lunes, 9 de octubre de 2023

Dar malas noticas en medicina

 
Como ejemplo de dar malas noticas en medicina, me aprovecho de un texto ajeno, del doctor Juan Manuel Jiménez Muñoz: «Una lección aprendida»:

Una tarde cualquiera de 1988, estando yo [como médico residente] en el Área de Observación con cuatro camas a mi cargo (supervisado siempre por médicos mayores), aterrizó por allí una paciente de 82 años a la que llamaremos Aurelia. Aurelia, procedente de un pueblo cuyo nombre omitiré, vino a parar a mi esquina; y, una vez aposentada en mi terreno, durante doce horas completas la atendí lo mejor que supe.

Venía Aurelia con un grave problema de anuria. Esto es: no orinaba en absoluto. Aurelia tenía una diabetes tan avanzada que sus riñones estaban hechos trizas. No filtraban la sangre. No orinaba desde hacía varios días. Era una sentencia de muerte. Una anciana desahuciada por la ciencia.

Bajaron a verla los internistas, los nefrólogos y los urólogos de guardia. Todos coincidieron en lo mismo: la diálisis no era posible por su mal estado de salud y por la avanzada edad; los medicamentos ya no servían para tratar el problema de Aurelia; y un ingreso hospitalario, para morir en pocos días, no era del todo preciso.

Hablamos con sus hijos para que eligieran entre las dos opciones posibles: quedarse, o irse. Fueron unánimes: llevársela de vuelta al pueblo. Fue una decisión sensata: para morir, si el caso es manejable, nada mejor que tu habitación, tu casa, tus hijos, tus nietos, tus amigos de siempre.

Mientras Aurelia estuvo en el Área de Observación (mientras le hacíamos todas las pruebas que necesitaba y los especialistas iban dando el veredicto), yo charlé mucho con ella. Aurelia estaba en sus perfectas cabales, y era una mujer simpática. Me explicó las faenas agrícolas que había hecho de pequeña; y yo, que también soy muy cateto, le daba palique hablándole de olivos, de espuertas, de morcillas y de albercas. Aurelia y yo, por qué no decirlo, nos cogimos afecto.

Pero llegó el momento de irse y, ¡ay horror de los horrores!, la enferma nada sabía. Sus hijos no se habían atrevido a decirle que se iba. Los especialistas que bajaron a tratarla, tampoco. Y a mí, su médico en ese momento, se me había pasado por alto el pequeño detalle de comunicar a Aurelia que lo suyo no tenía solución, que iba a morirse de todas-todas, que ya no orinaría nunca jamás y que, por decisión de todos menos de ella, se iba a marchar a su pueblo en pocos minutos.

Casi con la ambulancia en la puerta, hube de dar la mala noticia a la dueña de su vida. Era lo justo. Durante las doce horas que allí estuvo, aunque tratada y remirada por medio hospital, yo había sido el médico de Aurelia. Su referencia.
Dar malas noticias es algo para lo que no te preparan en la Facultad de Medicina. Al menos así ocurría antes, en mis tiempos. Ahora, no lo sé. Digamos que dar malas noticias era (o sigue siendo) una ingrata tarea que aprendíamos los médicos a base de ensayo y error. Esto es: a base de meter la pata muchas veces. Y yo, con Aurelia, la metí hasta las honduras. Porque, aunque había docenas de maneras de abordar correctamente el asunto, yo, inadvertidamente, por precipitación o inexperiencia, escogí la única que no se debe escoger: la de tratar a un paciente como si fuera un tonto. Y un paciente, aunque esté senil o terminal, no es ningún tonto. Es un paciente. Una persona con derechos. Y, entre ellos, el derecho de recibir información veraz. Me acerqué a la cama de Aurelia y le cogí las manos. Luego, con aire falsamente desenvuelto, con mi mejor sonrisa postiza, le espeté:
—Muy bien, Aurelia. Traigo muy buenas noticias. Te vamos a dar el alta y te vas a marchar a casa. Te hemos puesto unos medicamentos nuevos que harán efecto en unos días. El médico de tu pueblo, con el informe que llevan tus hijos, ya se encargará de hacerte orinar.

Aurelia me miró, burlona. Aún recuerdo la negrura de sus ojos, el tacto de sus dedos y las arrugas de su cara; el pelo, limpio; blanquísimo; su mano, asida a la mía.

—Sí hijo, sí. Desde luego –Aurelia no me había llamado “doctor”, sino “hijo”. Y una sonrisilla traviesa dejó entrever su dentadura. Luego, amable y mordaz al mismo tiempo, prosiguió–: Si no he orinado en el Hospital Carlos Haya... ¡voy a orinar en mi pueblo!

Y a mí, en aquel preciso instante, se me cayó la cara de vergüenza.
 Marcha fúnebre, Chopin

2 comentarios:

  1. Complejo tema amigo José Manuel, y tal vez todos tengamos la sensación de no haber acertado en ocasiones, sobre todo porque cada realidad es única.
    Por un lado estaría la actitud paternalista de suavizar la realidad y por otro quienes serían partidarios de exponerla crudamente de entrada. Quizás en el término medio estaría el punto, dejando abierta alguna puerta a la esperanza pues se ha demostrado aliada de la inmunidad.
    A este respecto la posición “heroica” del maestro Don Gregorio era esta, que se podría prestar a malas interpretaciones:
    “Debemos declarar heroicamente que el médico no solo puede, sino que a veces, debe mentir. Y no solo por caridad, sino con el más riguroso criterio científico.
    Mucho tiempo antes del auge de la Medicina psicosomática sabíamos todos que una piadosa e inteligente inexactitud deliberadamente imbuida en la mente de un enfermo puede beneficiarle más que todas las drogas de la farmacopea”.
    “Ahora repito lo que he dicho otras veces: que estos médicos que atropellan la infinita sensibilidad de un enfermo y de sus familiares con tal de no equivocarse, con tal de que no padezca su reputación, son lo peor de la profesión nuestra; más nocivos que los médicos distraídos y que los ignorantes”.

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    1. Poco o nada que añadir a lo que dices, amigo Juan. El arte de la comunicación médica está en hallar ese punto medio, con la humildad necesaria y la sensibilidad precisa para no dañar, incluyendo la ‘‘mentira piadosa’’, tan terapéutica y humana.

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