecto, su apariencia externa. ¿Acaso no les importa su forma de pensar, sus conocimientos, sus aspiraciones, sus ideas más profundas? ¡Ah, ya! Se trata de unos vulgares ligones que planean el acoso de una chica que sucumba a artificiosas adulaciones y se entregue a sus más bajos propósitos, a inconfesables deseos y lúbricos antojos. Si es así, y ya veo que sí, se han equivocado conmigo. ¡Búsquense otra presa más fácil!... Pero creo que estoy hablando demasiado. Ha sido un placer haberles conocido. ¡Adiós!
Esta fue su despedida, sin más. Y al constatar ellos que además de bella era inteligente, exclamaron al unísono: «¡Guau!» A continuación, Guillermo Braña, menos pasional que su amigo, concluyó que no era más que una creída. Pero Alberto Laíño se dejó envolver por un tornado de enamoramiento, y aquella misma noche soñó que vivía con la bella un tierno y apasionado romance. De mañana, ¡cómo no imaginarlo respirando feliz por la placentera ensoñación! Sentía a flor de piel su aroma, los besos y caricias que su magín febril recreaba, desaforadamente deseoso de amar y ser amado.
***
Los dos amigos volvieron a la librería con el escolar propósito y, más que nada, con el afán de tropezarse otra vez con la hermosísima muchacha. Acudieron muchas tardes de vana ilusión, de sensual anhelo, de palpitante deseo, con la esperanza de contemplarla nuevamente. Pero pasaban los meses y ella no reaparecía. Llegaron las vacaciones menos esperadas, y se fueron olvidando de aquel extraordinario rostro femenil, de sus grandes ojos negros, de su larga cabellera azabache, de su dulce y bien impostada voz, del fascinante ser correspondiente al mal llamado sexo débil.
Casi la había olvidado cuando, una luminosa mañana de finales de julio, al desplegar las páginas del diario local, Guillermo Braña reparó en un suceso:
Margarita Cienfuegos, joven de buena familia, fue hallada muerta en el local de alterne donde ejercía la profesión más antigua del mundo.
–¿Te has fijado en la foto, Alberto? No tengo la menor duda. ¡Es ella! ¡Ella! La chica que casi nos hace perder la cabeza.
–¡Déjame ver! Sí, no cabe duda. La misma.
–¡Bah! No era más que una cualquiera. ¡Cómo engañan las apariencias!
–No lo puedo creer... –pronunció Laíño, con voz queda y deshilachada.
Quisieron cerciorarse y se acercaron a la librería Rosicler para hablar con Elías. El propietario les confirmó que la joven era cliente habitual hasta hacía unos meses, coincidiendo justo con el inicio de la primavera. El librero lo recordaba bien, porque no se trataba de una mujer vulgar; muy al contrario, tan excepcional a sus ojos como a los de los sorprendidos muchachos. Elías tampoco salía de su asombro. «¡Era una chica muy educada, guapa e instruida!», dijo pesaroso. Jamás hubiera imaginado la negra suerte de aquella adolescente que evidenciaba inteligencia y aparentaba virtuosa.
Guillermo no parecía afectado. En cambio, su compañero Alberto no disimulaba su aflicción por la fatídica noticia. Nunca había tenido novia ni se había obsesionado su pensamiento con ninguna mujer, a excepción de Margarita (¡en que mal momento conocía su nombre!), que hizo aflorar en él un irrefrenable deseo de amor desinteresado y puro. No podía olvidar a la que encendiera su instinto varonil, una de esas maravillosas princesas que irrumpen con fuerza inusitada para permanecer nebulosamente en la memoria de quienes despiertan a la sexualidad. Y no quería admitir el trágico fin de aquella diosa a la que, al parecer, habían asesinado. «¿Quién pudo matar tanta belleza?» No podía creer que fuese una pelandusca entregada a bajos placeres por dinero. Pensaba que quizás la hubiese maltratado el caprichoso destino. Juraría que era una buena mujer, y la tenía en su mente como una flor inmarchitable.
***
Alberto Laíño se planteaba interrogantes que en su inexperiencia se ahogaban, y, sin entender la razón de las desgracias, acababa sollozando bajo los compases del segundo concierto de Rachmaninov. La misma música de aquel Breve encuentro, la película de David Lean que trata de una hermosa historia de amor, de un amor imposible, pero realzando una brevedad extrema. Echado en el sofá del salón familiar, aquella noche mustia de primavera lamía el amargo sabor de una desilusión, de un singular desengaño, siendo espectador y no participe. Ansiaba el dulzor de un beso. Si pudiese devolverla a la vida con manos de omnipotente cirujano… Deseaba con todas las fuerzas de su joven corazón otro imposible. Y sensiblemente dolido, sucumbió al necesario sueño reparador, con el libro de Chéjov (médico y escritor) entre sus manos; lo había tomado del estante movido por un inexplicable impulso, quizás para sentir la proximidad de un alma ya lejana y extrañamente próxima.
La madre advirtió la presencia del hijo dormido, de su único hijo, de su única compañía, con el libro asido con fuerza contra su pecho. Suponiendo que había estado leyendo hasta altas horas, meneó la cabeza y murmuró: «¿Por qué le obligarán a leer tantas historias a mi Alberto? Deben de ser muy aburridas».
Permanecía el aire enternecido. El piano, nostálgico y doliente, aún llenaba la estancia con los románticos compases del adagio del famoso concierto.
[1996, 12 ene.]
Rachmaninov: «Adagio sostenuto» (fragm.) del Concierto para piano n.º 2




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